No nos han vencido. Группа авторов

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No nos han vencido - Группа авторов Historia Urgente

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pero no Madres de Plaza de Mayo, que es otra cosa. La socialización de la maternidad también fue muy difícil porque decirle a una madre que no saque más la foto del hijo, que no hable más del caso personal, no es muy fácil y eso nos costó casi dos años. Algunas llevaban la foto en la cartera y cuando llegaba un periodista sacaba la foto del hijo.

      Lo pudimos hacer. Y pudimos vencer a los milicos. Por eso, tal vez, hay quienes dicen que, si no fuera por las Madres, la Dictadura hubiera seguido mucho más tiempo. Hace poco, dos años, más o menos, vino un compañero que estuvo preso en Rawson, que vive allá. Estuvo preso en el momento en que en Rawson no había nada. Era una cárcel muy impiadosa. Me contó que cuando ellos se enteraron de que las Madres marchábamos en la Plaza, para el mes de junio de 1977, les agarró como un ataque de felicidad, golpeaban las paredes, los techos, gritaban, lloraban. Ahí se dieron cuenta de que no querían morir en la cárcel. Lloraba cuando me lo contaba y me hacía llorar a mí. Si sirvió para eso, ya está: es una victoria.

      Hay dos cosas que me dijeron sobre las Madres y no las creía. Una vez, un profesor dijo: “Ustedes van a estar en todos los diccionarios del mundo”. Y ya estamos en muchos. Y, en otra oportunidad, un alemán me dijo: “Ustedes van a hacer como esa historia en la que alguien puso una semilla de almendro debajo de una piedra y todos se empezaron a reír, porque no creían que pudiera crecer. Y creció”. Son cosas que me anunciaron y que, de alguna manera, están pasando.

      Todo esto lo tomamos con orgullo porque lo vivimos en nombre de nuestros hijos. Por eso, hace un tiempo que las Madres decimos que no somos un organismo de derechos humanos, sino una organización política que defiende la vida del otro, por encima de todo, como nos enseñaron nuestros hijos. Y así lo vamos a seguir haciendo.

      Ser Madres de revolucionarios es el orgullo más grande que tenemos. La maternidad es la parte más hermosa de la vida: crear un ser dentro de uno, poder parirlo, acariciarlo, darle la libertad. Siempre digo que cuando se corta el cordón umbilical es ahí donde uno le da la libertad al hijo. El hijo no es de uno, es del mundo. Para mí, la maternidad es un don preciado y agradezco haber tenido tres maravillosos hijos, yo hubiera querido tener muchos más. Siempre fui de la idea de tener seis, siete, ocho hijos. Mi marido decía: “Vos estás loca, lo que trabajamos para tres, si tenemos seis o siete vamos a envejecer trabajando”. Y yo le respondía: “¿No viste que donde comen dos, comen tres? “No, donde comen tres no comen seis”, me decía. Así que paramos en tres. Pero luego, parimos 30.000 y después, millones: somos Madres de todo el que lucha por el otro.

      2 Presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo.

      Sin caer en un funcionalismo indiferente, sino solo para eludir el maniqueísmo, es menester reconocer que todo episodio social traumático deja secuelas y, al mismo tiempo, alguna enseñanza como doloroso resabio positivo.

      La crueldad genocida del régimen dictatorial cívico-militar que imperó en nuestro país en el período 1976-1983 marcó a nuestra sociedad en muchos sentidos, en especial, al decapitar a una generación, pero también generó el espacio de dignidad y valor de las Madres, que trasciende hasta hoy a la sociedad como un permanente faro ético.

      Entre las múltiples consecuencias del régimen, creemos que una de ellas fue la herida que abrió en la cultura jurídica argentina y en sus poderes judiciales.

      Si bien desde mucho antes, tiempos de sucesivos golpes de Estado habían condicionado el hábito de escuchar con escepticismo las hipócritas ampulosidades verbales que invocaban valores democráticos y republicanos simultáneamente burlados, nunca se había llegado al genocidio brutal y descarnado del régimen de 1976.

      Pero, de pronto, la vida jurídica se vio entre dos polos: el de la vida y el de la muerte. El régimen dictatorial no solo había hecho saltar por los aires la institucionalidad –lo que no era novedad–, sino que el Estado se volvió decidida y abiertamente criminal.

      Se habían cometido atrocidades puntuales, como el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955 y los fusilamientos en 1956, pero el régimen, por vez primera, se erigió en un sistema de asesinatos continuos y masivos, inauguró una práctica de eliminación sistemática de personas nunca antes vista en nuestra tierra y no previsible, al menos por la mayoría de los argentinos.

      El mundo jurídico argentino de 1976 no era el que, en 1930, había legitimado con la triste acordada el golpe del dictador payaso y cuya cúpula había removido el Congreso en 1947. Ya no se trataba de un mundo habitado por los primos de la oligarquía, sino formado por profesionales de clase media, instalados por efecto de las sucesivas capas geológicas dejadas por nuestros reiterados accidentes políticos.

      De ese mundo, el régimen escogió una minoría de cómplices que, para sorpresa de muchos, se prestaron a ese papel. Los menos, con previa y definida subjetividad autoritaria; otros por fragilidad subjetiva que creyeron fortalecerla sintiéndose en el poder; y, otros, por mero afán carrerístico. También hubo otra minoría –pequeña, pero que nunca falta– y que, pese a la anterior experiencia de desprecio institucional, quedó atrapada y sorprendida por la catástrofe y decidió resistir sin suicidarse. Pero ambas minorías hoy son anécdota del pasado, ninguna de ellas dejó trauma en el presente, sino que el efecto posterior fue sobre la mayoría que no formaba parte de ninguna de ellas.

      El miedo anonada, empuja hacia la nada y, en circunstancias trágicas, el ser humano tiene la tendencia a retraerse y a negar. Encerrarse en el trabajo cotidiano, en lo doméstico, negar lo obvio que estaba pasando en la sociedad, racionalizar lo imposible de legitimar, en una palabra, apelar a los famosos mecanismos de huida de Anna Freud fue la actitud mayoritaria.

      La mayoría tuvo miedo a la minoría de cómplices, no solo por el poder interno que ejercían, sino también por su posible denuncia a los agentes de inteligencia, pues algunos de ellos desempeñaban la doble función: jueces e informantes. Pero también la mayoría tuvo miedo de los pocos del reducidísimo espacio resistente, debido a que el contacto con ese exiguo espacio les resultaba potencialmente contaminante.

      De este modo, optaron por los mecanismos de huida y, en definitiva, poblaron de silencio un cementerio lleno de lápidas de los pensadores del derecho, a quienes mantenían sepultados en el fondo de sus conciencias, aunque muy esporádicamente le llevasen alguna flor marchita, más para confirmar que estaban bien enterrados que para homenajearlos, pues, de ese modo, los descartaban como guías éticas, porque eran de otra época.

      El entrenamiento de esos años sangrientos dejó su huella, quedó en nuestro mundo judicial un hábito de silencio, de no compromiso, de negación de la realidad social, de reafirmación de valores mediocráticos, de temor ante los factores reales de poder, de racionalización de cualquier decisión que evitara problemas frente al poder, de afinar la intuición para saber dónde está el poder; en una palabra, la actitud burocrática de mantenerse al margen y, si es inevitable, inclinarse por el lado donde la intuición indica que está el poder.

      La Dictadura pasó, los poderes son otros –aunque, en muchos sentidos, sus objetivos sean los mismos–, las amenazas se llevan a cabo ahora con otras tácticas, pero también hay una minoría que se vuelve cómplice de la persecución política de opositores en combinación con nuevos espías, al tiempo que encubre los delitos de los agentes de los factores reales de poder, y también hay otra minoría que resiste esas prácticas.

      La secuela de la Dictadura se nota en la mayoría, entrenada en el temor, que reitera su comportamiento burocrático, se mantiene al margen en silencio, pero si, eventualmente, no puede eludir decidir con una buena excusación, se inclina por los factores de poder, ante el temor a ser estigmatizada

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