96 grados. Eusebio Ruvalcaba
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Y cumplió. Cuando menos hasta donde más pudo.
Se sometió a una terapia que le pagaba el Estado. La psicóloga era una mujer entrada en años, más amargada que la directora de un reclusorio femenino. No hubo entendimiento posible. La doctora no quería escuchar razones sino sentimientos de culpa. Arrepentimientos. A base de amenazas, le hizo jurar que no bebería más, que era un mal ejemplo para la sociedad civil. Incluso le recetó medicamentos, con la advertencia de que si bebía sufriría un shock brutal.
Tampoco podía dejar de ir a la terapia, porque el Estado le aplicaría una multa además de que menos le permitiría ver a Joaquín y Omar. Así que decidió seguir yendo con la salvedad de que no escuchaba nada, de que hablaba por hablar; menos tomaba el medicamento.
Hizo a un lado los zapatos, extrajo la botella con terrible apremio, tomó el vaso y vertió una buena cantidad de whisky, la mitad. Sin tapar la botella ni preocuparse por volverla a su sitio, se llevó el vaso a la boca y bebió con tanto aplomo como nerviosismo. Hasta dar cuenta del contenido. De su boca escurrían hilos del whisky que se había desparramado por la ansiedad. Contempló el vaso y decidió beber un trago más. Con eso sería suficiente. E iba a llenarlo, cuando escuchó la voz inconfundible de Omar en un grito que le perforó los tímpanos:
—¡Papá, estás tomando! ¡Te voy a acusar con mi mamá!
—¡Espérate! —le ordenó al mismo tiempo que le arrojaba el vaso para detenerlo. O cuando menos hubiera jurado que ésa había sido su intención. El vaso siguió una trayectoria limpia y recta hasta la cabeza del niño. Se impactó un poco arriba de la oreja derecha. De ahí se desvió hasta estrellarse en el marco de la puerta y hacerse añicos. Omar se tambaleó, y, siguiendo su propia inercia, se precipitó escaleras abajo, dejando un rastro de sangre a su paso.
Joaquín salió corriendo de la sala —desde su ángulo de visión había visto rodar el cuerpo de su hermano como si fuera un muñeco de trapo. ¡Qué pasó? ¡Qué pasó?, preguntó a gritos. Parecían aullidos de una garganta animal. Con seguridad los vecinos llamarían a la puerta.
Mariano Sepúlveda apenas llegó a tiempo para tapar los ojos de Joaquín. No quería que mirara.
—Omarcito se cayó y se descalabró —respondió mientras ponía su mano en el pulso de Omar. No sintió correr la sangre ni pálpito alguno.
Eructó el whisky. Siempre le pasaba lo mismo con el Buchanan’s.
—Háblale a tu madre y dile que venga de inmediato. Que tu hermano sufrió un accidente. Que se cayó de la escalera —ordenó sin dejar de felicitarse por el domino que sentía crecer dentro de él.
Por su cabeza un dilema empezó a dar vueltas de un extremo a otro: Qué era más importante, ¿que se lavara la boca o que subiera a recoger los cristales?
Dolly
Estoy preso en el Reclusorio Oriente de la Ciudad de México, y la verdad no espero regalos ni sorpresas de nadie. Porque es una ilusión que carece de todo sentido. Cumplo una sentencia de 19 años, y desde que el juez la dictó vi venir lo que iba a pasar. Mi mujer emigró a la ciudad de Villahermosa, de donde es originaria.
No sé exactamente por qué hice eso. Me refiero a lo que hice. A lo mejor la decepcioné —eso es seguro pero no es tan grave como para marcharse—, quizás tenía un amante en puerta. Qué sé yo. La cosa es que se vino a despedir de mí, en compañía de mis hijos. Tengo dos —niño y niña. En ese entonces, cuando me vino a decir que se iba de México, ellos tenían cuatro y seis años de edad: el niño —Francisco, Paquito—, cuatro, y la niña —Irene—, seis. Me besaron de despedida, aunque por fortuna no vi lágrimas en sus ojos. Quién sabe qué les habrá dicho su madre, pero no creo que la verdad. A los dos años regresaron. No sé si fue poco o mucho tiempo. La verdad no sé qué pensar. Pero regresaron. Conversamos un rato, y entonces mi hija extrajo de su mochila lo que pensé que era un oso de peluche, y que resultó un perro. O mejor dicho una perra. Viva. Se llama Dolly, como el borrego clonado, dijo. Te lo traje porque como tú eres veterinario, pensé que iba a ser un bonito regalo para ti. Lo puso en mis manos y se fue. Con su madre y con Paquito.
A la semana, ya estaba yo enamorado de Dolly. Qué animal tan extraordinario. Dulce y cariñoso. Noble. Dormía conmigo en mi estancia. En mi cama de cemento. Aclaro que la estancia es el dormitorio comunal. Originalmente cabemos ocho presos, pero solemos dormir hasta veinte. En el suelo, encimados, como sea. Uno de ellos, Gerardo el Pezuñas, duerme de pie. Por más increíble que parezca. Siempre me llamó la atención. Hasta que me acostumbré. Como todos.
Dolly iba conmigo a todos lados. Caminaba a mi costado derechita, muy oronda. Algunos compañeros sabían su nombre y la llamaban, pero ella jamás acudía. Yo no se lo había prohibido —hay perros que obedecen órdenes que jamás les han especificado—, pero, como si fuéramos amantes, prefería quedarse a mi lado.
Nunca tuve un problema con ella, quiero decir, que mordiera a alguien o se hiciera del baño en algún sitio inapropiado, menos aún infidelidades como las habría tenido si fuera una mujer. Me refiero a que las mujeres que acostumbran visitar a su marido en los días familiares, terminan acostándose con algún otro convicto con tal de conseguir droga para su cónyuge —más aún: suele pasar que la esposa se enamore del díler y termine abandonando a su marido. Asunto de lo más común en una cárcel.
Como dije, con Dolly no había la menor oportunidad de que esto pasara. A lo más que llegó, fue que un custodio la quiso jalar del pelo. Con el jalón y palabras procaces intentó convencerla. Dolly —de raza callejera, de estatura mediana hasta la cruz, de colmillos largos y punzantes, fuertes como la artillería de un tigre— lo mordió en el dorso de la mano. Fue suficiente. El custodio la dejó en paz. No sin antes pedirle una disculpa que provocó la aprobación y la risa de quienes se encontraban cerca.
Por fortuna, el custodio fue trasladado a otro penal —cosa que se acostumbra para evitar camaraderías entre el personal de seguridad y los convictos—, y yo habría perdido la conciencia del tiempo, es decir de la edad de Dolly, de no ser porque llevaba la cuenta de los años que tenía conmigo —cada año le hacía una muesca en mi banca. Siete en total. Tiempo en el que no había cruzado la menor palabra con mi ex mujer —aunque no nos habíamos divorciado, obviamente la consideraba mi ex—, ni con mis hijos, cosa que sí me dolía.
Si en siete años alguien pudiera decir que suceden cosas, yo no podría afirmarlo. Dolly era mi ángel guardián. Caminábamos juntos por todos los rincones del reclusorio. No se separaba de mí ni yo de ella. Incluso alguien nos tomó fotos y aparecimos en un programa de televisión que algún canal cultural había hecho para difundir la vida de los presos. Como quien dice, las ventajas y las desventajas de vivir privado de la libertad —que también tiene sus ventajas, hay que decirlo. Aunque eso nunca quedó claro en el programa televisivo.
Digo que el tiempo siguió su marcha, y las cosas no parecían sufrir ningún cambio. Hasta que empecé a notar cambios en la conducta de Dolly. Lo atribuí a su edad. Ya pintaba canas. Pero cuando digo que su conducta estaba cambiando, lo que quiero decir es que solía brincar de mi cama de cemento en las noches, y perderse en los pasillos del penal. No era común que los custodios dejaran salir a nadie de la estancia, pero con Dolly no había problema. Simplemente se ponía de pie y arañaba la puerta. Yo al principio me inquieté — nunca llegué realmente a preocuparme—, pero no corría ningún peligro. Todo