La montaña y el hombre. Georges Sonnier

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La montaña y el hombre - Georges Sonnier страница 9

Автор:
Серия:
Издательство:
La montaña y el hombre - Georges Sonnier No Ficción

Скачать книгу

durante largos siglos no dejasen en ella nada de sí mismas, y no nos hayan dejado tampoco nada sobre ella? La montaña no detiene al hombre, pero tampoco le atrae todavía, no le concierne. Para él significa una exigencia, que es todo lo contrario de la vocación.

      Finalizadas las guerras de Italia, el vaivén militar continuó, sin embargo, periódicamente, en los Alpes, en particular bajo Luis XIII y también bajo Luis XIV, en espera de Bonaparte. No quiero hacerme pesado entreteniéndome en aquellas vicisitudes que, una vez más, no hicieron más que agravar las condiciones de vida de los montañeses sin aportar nunca nada nuevo a la montaña ni a su conocimiento.

      No obstante, como todas las reglas, esta comporta su excepción. Y excepción importante, puesto que constituye, en el umbral mismo del Renacimiento, la primera manifestación conocida del alpinismo acrobático y el capítulo más insólito de la conquista de la montaña.

      * * *

      No es sorprendente que el rey Carlos VIII se sintiera cautivado por el aspecto del monte Aiguille, extraordinario obelisco alzado por la naturaleza sobre el camino de Italia y justamente denominado en su tiempo mons inascensibilis —monte inaccesible—. Pero sí sorprende que diera a un caballero de su séquito la inaudita orden de escalar en su nombre aquella muralla vertical, y que semejante orden pudiera haber sido ejecutada… Así, la primera escalada en roca —y en muchos sentidos la primera ascensión moderna caracterizada— fue fruto de un real capricho, y el caballero designado, un alpinista a su pesar. ¿Héroe o víctima? Podemos jugar a imaginarnos los sentimientos con que el capitán Antoine de Ville, señor de Domjulien y de Beaupré, debió emprender lo imposible y qué fuerzas le movieron en aquel «servicio ordenado»: miedo a la cólera del rey, si no cumplía su misión; ambición, en caso de éxito; osadía natural y atracción auténtica, desinteresada, hacia la aventura; fundados temores de grandes dificultades y de algo desconocido más temible todavía… Indudablemente, cuando partió había mucho de todo ello en su ánimo. Pero me gustaría saber, sobre todo, lo que experimentó durante la lucha propiamente dicha, tras la victoria y después de su regreso.

      Se impone otra reflexión: tres siglos más tarde, el movimiento general de los espíritus conduciría a escalar ante todo las cimas más altas, evitando la dificultad en lo que fuera posible: la tentación de la dificultad vendría más tarde. ¿No es extraño que una de las primeras cimas de los Alpes conquistadas por el hombre lo fuera precisamente debido a su aparente inaccesibilidad? La «primera» del monte Aiguille no prefigura, pues, lo que sería el alpinismo clásico en sus comienzos, sino el alpinismo acrobático de un Mummery. Pero hay que recordar también que, en este caso particular, quien quiso la ascensión descargó en otro la misión de efectuarla. Una cosa es querer y otra…

      Si bien la altitud del Aiguille es modesta —poco más de dos mil metros—, es evidente que, a falta de unos medios válidos de medición en aquel tiempo, esto era solo un dato completamente subjetivo. Aislado y dominando una extensa región muy suavemente ondulada, el monte Aiguille puede parecer una elevada cima. Por lo demás, no era esta la cuestión: de hecho, se trataba de un desafío a la imaginación.

      El desafío fue recogido. Antoine de Ville partió con nueve atrevidos compañeros, entre ellos el propio predicador del rey, Sébastien de Carect, y tres eclesiásticos más. Los otros eran montañeses; un carpintero y Reynaud Jubée, «escalero del rey», pues el empeño había sido cuidadosamente estudiado y preparado: las escaleras fueron útiles, así como las cuerdas que habían tenido la precaución de llevarse. Con los medios de la época, la escalada fue en parte artificial. Por otra parte, se asemeja a un asalto a aquel gigantesco castillo natural. Nos encontramos a medio camino entre el alpinismo y la guerra…

      Tras los primeros reconocimientos, descubrieron la vía mejor y superaron los obstáculos. «Hay que subir media legua por escalera y una legua por un camino horrible de ver, más terrible incluso para descender que para ascender», escribió Ville.

      Llegaron a la cumbre, que es «el lugar más hermoso jamás visto». Era el27 de junio de 1492: el año del descubrimiento de América. Antoine de Ville y sus compañeros habían descubierto su América, en forma de una amplia y suave pradera de un kilómetro de longitud por cien metros de anchura, harto inesperada en lo alto de aquellas hoscas murallas; y una manada de rebecos, más inesperada aún, cuyo origen les dejó perplejos, pues se llegó a creer que los antepasados de aquellos rebecos habían sido llevados allá por las águilas.

      Había también en aquella cumbre gorriones, así como cornejas, que hoy llamaríamos chovas. Las flores eran abundantes en aquella estación. Y Ville, como buen cortesano, observó entre ellas gran número de flores de lis…

      Bautizó su conquista: Éguille-Fort. François de Bosco, notario apostólico de la expedición, redactó un proceso verbal. Pero aquello no bastaba a nuestro hombre, que envió una carta al presidente del parlamento de Grenoble rogándole que diera la noticia al rey y solicitando que despachase a un alguacil con objeto de comprobar su presencia en la cima.

      Tras ello se instaló en la cumbre para una permanencia de cierta duración. Se preparó un refugio de piedras que le permitiera vivaquear.

      Al día siguiente, 28 de junio, se celebró una misa en la cumbre. Luego se alzaron tres cruces, hechas con pedazos de escalera, en honor de la Santísima Trinidad.

      Cuando los magistrados llegaron por último al pie de la montaña, la vista de los que permanecían en lo alto de los gigantescos acantilados les llenó de espanto. Emprendieron la fuga y Ville, desde su atalaya, tuvo que llamarles. La comprobación estaba hecha…

      El primero de julio, sin embargo, otros alpinistas fueron a reunirse con los primeros. Entre ellos se encontraba Guigues de la Tour, de un castillo del próximo burgo de Clelles. Llevaron a la cumbre «conejos domésticos blancos, negros y grises», que inmediatamente se pusieron a mordisquear la olorosa hierba de aquellas alturas.

      A los seis días de ocupación se decidió la retirada. Los atrevidos expedicionarios descendieron sin accidentes, pero no sin dificultades. Y la montaña recobró la soledad que habría de conservar por espacio de tres siglos y medio.17

      Episodio asombroso18 y singular en el contexto de su época, pero carente de toda significación profunda: no pasa de ser algo accidental y no tiene relación con nada de cuanto lo precede o lo sigue en la historia humana de la montaña. Mas no por ello la conquista del Aiguille dejó de ser la primera manifestación deportiva del alpinismo, cuyo primer testimonio espiritual está representado, por su parte, por la ascensión de Petrarca al Ventoux.

      * * *

      Un cuarto de siglo más tarde tuvo lugar otro acontecimiento notable, a siete u ocho mil kilómetros de allí, precisamente en aquella América descubierta el mismo año de la «primera» del monte Aiguille. Efectivamente, el año 1519, en México, un capitán de Cortés llamado Diego de Ordaz escaló el Popocatépetl con un puñado de compañeros. En este caso se trata de una cima de casi cinco mil quinientos metros, ¡y semejante récord de altitud no sería batido hasta unos siglos después!

      Pero ¿cuál era el fin de aquella expedición? Únicamente ir a buscar al cráter del volcán el azufre que faltaba a las tropas de Cortés, en guerra contra los aztecas de Moctezuma, para fabricar pólvora. Lo consiguieron. Pero estamos muy lejos de Petrarca; y también de Saussure….

      * * *

      Rochemelon, monte Aiguille, Popocatépetl… En ninguno de estos tres casos, tan notorios, el objetivo de la ascensión había sido el auténtico deseo ni el amor desinteresado por la montaña. Solo constituía el medio para un fin ajeno a ella. El espíritu del que un día había de nacer el alpinismo no se concebía aún.

      Y,

Скачать книгу