Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta
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La justicia condenó a muchos militares a cadena perpetua. El juicio se transmitió por televisión en directo. Las exposiciones de las víctimas que sobrevivieron daban escalofríos, eran terribles. Mencionaban violaciones, robos de sus casas, torturas, asesinatos de compañeros, cadáveres tirados al río desde los aviones, tráfico de niños nacidos en cautiverio. El veredicto lo escuchó el país entero, hubo emoción en las calles, felicidad luego de tanta tragedia, fue justicia luego de tanto tiempo sin ella. ¿Por qué cuento esto acá? Porque era a ese mundo a donde mi cabeza de adolescente se dirigía con la colimba. Cuando me tocaba hacerla, todo eso ya se conocía. Se suponía presos a muchos de ellos, pero andaban exigiendo otros por una ley de obediencia debida. Que era algo así como “asesiné, violé, robé, pero porque ‘él’ me lo dijo, cumplía órdenes”. Tenían menos dignidad que un sicario. Los oficiales y suboficiales con los que empezaría a convivir habían impartido y recibido órdenes en la Mansión Seré, un centro clandestino de detención.
Yo, el presidente del centro de estudiantes en mi escuela secundaria, el que peleaba por los derechos estudiantiles en la nueva democracia, tenía que ir a la boca del lobo. Mi novia me acompañó con sus padres a la Plaza Cagancha, en el centro de Montevideo, para que desde ahí me tomara el micro de regreso a Buenos Aires. Con apenas una semana en Uruguay volví con el “bo” y “salado” pegados en el habla, que tardarían unos días en irse, aunque yo no quisiera perderlos, porque se iban mis vacaciones y mi libertad con ellos.
Ella se quedó allá. Hubo mucha tristeza en esa despedida. Yo me traje la mía a Buenos Aires y el 5 de enero me presenté con la carta de citación en la mano en el Distrito Militar San Martín, en Ramos Mejía, en el cercano oeste del Gran Buenos Aires.
Día de perros
Primer acto
La escena transcurre en una calle desolada que bordea el arroyo de Parque del Plata. El sol está lo más arriba posible, aun así, no calienta lo suficiente, es invierno y hace frío. Dos chicos de veintipocos años, muy abrigados, caminan por el medio de la calle paseando una beba en su cochecito paragüitas. A su derecha, el agua; a la izquierda, las casas vacías.
Ella: Qué linda está la casa, ¿no?
Él: La verdad que sí, tiene… ¿Cómo le dicen al quincho? Parrillero (sonríe), a dos cuadras del arroyo, sobre la entrada asfaltada. Copada. (Él hace un ademán para sacar un cigarrillo del bolsillo de su campera).
Ella: ¡Otra vez vas a fumar! ¿Cuándo vas a dejar?
Él: ¿Pero si estamos al aire libre? ¿Qué te molesta?
Ella: Está la nena. (Haciendo una burla cariñosa). “¡Cuando nazca dejo de fumar, cuando nazca dejo de fumar!”.
Él desiste. Refunfuña, pero sabe que está en falta. Cambia de tema rápidamente mirando hacia el puente que tienen por delante sobre el arroyo.
Él: ¡Enorme ese puente! ¿Cómo se llama el balneario que está del otro lado?
Ella: ¿Acá pegado? Las Vegas. La Floresta es un poco más adelante. (Ella adopta el rol de guía local, es la que conoce el lugar). No bien pasás el puente, está la entrada a la derecha. Es muy lindo. Mirá cómo llega al mar, con esos médanos. (Se frena y con el dedo señala hacia la orilla de enfrente, siguiendo el cauce del arroyo hasta la desembocadura y un poco antes se ven grandes médanos sin ni una persona).
Él: ¿Y en verano a dónde van a la playa, acá o del otro lado? Para allá es lejos, hay que ir con el auto. Y la playa acá… no está muy buena. (Retoman el andar empujando el carrito acercándose al cordón, pasando la vista sobre la pequeña playa que bordea el arroyo).
Ella: Sí, no está buena, pero debe ser por el invierno. Por allá (se da vuelta hacia atrás y señala para una especie de terreno baldío), en esa plaza, en verano ponen una feria artesanal.
Él: (A él lo aburren las ferias artesanales, cree que no hay nada artesanal, que todo sale de un mayorista del Once e intenta molestar). ¿En dónde? ¿Qué plaza? ¡Eso es un baldío! ¡Qué pena que no estén hoy! (Ambos se ríen mientras de fondo se escucha el llanto de un bebé).
Frenan el carrito, él se adelanta, se agacha y le pone el chupete. La beba deja de llorar. Levanta la vista y sin moverse acercando la nariz a la zona del pañal le pregunta:
Él: ¿A qué hora le toca la teta?, ¿se habrá cagado?
Ella: (Conocedora de sus tetas más que del horario exacto en que debe alimentarla). Hambre, no creo. Qué sé yo, olela. Abrigada, está bien abrigada. Se despertó nomás, ya se duerme otra vez. (Con apenas 4 meses de antigüedad en el puesto ya estaba al tanto de todas las tranquilidades que imparten las madres, para sus hijos y para su esposo también).
Él acerca la nariz a la beba para olerla y hace gesto de que no con la cabeza. La arropa, la beba se calma. Se para y retoma el puesto de conductor del cochecito. Se miran, están cómodos en ese papel, están tranquilos y solos. Él le pasa el brazo por el hombro y juntos retoman el camino.
Él: No hay nadie, ¿viste? Pero nadie, nadie. Me llama la atención que no construyeron ningún edificio por acá.
Ella: En Atlántida hay uno sin terminar hace un montón, donde está el cambio. Habitado creo que solo hay uno, el que parece un barco frente a la rambla. Acá solo hacen casas bajas.
Él: Sí, pero acá frente al río te la regalo en verano. Se te llena de gente. No debe estar bueno.
Ella: Jamás se llena de gente acá. De chica veníamos siempre con mi papá y mis primos a pescar cangrejos. No hay mucha gente por acá. Esto no es San Bernardo. Pero qué te alarmas por la cantidad de gente si en las playas de allá apenas podés estirar la lonita.
Él: (Acusando recibo del ataque a su lugar de vacaciones de soltero). ¿Pero acá adónde vas a caminar después de la playa? Yo allá volvía, me bañaba, me cambiaba y me iba a jugar a los fichines antes de comer. ¿Acá qué se hace?
Ella: Igual ahora ya no, ¿no? (Lo mira llevando el carrito, como diciéndole que algo había cambiado).
Él: (En forma de risotada cómplice). Ya no, ya no. ¡Ahora quiero dormir! (Se abrazan nuevamente y siguen caminando).
Ella: La casa tiene parrillero, dos baños. ¿Viste que tienen otra habitación atrás? Ahí creo que es para mi primo. Está bien cuidada, pero seguro que le van a hacer cosas.
Él: No tenía que devolvernos el prendedor de babero de oro. Era para fundirlo y hacer las alianzas. Además ya nos habían regalado el Pérez Luna para el casamiento. (Se ríen cómplices).
Ella: No quisieron. Me devolvieron todo lo que les dimos para fundir. Son mis tíos, quisieron regalarlo ellos. Yo también la quiero mucho a Tere. Cuando éramos chicos ella se venía con mis primos a Las Toscas a pasar el día. Éramos una banda enorme. ¡La pasábamos de lindo!
Él: