Silas Marner. George Eliot
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Quizá les habían oído decir a sus padres, a medias palabras, que Silas Marner podía curar el reumatismo si quería, y agregar, más misteriosamente aún, que, si se sabía captarse a aquel diablo, podía evitar los gastos de médico.
Tales ecos extraños y retardados del antiguo culto del demonio podrían ser notados todavía en nuestros días por quien escuchara hablar a los campesinos de cabellos blancos; porque el espíritu inculto asocia difícilmente la idea de poder con la bondad.
La concepción obscura de un poder del que se puede conseguir, mediante mucha persuasión, que se abstenga de hacer daño, es la forma que el sentimiento de lo invisible crea más fácilmente en el espíritu de los hombres que han estado siempre más urgidos por las primeras necesidades, y cuya vida de duro trabajo no ha sido nunca iluminada por el entusiasmo de ninguna fe religiosa.
El dolor y el infortunio ofrecen a esas gentes un dominio de posibilidades mucho más vasto que el de la alegría y el placer; el campo de su imaginación es casi estéril en imágenes que alimenten los deseos y las esperanzas, mientras que está cubierto de recuerdos que son el eterno pasto del temor. «¿No existe alguna cosa que os agradaría comer?», le preguntaron a un viejo campesino que estaba muy enfermo y que había rechazado todos los alimentos que su mujer le había ofrecido. «No—contestó—, nunca he estado acostumbrado más que al alimento ordinario; y ya no lo puedo comer.» Su género de vida no había despertado en él ningún deseo de evocar el fantasma del apetito.
Y Raveloe era un lugar en que muchos antiguos ecos se habían retrasado, sin que los ahogaran las voces nuevas. No es que fuera una de esas parroquias estériles, relegadas en los confines de la civilización, en las que vivían los flacos carneros y escasos pastores. Por el contrario, era una aldea situada en la rica llanura central del país que nos complacemos en llamar la Alegre Inglaterra, en la que había granjas que, consideradas del punto de vista espiritual, pagaban al clero diezmos muy deseables. Pero estaba situado en una hondonada tranquila y poblada de bosques, a una buena hora de todo camino para jinetes, en un sitio a que no podían llegar ni los toques del cuerno de la diligencia, ni los ecos de la opinión pública.
Era Raveloe una aldea de aspecto importante, en el corazón de la cual se alzaban una bella y antigua iglesia, con un vasto cementerio, así como dos o tres grandes edificios construidos de piedra y ladrillo, cuyos techos estaban adornados con veletas y los huertos bien cercados de paredes. Esas habitaciones estaban situadas junto al camino, y sus fachadas se erguían con más majestad que el presbiterio, cuya cima emergía en medio de los árboles, del otro lado del cementerio. Raveloe era una parroquia que indicaba en seguida la categoría de sus principales habitantes. Informaba al ojo experimentado que no había gran parque ni castillo en el vecindario, pero que contaba con varios jefes de familia que podían, a su capricho, malbaratar sus tierras, sacando, sin embargo, en aquellos tiempos de guerra, bastante dinero de su mala explotación, como para llevar vida holgada y celebrar alegremente las fiestas de Navidad, de la de Pentecostés y de Pascuas. Hacía ya quince años que Silas Marner vivía en Raveloe. No era, cuando allí llegó, más que un joven pálido, de ojos negros, salientes y miopes, cuya fisonomía no hubiera tenido nada de extraño para gentes de cultura y experiencia comunes; pero para los campesinos, entre los que había ido a establecerse, tenía algo de particular y misterioso que respondía a la naturaleza excepcional de su profesión, y a su llegada de una región desconocida, llamada «el norte».
Lo propio pasaba con su modo de vivir; no invitaba nunca a nadie a que salvara su umbral, y no salía nunca a vagar por la aldea para beber un jarro de cerveza en la taberna del Arco Iris o charlar en casa del carretonero.
No buscaba nunca a hombre ni a mujer como no fuera para las necesidades de su profesión, o a fin de proporcionarse lo que necesitaba, y las mozas de Raveloe pronto se persuadieron de que jamás obligaría a ninguna a casarse con él contra su voluntad, tal cual si las hubiera oído declarar que no se casarían nunca con un muerto resucitado.
Esta manera de considerar la persona de Marner no era otro motivo que la palidez de su rostro y sus ojos singulares, porque Jacobo Rodney, el matador de topos, afirmaba lo que sigue: Una tarde, al volver a su casa, había visto a Silas apoyado contra una cerca, con el pesado fardo al hombro, en lugar de colocarlo sobre la cerca, como hubiera hecho un hombre que estuviera en su juicio; después, al acercarse, vio que los ojos del tejedor estaban inmóviles como los de un muerto; en seguida le habló, lo sacudió y notó que sus miembros estaban rígidos, y que las manos apretaban el saco como si fuesen de hierro; pero, precisamente en el momento en que acababa de convencerse de que Marner estaba muerto, éste recobró sus sentidos, le dio las buenas noches y se marchó.
Rodney juraba que había sido testigo de todo esto; y era tanto más creíble cuanto que agregaba que la cosa había sucedido el mismo día en que había ido a cazar topos en la sierra del squire Gass, allá cerca del viejo foso de los aserradores.
Algunas personas decían que Marner debía haber tenido un «ataque», palabra que parecía explicar cosas de otro modo increíbles; pero el señor Macey, gran argumentador y chantre de la parroquia, sacudía la cabeza con incredulidad, y preguntaba si se había visto nunca a nadie perder sus facultades sin que rodara al suelo. Un ataque era una parálisis, no cabía duda, y era propio de la parálisis privar en parte a un individuo del uso de sus miembros, quedando a cargo de la parroquia, si no tenía hijos para ir en su ayuda.
No, no; una parálisis no deja a un hombre firme sobre las piernas, como un caballo entre las varas de un carro, ni le dejaría luego marcharse, así que se le pudiera decir «¡arre!» Pero quizá hubiera algo así como que el alma del hombre, que se librara del cuerpo, saliera y entrara, lo mismo que un pájaro que sale y vuelve a su nido. Así era como las gentes se volvían muy instruidas, porque libres entonces de su envoltura corporal iban a la escuela de los que podían enseñarles más cosas de las que sus vecinos podían aprender con ayuda de sus cinco sentidos y del pastor. Y, ¿dónde había adquirido maese Marner su conocimiento de las plantas y también el de los hechizos, cuando se le ocurría darlos? No había nada en lo que contaba Jacobo Rodney capaz de sorprender a los que habían visto cómo Marner había curado a Sally Oates, y la había hecho dormir como un niño, cuando el corazón de aquella mujer latía como para partirle el pecho desde hacía dos meses y más que la asistía el doctor. Marner era capaz de curar otras personas si quería; en todo caso era bueno hablarle, con suavidad, siquiera para evitar que hiciera daño.
A ese temor vago debía Marner en parte el estar al abrigo de las persecuciones que su singularidad hubiera podido atraerle; pero más aún lo debía a una circunstancia particular. El viejo tejedor de Tarley, parroquia próxima a Raveloe, había muerto; por lo tanto, la profesión de Silas, cuando se estableció, hizo que fuera el bien venido para las más ricas señoras de los alrededores, y aun para las campesinas más previsoras, que tenían, al fin del año, su pequeña provisión de hilo.
La utilidad que le reconocían, hubiera neutralizado toda repugnancia o toda sospecha a su respecto, que no fuera conformada por falta en la calidad o cantidad del tejido que les hacía.
Transcurrieron los años sin producir ningún cambio en la impresión que causara en los vecinos, a no ser el paso de la novedad a la costumbre. Al cabo de quince años, las gentes de Raveloe decían de Marner exactamente las mismas cosas que al principio; no las decían tan a menudo, pero creían tan firmemente en ellas cuando les acontecía decirlas. Los años sólo habían agregado un hecho importante, a saber: que maese Marner había juntado en algunas partes una bonita suma de dinero, y que si quisiera podría comprar los bienes de los que se daban más importancia que él.
Pero, mientras que la opinión pública había permanecido