La montaña y el hombre. Georges Sonnier
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A menudo se ha resaltado el gusto de los griegos por la montaña: se trataba de un pueblo que habitaba un país de relieve muy atormentado. No puede decirse otro tanto de los romanos, hombres de llanura, a quienes la montaña solo inspiraba en principio temor y repulsión. Si no tuvieron más remedio que aproximarse a ella, poco a poco, la franquearon bajo la exigencia de necesidades guerreras. Mediante altares, templos y columnatas, rematadas por estatuas o sin ellas, aquellos constructores de vías consagraron los principales pasos de los Alpes a divinidades propiciatorias. La toponimia conserva más de un vestigio de aquella costumbre. Monts Jovet y collados de Joux se refieren a Júpiter; Lautaret o Autaret nos recuerdan los altares que otrora se levantaron en esos parajes; Dea se ha convertido en Die, y Augusta en Aosta. No citaré más, pero podría escribirse todo un libro…
Pasando de la gran historia a la pequeña, no quiero silenciar la curiosa anécdota narrada por Salustio: durante la guerra de Numidia contra Yugurta, Mario asediaba con sus legiones una fortaleza edificada sobre un alto pitón rocoso del Atlas, que seguramente sobrepasaría los dos mil metros y aparentemente era inaccesible. Uno de sus soldados descubrió, por pura casualidad, una vía de escalada que él mismo exploró. De regreso al campamento, se ofreció para conducir por ella un destacamento. La empresa fue un éxito, y así fue tomada la posición. Esto sucedía en el año 106 a. C. Aquel soldado anónimo resulta ser así no solo uno de los primeros escaladores, sino también el primer guía que menciona la historia. Pero no era un romano, sino un ligur…
Para tocar temas menos guerreros, Virgilio, el dulce Virgilio, celebraría —¡pero a distancia!— el monte Viso (Vesulus), cuya elevada masa, visible desde lejos, domina todo el Piamonte, y que, durante mucho tiempo, fue tenido por la cumbre más alta de los Alpes. «Majoresque cadunt altis de montibus umbrae…». Es la montaña vista desde el llano, al que vigila, la montaña tutelar; sus sombras, al moverse, marcan la hora un día tras otro, estación tras estación.
En el año 130 de nuestra era se produce una ascensión notable, más verosímil que la de Filipo: la del emperador Adriano al Etna, cuya cima se eleva a más de tres mil trescientos metros. Por lo demás, parece que este volcán debió ser escalado bastantes veces en la antigüedad; su acceso es fácil y se encuentra aislado y bien delimitado en medio de una llanura fértil y poblada. Se conoce la famosa leyenda de Empédocles, que se arrojó en su cráter —siglo V a. C.—. Si semejante suicidio resulta más que dudoso, la ascensión de Empédocles, por el contrario, no escapa del ámbito de lo posible.
NOTAS
4 Anábasis, libro IV.
5 Apolonio de Rodas, Argonáuticas, canto IV.
EL CAMINO DE ANÍBAL
Forcemos un poco la cronología. En el siglo III antes de nuestra era se había producido en la historia de los Alpes un acontecimiento de resonancia demasiado importante para ser olvidado en esta pequeña masa de relatos mal diferenciados de la fabulación, aunque careció de consecuencias sobre la montaña en cuanto tal, hasta el punto de que, a falta de todo vestigio, ha sido siempre imposible su localización precisa.
En junio del año 218 el ejército de Aníbal abandonaba el puerto de Cartagena, en la costa levantina, y franqueaba los Pirineos Orientales. Según las evaluaciones que han llegado hasta nosotros, comprendía más de cincuenta mil infantes, cerca de diez mil jinetes y unos sesenta elefantes.
El paso del Ródano, en agosto, fue laborioso. Pero el de los Alpes, en septiembre, lo había de ser más aún, pues apenas veinte mil infantes, siete mil jinetes y unos veinte elefantes llegarían a las llanuras piamontesas. Aníbal «descendió a Italia pagando con la mitad de su ejército la mera adquisición de su campo de batalla», según la frase de Napoleón.6 En un rasgo de genio de inaudita audacia, el joven general cartaginés —¡aún no tenía treinta años!— había resuelto desdeñar el camino fácil del litoral para sorprender por la espalda a su enemigo, que le aguardaba en Provenza, y para intentar, además, congraciarse con los pueblos galos de la llanura del Po. Sabido es que estuvo a un paso de aniquilar Roma, con lo cual hubiera cambiado la faz del mundo.
Al invadir Italia, los galos habían franqueado ya mucho antes los Alpes, algunos de cuyos pasos debían por tanto ser conocidos. Pero hay mucha diferencia entre aquellas incursiones más o menos anárquicas y una expedición a distancia tan rigurosamente concebida y organizada como la de Aníbal.
Su itinerario, y particularmente en los Alpes, es un tema de controversia tan inagotable que la sorprendente falta de cualquier vestigio y de la menor prueba material irrefutable lo reduce al campo de las meras conjeturas. Son innumerables las obras, algunas de ellas auténticas tesis estratégicas, que los mejores especialistas militares dedican a esta cuestión. Pero, una vez más, a falta de elementos tangibles, sus conclusiones solo reposan sobre razonamientos basados, por su parte, en el estudio del terreno y de las dos grandes fuentes históricas: el griego Polibio, contemporáneo de los hechos con unas decenas de años de diferencia, y, dos siglos más tarde, el romano Tito Livio.
No entraremos en el detalle de tales especulaciones. En términos generales, las hipótesis pueden dividirse en tres grupos, según el valle principal que consideran:
• El sistema del alto Ródano permite la elección entre los collados del San Gotardo, del Simplón y del Gran San Bernardo.
• El del Isere se subdivide entre la Tarentaise —Pequeño San Bernardo— y la Maurienne —collados del Mont-Cenis, del Clapier o del antiguo Petit Mont-Cenis.
• Finalmente, el de la Durance ofrece tres posibilidades: la alta Durance, con el Montgenevre; el Queyras, con el collado de la Traversette; y el valle del Ubaye, con los de Larche, de Mary o de Roure.
Ello viene a decir que Aníbal pudo pasar por todas partes, desde el norte al sur de la cadena, con lo que nos quedamos en el mismo lugar.
Con todo, parece manifestarse cada vez más una cierta concordancia sobre las hipótesis que pudiéramos calificar de medias, excluyendo los pasos por el extremo norte y por el extremo sur de los Alpes, que la lógica parece descartar. En efecto, procedente de España por el Languedoc, ¿por qué había de someterse Aníbal a un enorme rodeo por el valle alto del Ródano, que incluso la concordancia de las fechas conocidas parece desmentir? Para hallarse puntualmente en el otoño del año 218 en el lugar de reunión que su destino le fijaba en Tesino y Trebia, ¿acaso habría tenido tiempo material de remontar el Valais con su pesado ejército, para pasar el Simplón o incluso el Gran San Bernardo? Y no hablemos ya del San Gotardo, que le obligaba a haber franqueado previamente la Furka. Por otra parte, la inesperada maniobra de Aníbal pretendía rodear y desbordar ampliamente las fuerzas del enemigo. Un paso por la extremidad sur de la cadena hubiera reducido notablemente una ventaja que resultaba demasiado cara. En tal caso, hubiera sido preciso que, a modo de compensación, el itinerario seguido aventajase con mucho en comodidad y rapidez a los demás, por el Montgenèvre o el Mont-Cenis. Los collados de Ubaye no parecen adaptarse a esta condición.