La montaña y el hombre. Georges Sonnier
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La montaña y el hombre - Georges Sonnier страница 8
Yo fui a Arqua Petrarca: allí, entre Venecia y Ferrara, en la encrucijada de las colinas Euganeanas, en una campiña armoniosa que recuerda las de Provenza, el poeta pasó sus últimos años y murió. Visité su casa, bella, grave y dulce, como le correspondía. Evoqué con emoción aquella gran sombra.¿Cuántas veces el hombre, al envejecer, debió rememorar el día triunfante de su juventud en que, habiendo perdido de vista a sus compañeros, escalaba la montaña deseada? ¿Y con qué nostalgia? «Cimas de este mundo y cima de la vida, ¡cuán lejanas estáis ya para mí! Escapáis de mí, inaccesibles, cuando ya me inclino hacia la tierra, que me llama y a la que debo unirme. Es el crepúsculo…».
NOTAS
10 Las frases en cursiva han sido subrayadas deliberadamente por el autor de la obra.
11 Epistolae familiares, IV. I.
12 Formulamos la misma observación que en la nota 1.
13 Ibíd.
14 Ibíd.
15 Ibíd.
EPISODIOS
En este largo camino hacia la montaña —es decir, el conocimiento de la montaña y su conquista, que debían ir necesariamente parejos—, los escasos acontecimientos sobresalientes muestran un carácter completamente fortuito. No hay entre ellos parentesco alguno, ni siquiera lejano, ni la menor relación de causa y efecto. De esta manera, cualquier clasificación que no sea cronológica resultaría arbitraria.
* * *
En el año de gracia de 1358, el primero de septiembre, un caballero piamontés, Bonifacio Rotario, de Asti, escalaba Rochemelon en cumplimiento de un voto y colocaba allí un tríptico de la Virgen.
Este personaje es poco conocido: algunos le consideran un incrédulo arrepentido, más o menos apartado del buen camino, pero deseoso de expiar al fin sus pecados; otros lo consideran un cruzado que, habiendo permanecido mucho tiempo cautivo de los infieles, fue al fin salvado milagrosamente y decidió pagar de un modo extraordinario su deuda de gratitud con el cielo. Sea como sea, esta ascensión no había sido deseada como un placer, sino todo lo contrario, concebida como una prueba y una escalofriante penitencia.
Se trata, en efecto, de una cima muy alta: más de tres mil quinientos metros. Y es sin duda una de las raras cumbres de los Alpes de tal altitud que son fácilmente accesibles. Hoy en día, un sendero conduce hasta ella desde Suse. Ninguna dificultad, por lo tanto. Se trata de un paseo: interminable, es cierto —¡tres mil metros de desnivel!— ; e interminable le debió parecer, en efecto, al caballero de Asti, por muy gran pecador que hubiera sido, abrumado bajo el pesado tríptico de bronce que llevaba. Si no es el precursor de los guías, debería serlo, al menos, ¡de los porteadores! Para no minimizar su valentía y su audacia, añadamos que se arriesgaba por terreno desconocido y que, por otra parte, podía experimentar determinados temores supersticiosos, muy generalizados en su época. ¿Qué encontraría en la cumbre? El glaciar de Rochemelon que, por la otra vertiente, desciende hacia Bessans, en Maurienne, ¿no era acaso un refugio de los demonios? Para librarse de ellos, nuestro penitente debía confiar mucho en la sagrada imagen que transportaba con tanto esfuerzo. Y aquí se nos plantea otra cuestión: para su espíritu, ¿se trataba sencillamente de consagrar la cumbre, o bien de exorcizarla?
En cualquier caso, aquella montaña se convirtió muy pronto en centro de peregrinación, reuniendo cada verano, el 5 de agosto, por encima de la frontera, a maurieneses y habitantes del valle de Suse. Pronto se construiría un oratorio cerca de la cumbre para proteger el tríptico. Pero, como hubo frecuentes accidentes debido a que ‘subían muchas personas inexpertas, hacia finales del siglo XVII el duque de Saboya, Carlos Manuel II —que había efectuado a su vez la peregrinación— dispuso prudentemente que la imagen descendiese de la altura y fuera depositada en la catedral de Suse, donde todavía permanece. El tríptico representa a un guerrero arrodillado ante la Virgen y el Niño, flanqueados por Santiago y san Jorge. Una inscripción en el zócalo recuerda el voto de Rotario de Asti, ¡que fue también un notable récord de resistencia!
Según la tradición, el peregrino alpinista debió pasar el resto de sus días en una ermita edificada en los mismos flancos de la montaña que había conquistado ad maiorem Dei gloriam. Leyenda demasiado bella, sin duda, para ser cierta…
Corriente en nuestra época, la sacralización de las cumbres ha hecho florecer en ellas gran cantidad de representaciones religiosas, a menudo célebres: cruz del Cervino, Vírgenes del Dru, del Grépon, del Géant, de la Meije… Pero un hecho semejante, en plena Edad Media, merece nuestra atención.
* * *
Algo más de un siglo después, los Alpes resonaron de nuevo con el tumulto de las armas. Eran las guerras de Italia, y, durante docenas de años, el Delfinado y la alta Provenza se vieron asolados por el paso de los ejércitos de Carlos VIII, Luis XII y Francisco I. El valle de la Durance, el collado del Montgenèvre y el «paso de Suse» habían de ser el itinerario más seguido, sobre todo al comienzo. Más tarde, serían también atravesados en más de una ocasión Queyras y Ubaye.
En 1515, año de Marignan, el grueso del ejército de Francisco I atravesó el collado de Vars, luego el de Larche y descendió sobre Coni, sorprendiendo al enemigo que le aguardaba a la salida del Montgenèvre. Aquel efecto de sorpresa fue aumentado además por la intervención de una tropa auxiliar de infantes y de mil quinientos jinetes —estos bajo el mando del delfinés Bayard—, que penetraron en Italia por el collado de la Traversette y el collado Agnel, en el alto Queyras.
Señalemos, a propósito de la Traversette, una particularidad: debajo del collado, con una altura ya respetable —más de dos mil novecientos metros—, que une Abriès con Crissolo, fue perforado en 1480, por iniciativa del marqués de Saluces, con el consentimiento del rey de Francia Luis XI, una galería o pasadizo que, pese a su modestia —menos de cien metros de longitud y apenas más de dos metros de anchura por dos de altura—, es, con mucho, el primer túnel alpino. Esta curiosidad, muy frecuentada durante un tiempo, fue restaurada poco después de 1900 y subsiste en nuestros días.
* * *
Los Alpes se convirtieron muy pronto en lugar de paso pacífico, obligatorio para quien quería ir de Ginebra, Lyon o Marsella a Turín y de Alemania a Milán o Roma sin dar el enorme rodeo del valle del Ródano y de la costa provenzal. En la Edad Media no faltaron razones comerciales para realizar tales viajes. Tampoco faltaban los motivos religiosos. Pensemos en el renombre europeo de ciertas ferias medievales. Y pensemos igualmente en todos los peregrinos en camino hacia la Ciudad Eterna, en todos los prelados que acudieron a los concilios de Basilea o de Constanza… Solo el cardenal Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II, declara haber pasado tantas veces el San Gotardo16 que sería incapaz de hacer la cuenta. Pero no encuentra nada más que decir. ¡No se trata de turismo!
Aquellos viajes eran, efectivamente, una aventura, si no siempre peligrosa, por lo menos llena de azares e incomodidades, temible para los espíritus poco arrojados. Propicia para la defensa de sus habitantes, la montaña no lo era menos para las emboscadas y ocultaba a salteadores de caminos, mucho más reales que los demonios. Los que se veían obligados a cruzarla lo hacían lo más rápidamente posible, sin pretender disfrutarla. No había tampoco razones