La montaña y el hombre. Georges Sonnier

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La montaña y el hombre - Georges Sonnier No Ficción

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El collado de Septimer, en los Grisones, es en esta época aún más frecuentado.

      17 El 16 de junio de 1834, un pastor llamado Jean Liotard intentaba y conseguía la segunda ascensión, solo y sin ningún artificio técnico.

      18 Tan notable que Rabelais, en su Pantagruel (Cuarto Libro, cap. LVII), aludiría al monte Aiguille.

      ENCUENTROS FALLIDOS

      Para romper aquel largo e interminable silencio, en ausencia de un movimiento general de los espíritus, faltaba un encuentro afortunado, semejante al de Petrarca con el Ventoux; es decir, de la montaña y un hombre excepcional por su inteligencia, su cultura y su sensibilidad, y también por su renombre, capaz de atraer la atención de una minoría selecta de seguidores sobre cualquier objeto de su interés.

      Las posibilidades para un encuentro semejante parecieron a punto cuando, hacia comienzos del siglo XVI, Leonardo da Vinci fue a los Alpes Peninos para realizar excursiones. Algunas de sus notas, y el nombre de «Monboso» que se encuentra entre ellas, han inducido abusivamente a creer que hubiera escalado el monte Rosa. De ahí se originó una especie de leyenda, perfectamente inverosímil si se consideran por un solo instante la índole de esta altísima cumbre, las dificultades y los peligros glaciares de su acceso, por una parte, y la inexperiencia total de los hombres, así como la falta de un equipo adecuado, por otra. Algunos opinan que se trata del monte Viso, pero esta hipótesis tampoco resiste el examen. Es mucho más verosímil creer que ese «Monboso», que no se encuentra en ningún mapa, fuera en realidad el Monte Bò —o también Cima di Bò—, cumbre fácil de unos dos mil quinientos metros que domina la Valsesia, no lejos del monte Rosa, como un espléndido mirador.

      He visto —escribe Leonardo— el aire tenebroso por encima de mí y el sol que bañaba la montaña, más luminoso que en las llanuras bajas, porque se interponía menos espesor de aire entre la cima del monte y el propio sol.

      Es una descripción exacta, casi científica. No cabe ninguna duda de que aquel genio incomparable sintió la profunda belleza de la montaña. Pero, como hombre del Renacimiento, pretendía descubrir y comprender tanto como gozar. Y además, su interés era de pintor, sus mismas observaciones físicas tenían ante todo la finalidad de servir a sus investigaciones personales. La montaña no es más que un objeto, lo mismo que en sus cuadros solo es, al fondo, un accesorio sublime. Habiendo llegado una vez hasta ella, Leonardo la abandonará sin intentar volver a ella, y experimentará sucesivamente con todos los demás misterios del mundo, pero sin detenerse en ninguno, a no ser el del alma humana y su sonrisa, a la vez transparente y opaca, que refleja la claridad, pero al propio tiempo la absorbe.19

      * * *

      Tres cuartos de siglo más tarde, los Alpes tendrán otro visitante de nota. Pero este no es un escalador: es un viajero, y no hace más que pasar…

      En 1580, Michel de Montaigne abandonaba su señorío guyenés para iniciar un largo periplo: llegó hasta Italia, pasando por Suiza y Alemania. En el oto­ño de aquel mismo año, pasó el Brenner, de Insproug (sic) a Brixen. He aquí la montaña. ¿Qué vio en ella? ¿Qué le llamó la atención? ¡Nada! O mejor dicho, los pueblos, las iglesias, las «hosterías», los castillos, las inscripciones: en una palabra, las huellas del hombre. Pero solo esto.

      Un año más tarde, Montaigne regresaba a Francia. Pero esta vez pasó por el Piamonte y la Saboya y franqueó el Mont-Cenis.

      El primero de noviembre de 1581 estaba en Suse: «El día de Todos los Santos —escribe— salí de allí y fui a Novalèse, una posta, donde tomé ocho marrons20 para hacerme llevar en silla hasta lo alto del Mont-Cenis y hacerme “deslizar” luego por el otro lado.»

      Aquí finaliza la parte del Viaje que Montaigne había tenido la coquetería de escribir en italiano. Luego prosigue:

      Aquí se habla francés. De manera que dejo ese lenguaje extranjero, que empleo muy fácilmente, pero seguramente muy mal también, sin haber tenido el placer, por estar siempre en compañía de franceses, de aprender nada que valiera la pena. Pasé la ascensión del Mont-Cenis la mitad a caballo y la otra mitad en una silla llevada por cuatro hombres21 y otros cuatro que les refrescaban.22 Me llevaban sobre sus hombros. La subida es de dos horas, pedregosa e incómoda para los caballos que no están habituados, mas, por otra parte, sin riesgo ni dificultad: porque como la montaña se alza siempre en todo su espesor, no se ve ningún precipicio ni más peligro que el de tropezar. Por debajo de vosotros hay un llano de dos leguas, varias casitas, lagos y fuentes, y también la posta: nada de árboles; solo hierba y prados que sirven en la buena estación. Entonces todo estaba cubierto de nieve. El descenso es de una legua, cortada y recta, en la que me hice arrastrar por los mismos marrons; por el servicio completo de los ocho pagué dos escudos, aunque el que te arrastren solo cuesta un testón.23 Es un agradable juego, pero sin ningún azar ni gran espíritu. Comimos en Lanebourg,24 a dos postas, que es un pueblo al pie de la montaña donde está la Saboya; y fuimos a dormir a dos leguas, a otro pueblecito. Allí hay por todas partes muchas truchas y excelentes vinos, tanto a viejos como nuevos.

      «Hay muchas truchas y excelentes vinos…» Esto es todo lo que tiene que declarar este gran espíritu, tras haberse visto cara a cara con la montaña. En este día, tal es su único juicio de valor. La montaña no ha despertado en él ni el menor sentimiento. «¡Tienen dos ojos y no ven!» ¡Cuán lejos estamos de las emociones de Petrarca! El bueno, el gran Montaigne, es un humanista y un sabio. Pero no es un poeta. Sus reacciones prefiguran la edad clásica, en la que el hombre, haciéndose centro del universo, solo tiene ojos e interés para sí mismo. La naturaleza quedará borrada durante un tiempo. Después de la ignorancia sobre las cosas de la montaña y los temores que había engendrado, se acerca para ella una era de indiferencia.

      NOTAS

      19 En su Tratado de la pintura, Leonardo da Vinci enseña a pintar la montaña con una minuciosidad y una exactitud extremas —que demuestran hasta qué punto le fue provechosa, profesionalmente, su ascensión—. Pero no enseña a verla…

      20 Porteadores.

      21 Una litera.

      22 Los relevaban.

      23 Testón: moneda que data de Luis XII.

      24 Lanslebourg.

      UNA CIERTA MIRADA…

      Entre la ignorancia medieval de la montaña y el desconocimiento de que dará pruebas el siglo XVII, el Renacimiento marca una pausa o, si se prefiere, abre un paréntesis: por ello merece que nos detengamos un poco en él.

      La Edad Media había coronado la montaña, donde era accesible, con castillos defensivos; y, más todavía, donde no lo era, la había poblado de leyendas en las que el diablo tenía un considerable papel. Al tomar la superstición el lugar del conocimiento, se habían dedicado al diablo gran número de rocas, pasos y boquetes, así como puentes célebres tendidos por él sobre los abismos por medio de pactos sacrílegos en los que finalmente quedaba burlado… Las numerosas minas montañesas de cobre, plomo y plata olían igualmente a azufre… Había desfiladeros del Enfer, gargantas del Infernet, Malaval, Vía Mala. Los glaciares eran poseídos por dragones, pues ambos tenían un espinazo rugoso y resquebrajado. También las hadas se mezclaban con el paisaje y tenían sus propias grutas, sus columnas y sus chimeneas. La imaginación y las creencias ingenuas suplían así a la razón vacilante. Pero todo ello no era muy serio ni muy positivo. La montaña no había

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