Prosas y mitos. Pierre Michon

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Prosas y mitos - Pierre Michon JUS

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quedaron estupefactos», está en las Escrituras e Hilarius lo recuerda. Se repite esta frase y el viento pasa por su corazón. El viento juega con los árboles. Es el viento quizás el que le habla: ¿Para qué necesitas mitra? ¿Para qué necesitas a Roma? He aquí tu trono episcopal. He aquí las siete colinas, y Dios está justo arriba, sin intermediario entre Hilarius y Él. Está ebrio de orgullo. Abre los brazos, corre, queda casi sin aliento… y, Dios mío, cuánto ha caído el sol, hay que volver a bajar antes de que anochezca. Da la espalda al causse, el trono de San Pedro, la espalda pelada de la tierra, donde nada crece: cree ver a un monje pequeño y anciano, apoyado sobre un bastón, riendo. Es tan solo un enebro. «Así que eres tú, Satán», dice con un tono de reproche. Baja mientras anochece. Escucha su aliento avaro de anciano en la noche. Unos murciélagos pasan: es nuestro pequeño corazón negro, que palpita allá arriba. Es el pequeño corazón negro del papa, de Hilarius o del último vaquero, no se sabe. Un hombre es todos los hombres, un lugar, todos los lugares, piensa Hilarius. Se pregunta si este pensamiento es de Dios o del diablo.

      ENIMIA

      Enimia es la nieta de Fredegunda, quien hacía atar a sus rivales a las colas de los caballos. Es la hija de Clotario II, rey de París, quien no reinó mientras su madre vivía y osa apenas reinar desde que está muerta. Enimia tiene quince años.

      Clotario hace la guerra al rey de Metz, el rey de Austrasia. El rey de Austrasia desea la paz; Clotario hace llamar a Gondevaldo, mayordomo de palacio de París, quien sabe leer y se entiende con el mayordomo de palacio de Metz. Redactan un tratado. En la primera página figura la lista de los bienes que el rey de Metz cederá al rey de París, si este enfunda las armas.

      Clotario está satisfecho de estos bienes, que Gondevaldo le lee sobre el pergamino. Entre estos, hay muchos prioratos lejanos, cuyos abades hay que nombrar, abades ficticios que nunca pondrán un pie allí pero que recibirán los beneficios. Clotario mismo se nombra así tres veces abad; el pequeño Dagoberto, su hijo, dos veces; Gondevaldo, cuatro veces; y el resto para los aliados cercanos y los primos, Sigisbert, Gontran, Caribert. El mayordomo y el rey ríen, les traen de beber. Retoman la lista y tienen un momento de vacilación, pues el nombre siguiente es el de un monasterio de mujeres y, como Fredegunda está muerta, dudan a quién atribuírselo. La sombra de Fredegunda pasa entre ellos. Beben sin placer… luego Gondevaldo sonríe: «Enimia», dice.

      La hacen venir. Es bella y pálida, con joyas de hierro martillado. Hace gestos a Gondevaldo. Gondevaldo mira sus pechos. Le habla de un priorato en el obispado de Mende, sobre el río llamado Tarn, en un lugar de nombre impronunciable que Gondevaldo, no obstante, puede pronunciar. Le dice: «Serás abadesa de ese lugar». Agrega que es una especie de juego, que de todas maneras ella no se moverá de París o Soissons, que simplemente, cada invierno, recibirá de allá, del nombre impronunciable, sacos de oro. Le dice que, por supuesto, estos sacos de oro no serán verdaderamente para ella, cada año tendrá que entregárselos a su padre. Ello lo mira: «Sí», dice. Su mano blanca pone una pequeña cruz en la parte inferior del tratado, al lado de la pequeña cruz de Clotario.

      En solitario, se pregunta si el Tarn es semejante al Sena, el Marne o el Oise. Decide que no. Decide que allá, alrededor de eso que no sabría pronunciar, reinan una joven abadesa y un mayordomo de palacio. Se acuesta con Gondevaldo. Cuando se desata el vestido, le place pensar que da a Gondevaldo la abadesa de un nombre impronunciable. Conoce el placer en el cuerpo de una abadesa. Pide varias veces a su amante que le repita el hermoso nombre de latín puro, el nombre de su priorato. Él lo pronuncia riéndose, besándola, entre la paja y las sábanas. Luego no lo pronuncia más. Se acuesta con Galswinta.

      Al poco tiempo, ella se enferma. Dicen que es la lepra. Cuando muere en Soissons, pronuncia el nombre impronunciable.

      SIMÓN

      Bajo el reinado de Luis IV de Ultramar, hijo de Carlos III el Simple, la comunidad benedictina de Saint-Chaffre, demasiado poblada, se dispersa: un puñado de sus monjes se instala en Burle, a orillas del Tarn, y rehabilita el monasterio caído en desuso que había fundado allí un ermitaño muy antiguo. Que tengan en el bolsillo para esto un acta de cesión firmada por el papa Agapito, no basta: a los barones del valle no les gusta compartir privilegios con estos señores vestidos de sayal que les caen del cielo. Los barones llegan con hachas y caballos, amenazan, roban algunos pollos. Dalmacio, el padre abad, pide al hermano Simón, quien lee y maneja a la perfección la lengua noble, que fundamente la legitimidad del monasterio en lengua noble.

      Simón piensa. Hace abrir la tierra bajo el coro de la antigua capilla, desde hace tiempo en ruinas. Encuentran tres esqueletos con una espada cada uno, que inmediatamente hace volver a cubrir. Encuentran otro, recubierto de jirones de lo que fueron una dalmática y una estola. Simón medita extensamente delante de este; luego, a pesar suyo, lo hace enterrar de nuevo al cabo de tres días. Encuentran un esqueleto más delgado, cuya cabellera negrísima y trenzada está bien conservada, con los reflejos de la vida. Parece una mujer. «Sí», dice Simón. Limpia con cuidado esta cabellera, estos huesos uno a uno. Los pone en un pequeño cofre de madera. Besa este cofre. Pide al hermano carpintero que trace, por un lado, a Nuestro Señor sobre la cruz y, por el otro, a una santa mujer.

      Hace venir al hermano Paladio, quien es joven, a quien le gusta caminar y leer con pasión la lengua noble. Le muestra el cofre de madera, sobre el cual el carpintero acaba de comenzar la figura de Nuestro Señor. Le habla durante un buen rato sobre una santa desconocida, quien con mucha paciencia espera en el Paraíso que dos monjes, el hermano Simón y el hermano Paladio, le hagan justicia en este mundo. Le dice que se le apareció al hermano Simón en forma de cabellos trenzados bajo tierra; y que, al hermano Paladio, se le aparecerá en forma de un nombre en archivos monásticos. Será tal vez en el obispado de Mende, tal vez en el obispado de Puy; será tal vez en Saint-Denis, donde los monjes del rey de Francia; o en Roma, sobre la cual está Nuestro Señor. El hermano Paladio deberá caminar hasta que esta santa se le aparezca, escrita letra por letra. La reconocerá. El hermano Paladio besa la pequeña caja de madera y parte. Varios inviernos pasan: el hermano Simón tiene tiempo de leer a Atanasio, releerlo, comprenderlo, copiarlo y saberse de memoria los tres primeros capítulos. Una primavera, está sentado sobre el prado; ve a un hombre vagamente familiar bajar del causse; por cierta forma que tiene este de saltar mientras camina, reconoce a Paladio. Se levanta y hace grandes señas bajo el hermoso cielo claro. Paladio, allá arriba, le responde con los dos brazos y se pone a correr. Grita algo que Simón no comprende, siempre lo mismo, como un nombre en tres o cuatro sílabas que parece aleluya. Cuando Paladio está casi en el cercado y una vez más grita, Simón escucha las tres sílabas. «¡Enimia!», grita Paladio. «Así que es Enimia», dice Simón.

      Así que es esa. Enimia, hija del rey Clotario, hermana de Dagoberto, el buen rey, abadesa de Burle en la región gabala, en el año 610 después de Cristo: esto es lo que ha leído Paladio donde los muy sabios monjes de Saint-Denis, ni una palabra más, y es más que suficiente. Simón afila las plumas, prepara un bello pergamino de ternero. Se siente libre como un niño y, sin embargo, serio, responsable de una mujer muerta como Nuestro Señor lo es del género humano. Durante dos semanas, cada día al levantarse, ve en su celda el pergamino bien tendido y fresco, las plumas listas; no los toca, se pasea en la primavera. Un día, oye la carraca de un leproso, ve al leproso pasar bajo el gran cielo claro y, cuando está muy cerca, le parece a Simón que es una leprosa. «Una princesa enferma de lepra», se dice. Va a beber de la fuente de Burle. Dice: «Esta agua». Tiene ante los ojos, en la concavidad de sus manos como agua clara, toda la vida de la santa. Exulta. Sube al causse. Una nube oculta el sol, el viento sopla sobre los pequeños árboles sufrientes. Duda de todo, de su santa, del cofre de madera, del nombre escrito en Saint-Denis. «Satán», dice. Pero no se va, mira sinceramente la extensión. Se arrodilla, dice: «Santa, no permitas que él te detenga. No permitas que me detenga».

      Vuelve a bajar. De un solo trazo escribe en lengua noble la Vita Sancta Enimia.

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