La montaña y el hombre. Georges Sonnier

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La montaña y el hombre - Georges Sonnier No Ficción

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tipo de viajero es el señor de Villamont, que viaja «para ver», como él mismo dice; y describe buena y honradamente lo que ve.

      Los reyes también viajaban. El 29 de agosto de 1574, Enrique II cruzó el Mont-Cenis en «litera acristalada». Aquel Mont-Cenis, tan corrientemente atravesado, del que sin embargo el cardenal Bentivoglio escribió con énfasis: «Il Monsenese, nome d’orror famoso all’orecchie d’ogni nazione». ¡El Mont-Cenis, nombre famoso por su horror en todas las naciones! Sonriamos…

      En 1625, el príncipe heredero Ladislao de Polonia franqueó el San Gotardo en silla de porteadores. Cuenta la crónica que un campesino le acompañó durante cierto tiempo a pie, dándole el brazo. Y le ofreció unos cristales «en signo de fraternidad». El rasgo es singular y bello e ilustra perfectamente el orgullo natural y tranquilo del montañés.

      La montaña que en aquel tiempo muchos aprendían a conocer —más que amar— es, como puede verse, la de los caminos, o sea, los valles y los collados; no es la de las cumbres. En 1552, sin embargo, el duque François de Candale, pariente del rey de Navarra, había intentado repetir la hazaña de Ville atacando el temible Pic du Midi d’Ossau. De Thou narra esta tentativa, de asombrosa intrepidez, que había de fracasar.

      Numerosos viajeros, sabios cartógrafos, pocos «alpinistas»… Conviene añadir a todos ellos los botánicos y los médicos que inspeccionaban la montaña en busca de hierbas. En aquel trabajo, al que se prestan especialmente las montañas de altitud media, Auvergne y, más aún, Velay ocupan un buen lugar.

      Así transcurrió el siglo XVI. En 1606, san Francisco de Sales, obispo de Ginebra, fue a Chamonix en visita pastoral, y el 18 de agosto escribió a Madame de Chantal :

      «He encontrado a Dios, absolutamente lleno de dulzura y suavidad, incluso en medio de nuestras montañas más altas y más ásperas.» El mismo san Francisco habla en otro punto del «lugar delicioso» de Talloires, a orillas del lago de Annecy, y de los hermosos pensamientos que debe inspirar. Aquí parece escucharse a un Jean-Jacques Rousseau miembro de la Iglesia… Pero no todas sus anotaciones son tan idílicas. Y, por lo demás, muy pronto va a cambiar el tono de la época.

      NOTAS

      25 20 de noviembre de 1581.

      LOS MONTES «FEOS»

      El Renacimiento había sido una época de apertura sobre el mundo. El hombre se definía y se estudiaba entonces en su medio natural, en función de lo que le rodeaba. El siglo XVII va a ser el de mayor repliegue del hombre sobre sí mismo. Su espíritu, su corazón, su alma —mucho más que su cuerpo— se convierten en los únicos objetivos de sus cuidados y de su interés. Todo se refiere a ellos. Lo que es exterior, se hace sospechoso. O, mejor dicho, indiferente. Más aún: en la medida en que el mundo que le rodea, y del que procura separarse, le resulta ajeno, rehúsa a doblegarse ante él y vive su propia vida sin el hombre y quizás contra él, y tiende por tanto a convertirse en objeto de su hostilidad. El ámbito de la mirada humana se reduce al máximo. Semejante interiorización implica sin duda una profundización que, en definitiva, es sumamente enriquecedora. Pero la naturaleza será durante algún tiempo la gran víctima de tal actitud. Solo inspira distanciamiento. En particular la montaña, a la que se califica de «molesta», «tediosa», «detestable», «triste». Estas palabras son otras tantas citas. Solamente la llanura halla a los ojos del hombre del Gran Siglo una relativa gracia. Sin duda, porque existe menos vivamente y, al no oponer obstáculo, permite ser olvidada. Además, es posible fragmentarla en jardines a la francesa… Época horizontal, en que el artificio tranquiliza: época en que la peluca —y con ello está dicho todo— reemplaza al cabello…

      Con todo, no faltan los viajeros. Incluso se atraviesa la montaña, aunque sea maldiciéndola. Abraham Gölnits publica entonces su Ulysses Belgico Gallicus; Burnet, su Voyage de Suisse, d’Italie et de quelques endroits d’Allemagne et de France. Varios ingleses atrevidos, como Thomas Coryate o John Evelyn, constituyen la vanguardia de las brillantes cohortes de anglosajones que en los siglos siguientes serían llamadas a desempeñar el papel que todos conocemos en la promoción de la montaña y el desarrollo del alpinismo. El primero cruzó tantas veces los montes que él mismo llegó a bautizarse montiscandentissimus. Pero no hay que confundirse: el hábito de la montaña no engendra familiaridad ni benevolencia. La mayoría de los que tienen que acercarse a ella solo ven la abominación de la desolación. Se aventuran con desconfianza por aquellos desolados y espantosos lugares. Podría hacerse toda una antología de los escritos que inspira entonces la fobia de las cumbres.

      El jesuita lionés Jean de Bussières, en sus Descriptions poétiques —1649—, se hace eco de la «Queja del viajero contra los Alpes»:

      Insuperables montañas, rocas, Alpes nevados,

      bultos de la tierra, orgullosos tumores,

      de sus lomos ampulosos deplorables fealdades…

      No se puede ser menos galante. A continuación, el viajero se queja largamente del obstáculo que la montaña constituye y de los peligros a que expone. Este es el mayor reproche:

      Enojoso impedimento para nuestros justos deseos,

      ¿vais a hacer siempre inútiles nuestros esfuerzos,

      oponiendo con vuestros cuerpos el enorme retraso?

      Procediendo honradamente, sin embargo, Bussières permite responder a los Alpes, acusando a su vez al hombre de ambiciones excesivas y nefastas, que la naturaleza, con su poderío, reduce a sus justas proporciones:

      Abismo de deseos, mortal insaciable,

      elevado monte de orgullo, gruta de vanidad,

      Esas rocas cuyas fronteras quieres revelar,

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      que tú tratas de orgullo y de obstinación,

      debieran servir como brida a tus ambiciones

      y romper su furor con sus fuertes barreras.

      Curioso proceso, en verdad, bajo forma poética. La respuesta, en particular, va mucho más allá de su época. Pero la montaña apenas tiene ocasión de defender así su propia causa.

      En 1669 un cierto René Le Pays fue a «Chamony-en-Fossigny», calificándolo de «feo país». Jean d’Arenthon, obispo de Ginebra, acudió también al lugar en 1680 a petición de sus habitantes, para exorcizar los glaciares de los Bossons y la Mer de Glace, cuyos sucesivos avances ocasionaban graves daños y devastaciones en el valle. La naturaleza aún «apestaba a cosa mala» y aquel viaje constituyó una aventura. El prelado debió quedar sinceramente convencido de haber llevado a cabo una acción brillante. Como quiera, los glaciares retrocedieron dócilmente…

      Un poco más tarde, el doctor alemán Georg Detherding, de Rostock, emitió toda una teoría sobre «el aire insalubre de las montañas, que hace imbéciles a sus habitantes». Nos gustaría creer que él lo experimentó largamente… Pero hay que decir, en su descargo, que todas las descripciones de la época sobre los montañeses eran lastimosas y los hacían aparecer como auténticos hombres prehistóricos.

      En Tarare había una montaña «horrible y fea» de execrable reputación: se decía que estaba infestada de bandidos y asustaba mucho a los viajeros que iban de París a Lyon, llenando así las crónicas.

      Dom

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