La montaña y el hombre. Georges Sonnier
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La montaña y el hombre - Georges Sonnier страница 13
«La Cartuja es un desierto tan feo…», escribirá por su parte Du Mont en sus Voyages —1689—. De nombre predestinado, Du Mont detestaba cordialmente la montaña… pero la recorría en todas direcciones.
No la trataba mejor el ilustre Bossuet: las dulces colinas renanas se convierten para él en «montañas inaccesibles, precipicios… feas montañas».26
Fléchier, por el contrario, al atravesar la Auvergne hallaba cierto encanto en sus montañas, por lo menos en las más bajas. Pero reprocha a Clermont el estar edificado a sus pies…
Balthasar Grangier de Liverdis, doctor en la Sorbona, aconsejaba en su Journal de voyage de France en Italie —1660-1661— pasar por Marsella y tomar la vía marítima, por incómoda que sea, para «evitar las difíciles y feas montañas de las Suizas y el Mont-Cenis».
Y he aquí como veía él el benigno «Puis-Domme» —Puy-de-Dôme—: «Esa fea montaña que no os parece muy lejos a causa de su horrible altura».
Cuando, entre 1648 y 1651, Pascal empleaba sus famosas experiencias sobre la presión atmosférica, se contentó con ascender a la cumbre de la torre Saint-Jacques, enviando al Puy-de-Dôme a su cuñado Périer, quien no lo había encontrado feo ni horrible. A decir verdad, parece que no tuvo de él ninguna impresión, porque solo tenía ojos para su columna de mercurio…
En fin, como puede advertirse, la execración es general. Los montes solo pueden ser feos,27 y su mero nombre suscita inevitablemente este epíteto. Se trata de un concierto delirante y sin casi discordancias, del cual solo he entresacado unas pocas citas para documentar al lector —y también hacerle sonreír—. ¿No se llega hasta el punto de reprochar a las montañas el que impidan caminar? Mucha gente tiende hoy a quejarse de lo contrario. Un digno inglés declaraba muy seriamente: «Me gustarían mucho los Alpes, si no hubiera montañas…».28 Este último rasgo me dispensa de continuar. Permítaseme, espero, esta reflexión: fundado o no, el horror es un sentimiento; es decir, frente a la montaña se da una reacción subjetiva, viva, susceptible de evolución o de metamorfosis. De los «montes espantosos» a los «montes sublimes», a pesar de las apariencias, no hay más que un matiz de la sensibilidad. Ese paso podrá ser dado gracias a una pequeña reacción contra los excesivos rigores del siglo clásico, mediante una moda, una nueva manera de ver y sentir. Así llega a su término la prehistoria de la montaña.
NOTAS
26 Oración fúnebre de Luis de Borbón, 1644.
27 En el sentido de terrorífico: «belleza aterradora», pudo escribir Delille…
28 John Spence.
Solo se vence
verdaderamente
lo que se ama.
HENRY DE MONTHERLANT
INVENCIÓN DE LA MONTAÑA EN EL SIGLO XVIII
Cualquier época se define y se afirma contra lo que la ha antecedido inmediatamente. Y lo que hemos convenido en llamar progreso es más el fruto de una serie de rupturas que de una evolución continua. La historia de la humanidad apenas se explicaría sin tales mutaciones. Así, el admirable y austero rigor del siglo XVII debía dar paso con toda naturalidad a una liberación del espíritu y de las maneras de ser; la mirada interior, a una abertura nueva sobre el mundo. Pero como jamás nada se vuelve a producir de una manera idéntica, no se trataba en el siglo XVIII de recomenzar el Renacimiento, aunque fuera su heredero —como también el Renacimiento era heredero del siglo clásico, y se opuso a él—. La eterna necesidad de saber permanece, pero cambia de objeto. El conocimiento del mundo sustituye al conocimiento del hombre o lo engloba, negándose a considerarle in vitro, fuera de su medio natural y social. Más abiertamente que durante el Renacimiento, el pensamiento se ve libre y rechaza toda sujeción religiosa. La razón, si es poderosa, debe dejar su margen a la observación, al empirismo. La curiosidad intelectual es grande y se fija en toda clase de objetos: es la hora de la Enciclopedia. A un racionalismo puro sucede un racionalismo natural. ¡Hermosa época para los filósofos de la sociedad y también para los físicos y los naturalistas! Hay un deseo de conocimiento que no es nuevo, pues procede del Renacimiento. Lo que es nuevo, en cambio, es que respecto de la naturaleza, y por vez primera, esta curiosidad se desdobla pronto en un sentimiento que prefigura el romanticismo. Y esto es capital en la historia de la montaña: la actitud del hombre frente a ella no es más que una parte de una actitud general respecto al universo que le dicta su comportamiento.
Hasta entonces, la montaña solo había sido un objeto para él; un objeto y un medio utilizados para sus fines personales, pacíficos o guerreros.29 Incluso para el pintor no era más que un decorado, es decir, un accesorio. Por el contrario, el sentimiento de la naturaleza la convierte en un tema sublime y un fin en sí misma. La anima y, de este modo, permite una identificación afectiva con el hombre. El diálogo se hace posible: el poeta, el escritor, apostrofan a la cumbre, al lago o al torrente y les hablan en segunda persona. Al hacerlo así, los nombran, y de esta época data la necesidad de atribuir a cada cima un nombre preciso. En suma, más que a un descubrimiento se llega a la invención de un personaje, que existe ante el hombre como un ser ante otro ser. Este es el primer estadio del alpinismo, en la medida en que la acción cuenta en definitiva menos que la idea que la engendró, siendo en cierto modo el resultado visible de aquella. La conquista de la montaña es ante todo una conquista de la imaginación.
Pero el origen del alpinismo es doble: en él pesa tanto la curiosidad como el sentimiento. Para darle vida fue precisa la sorprendente conjunción, hacia mediados del siglo XVIII, de un racionalismo científico —ya no abstracto, sino basado en la observación y la experiencia— y el sentimiento, ya romántico, subjetivo, de la naturaleza. No hubiera bastado con solo el primero de ellos. La conquista de la montaña es empresa de hombres que la habían soñado y amado ya antes de acercarse a ella. Se debe al amor, en lo que tiene de desinteresado, y no al mero deseo de conocimiento. Pero es cierto que uno y otro tuvieron su justa parte y que los primeros alpinistas fueron también, a su modo, exploradores. Sabios en su mayoría: naturalistas o físicos, pero igualmente escritores o pintores, incluso ambas cosas a la vez, es decir, gentes capaces de experimentar emociones y de expresarlas; eran hombres completos, en quienes se manifiesta la doble incitación del espíritu de investigación y del sentimiento.
* * *
A comienzos del siglo, el profesor y médico suizo Scheuchzer —en quien pudiera verse en más de un aspecto un sucesor de Gesner— llevaba a sus alumnos de viaje a los Alpes suizos, con un objetivo declarado de orden científico: investigaciones geográficas, botánicas o geológicas —«Itinera per Helvetiae Alpinas regiones»—. Pero Scheuchzer y sus jóvenes compañeros mantenían los ojos muy abiertos frente a todo lo que les rodeaba. Declaraba el profesor: «Los Alpes son como un museo de las maravillas de la naturaleza». Y, por otra parte, elogiaba los beneficios que reporta la marcha por la montaña…
Pero la naturaleza —y en especial el ambiente montañoso, que seduce por su carácter agreste— se pusieron de moda sobre todo a mediados de siglo. Porque se trataba de una auténtica moda, con sus correspondientes excesos que inducían, donde faltaban las rocas verdaderas, a construir otras falsas; y las falsas rocas conducían a veces al falso sentimentalismo y a la hipérbole. Bernardin de Saint-Pierre no estaba muy lejos…Tras haber sido «feas», las montañas se habían convertido en «celestiales» e incluso «divinas».
Hoy día tendemos