96 grados. Eusebio Ruvalcaba

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96 grados - Eusebio Ruvalcaba Cõnspicuos

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más que unos 13 años, Lupe 18. Hola, les disparo una nieve, ¿quieren? Bueno, porque está dura la calor, contestó la Lupe en el acto. Yo dije, achi, y ora. Qué mosca le picó a ésta, ya no se hace nada del rogar, y más de éste que ni siquiera está guapo. No, yo no quiero, prefiero oír la música, contesté. No, no, vente tú también, me dijo la Lupe, si a ti la música ni te gusta. Y ya se pueden imaginar: dos muchachas comiendo nieve de tamarindo y nieve de guanábana en la Polo Norte con un muchacho. No tiene nada de especial. Yo lo oía platicar y me dije, bueno, pues no es tan tonto. Nos dijo que estaba en el primer año de derecho en la universidad del estado, que ya estaba trabajando con unos licenciados y que su mira era ser gobernador del estado. Que pues él no era de Guadalajara sino de Zapotlán, la tierra de mucha gente talentosa, dijo. Que vivía solo en la Perla Tapatía y que realmente necesitaba alguien, una compañía, alguien con quién platicar, ir al cine, dar la vuelta, pues. N’ hombre. Los 18 años de mi hermana se alborotaron reduro. Luego luego le dio entrada. Para qué decirles que a la otra semana ya eran novios. Mi mamá se enteró porque Lupe le tenía mucha confianza, y a cada ratito, ya se imaginarán: “Mati, acompaña a tu hermana”, “Mati, no te separes, ¿eh?”.

      Y todo iba muy bien, con los desayunos domingueros en el mercado de San Juan de Dios, las visitas al Agua Azul para ver los animales y los nombres de los músicos, y las escapadas a los Camachos para asolearnos un ratito, hasta que conocí las fotos donde el Gus estaba en pelotas. Tenía un pitón loco, creo que ya se los dije, fácil como de unos veinticinco centímetros. Bien parado. Los huevos se le veían duros, tiesos, bonitos. En la mano izquierda tenía un vaso y en la derecha una botella. Se estaba riendo como diciendo gócenme, miren nomás qué pitote tengo. Mi hermana me llamó al baño y me dijo: “Te voy a enseñar un secreto pero no se lo vayas a decir a nadie, ¿eh?” No, Lupe, por Diosito lindo que no, le respondí. Mira, y órale que me enseña las fotos. Eran dos. Újule, tamaños ojotes que habré puesto porque mi hermana me dijo ¿te gusta?, ¿bien que te gusta, no es cierto? Pues es que, no sé, yo nunca había visto un hombre sin ropa. Ay, Mati, te voy decir lo que me dijo. Que esto es maravilloso, que cuando viera las fotos me pusiera la mano en mi cosita y que sintiera cómo empezaba a palpitar y a palpitar y que me apretara cada vez más duro y que cada vez iba a sentir cómo aumentaban las palpitadas. ¿Y es cierto?, le pregunté. Claro, prueba tú. Y pa qué les cuento. Que agarro la foto, que me bajo los calzones —ay, quién sabe por qué siento tan bonito cuando digo que me bajo los calzones—, y que me empiezo a tallar mi cosita, así, de la manera más natural, una y otra vez, hasta que empecé a perder la cabeza y no podía parar y cada vez me tallaba más fuerte y que suelto la foto y ya nomás con los ojos cerrados imaginándomelo con esa cosota bien parada y tálleme y tálleme y sentía que mis manos se empezaban a resbalar y que mis dedos se me iban para dentro y empecé a gemir Gus, Gus... y entonces mi hermana que me sacude y que me dice ya está bueno, ya está bueno, cálmate... Pufff, sentí que había entrado al paraíso.

      A la mañana siguiente fuimos al parque Alcalde. Gus nos llevó a la remada. Le habló temprano a Lupe y le dijo que si iban a la remada, que estaba de exámenes y que iba a salir temprano, como a eso de las diez. Bueno, nos vemos como a eso de las once, en la entrada del parque, chao. Hubieran visto la sorpresa que se llevó cuando me vio llegar con mi hermana Lupe. Preguntó que por qué había ido yo, y mi hermana le respondió que ella sin mí no iba a ningún lado y que además yo ni molestaba porque para eso llevaba mi estuche de costura, para atender eso y no molestar. Bueno, si no hay más remedio, vamos, dijo el Gus. Primero pasamos por el puesto de don Matías, el que tiene ahí siglos, y el Gus se puso guapo y nos disparó un pepino con chile, limón y sal. Después nos sentamos a ver el reloj más grande de Guadalajara, el que está en el piso y está hecho de flores. Yo, como si nada, se los juro, teje y teje. Pero entonces vi que Lupe sacó de su bolsa las fotos y me señaló como diciéndole al Gus “mira, ella también te gozó”. Y pa luego es tarde. Se paró el Gus y nos dijo a las dos, muy encarameladito, que ni qué: “Muchachas, vamos a la remada”. Ahora sí, ahí mero pude comprobar que los hombres cuando quieren cambiar, cambian en serio. Primero nos ayudó a levantarnos, luego empezamos a caminar y él se puso en medio con nosotras a su lado. Pasamos frente al fotógrafo que está a un ladito de la fuente principal y le dije al Gus, nomás pa’ tantearlo, si los tres nos sacábamos una foto juntos. Claro, Mati, Matita, no faltaba más. Fuimos y nos sacamos una donde nuestras caras se ven atrás de las ventanas de un avión. Ustedes a la mejor no las conocen porque no en todas partes hay. Miren, les voy a explicar. Es como un cartón inmenso que tiene dibujado un avión volando entre las nubes y donde van las ventanas tiene agujeros para que uno se pare atrás del cartón y parezca que vas de pasajero, no sé si me entiendan. Hay un surtido a todo dar. Está el hombre fuerte sin cabeza, nomás para que llegue el flaquito y ponga la cabeza en su lugar donde va la cabeza del fuerte y salga retratado como Silvester Stallone con calzoncito de Tarzán. También está el charro con la china poblana y el novio cargando a la novia. Hay de todo para el que quiera un bonito recuerdo.

      ¿Qué, nos vamos a la remada? —preguntó Lupe. Claro —dijo el Gus. Alquilamos una de a cincuenta pesos la hora. “La número veinticinco”, me acuerdo que dijo el encargado, “está hasta el final”. ¿Qué se imaginan ustedes, que el Gus se iba a poner a remar? Pues no; nos dijo: “Muchachas, remen para su sultán y llévenlo a pasear por el Mar Negro”. El Gus se sentó atrás de nosotras y nos empezó a decir un-dos, un-dos, un-dos, y nosotras ahí, como pudimos, le fuimos dando hasta alejarnos de la gente y quedarnos solitos por la otra orilla. Entonces, en un tono muy galán, que nos dice —y de esto sí me acuerdo muy bien porque estaba yo en mis cinco, como si lo estuviera viendo: “Mamacitas, volteen, muñecotas”. Bueno, y que volteamos y nos llevamos la sorpresa del año: el Gus se había bajado los pantalones y los calzones hasta las rodillas y nos estaba enseñando un pito grande, bien parado y bien tieso. Lupe no supo ni qué decir, nomás suspiró bien hondo. Yo sí. Le dije: ¿me dejas tocarlo? Pero con cariño, mamacita, me dijo. ¡No, yo primero!, y se abalanzó mi hermana. Y lo empezó a acariciar a morir y a mí me entraron una envidia y una desesperación espantosa y le dije que me dejara tocarlo, que por favor, que me estaba volviendo loca. Espérate, mi reina, que tu hermanita lo está gozando ahorita, no estés jodiendo, me gritó el Gus. Y me desesperé más y entonces me dije: debe compartirlo, a fuerzas. Y entonces me acordé y abrí mi estuche de costura, saqué las tijeras y les grité que o me daban chance o que por Diosito que está en los cielos que se las enterraba. Cálmate, espérate, sí, cómo no, dijo el Gus. Tranquila, tranquila, me siguió diciendo, me dijo que soltara las tijeras, que con esas cosas no se jugaba. Apartó a la Lupe y con mucha tranquilidad, sin dejar de mirarme —porque tenía una mirada, así, como que imponía—, se fajó, fue hasta mí, me las quitó y las echó al agua. Y la Lupe como siempre, como burra, sin decir ni hacer nada. Entonces el Gus dijo que había sido suficiente, que ahí moría, que a él no le gustaba tener problemas porque él era un buen chico —así dijo, un buen chico—, y que nosotras dos íbamos a acabar por ser un problema para él y que se le podía venir abajo su asunto de la gubernatura del estado que tenía pendiente. Entonces se sentó y se puso a remar para atrás y mi hermana le preguntó muy quejumbrosa que si ya no eran novios, y el Gus le dijo que qué novios ni qué naranjas, que si mejor no quería su nieve de limón. Y entonces yo me armé de valor y le pregunté que qué pasaba con la promesa del pito y él me dijo que al carajo, que qué pito ni qué madres, y que no lo siguiera molestando que ya había tenido suficiente susto, y que nos lo repetía, que ahí moría, que él era hombre de una sola palabra. ¿Ah sí? A mí me vas a dar porque me das, le dije. Y en un santiamén me subí la falda y me bajé los calzones y n’hombre, orita no, nunca, forgueret, fue su comentario. ¿No?, y que me empiezo a tallar, pero ora sí con más fuerza y más cariño porque lo tenía enfrente y al ratitito noté cómo le empezaron a cambiar los ojos, y yo cada vez más mojada y por fin el Gus que suelta los remos, que dice “hija de tu madre, mira nomás qué buenota estás”, y que me la deja ir hasta adentro, así, sin más ni más. Quién carajos se iba a acordar de mi virginidad en ese momento.

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