Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan
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Nat se echó a reír y Harriet movió la cabeza.
Estaba nerviosa y se sentía estúpida.
—Después de tres citas, he perdido mi sentido del humor. Se acabó. Yo he terminado.
Solo quería divertirse y un poco de compañía humana. ¿Acaso era mucho pedir?
—Decidiste darle una oportunidad al amor. Eso no tiene nada de malo. Pero alguien como tú no debería tener problemas para conocer gente. ¿En qué trabajas? ¿No conoces a gente en el trabajo?
—Paseo perros. Me paso el día con atractivos animales de cuatro patas. Siempre son lo que crees que son. Aunque, bien mirado, paseo a un terrier que cree que es un rottweiler. Eso crea algunos problemas —repuso Harriet.
Quizá debería ceñirse a los perros.
Se había demostrado a sí misma que podía concertar citas por Internet de ser necesario. Había tachado eso de su lista. Era una victoria, ¿no?
Nat abrió más la ventana.
—Denúncialo en la página de citas para que no ponga a más mujeres crédulas en la posición de tener que saltar por la ventana. Y míralo por el lado bueno. Al menos no te ha robado los ahorros de tu vida —dijo. Miró la calle—. Todo despejado.
—Encantada de conocerte, Nat. Y gracias por todo.
—Si una mujer no pudiera ayudar a otra en apuros, ¿dónde estaríamos? Vuelve pronto.
Harriet sintió una punzada interior.
Amistad. Esa era una palabra que sí le gustaba.
Con ciertos remordimientos porque sabía que jamás volvería a acercarse a aquel restaurante y Natalie le caía bien, contuvo el aliento y se dejó caer a la acera.
Sintió que se torcía el tobillo y un dolor intenso le subió por la pierna.
—¿Estás bien? —preguntó Nat. Le tiró los zapatos y el bolso y Harriet hizo una mueca de dolor cuando le cayeron en el regazo. Lo único que iba a sacar de aquella cita eran golpes.
—Mejor que nunca —contestó.
Pensó que la victoria era a la vez dolorosa e indigna.
La ventana se cerró encima de ella y Harriet fue inmediatamente consciente de dos cosas. La primera, que apoyar el peso en aquel tobillo suponía una agonía y la segunda, que si no quería cojear descalza hasta su casa, tendría que ponerse los zapatos de tacón de aguja que había tomado prestados del montón que Fliss se había dejado en casa.
Se puso uno con cuidado y contuvo el aliento cuando el dolor le atravesó el tobillo.
Por primera vez en su vida, lanzó un juramento para expresar algo distinto al miedo.
Una cosa más que tachar de la lista de Los Retos de Harriet.
Capítulo 2
Al otro lado de la ciudad, en la zona de Urgencias de uno de los hospitales más prestigiosos de Nueva York, el doctor Ethan Black y el resto de su equipo cortaban con suavidad y eficiencia la ropa ensangrentada de un hombre inconsciente para dejar al descubierto los daños de debajo. Y estos eran muchos. Suficientes para poner a prueba la habilidad del equipo y garantizar que el paciente recordara aquella noche el resto de su vida.
En opinión de Ethan, las motos eran uno de los peores inventos del mundo. Desde luego, el peor medio de transporte que existía. Muchos pacientes que llegaban allí por heridas de moto eran varones, y una proporción alta llegaba con heridas múltiples. Aquel hombre no era una excepción. Llevaba casco, pero eso no le había impedido hacerse lo que parecía una herida grave en la cabeza.
—Intúbenlo y coloquen una vía —dijo Ethan, que daba instrucciones mientras evaluaba los daños.
El equipo estaba apiñado a su alrededor, buscando coherencia en lo que para los demás habría sido caos. Cada persona tenía un papel y todos tenían claro cuál era ese papel. Allí, en Urgencias, era donde más importante resultaba el trabajo en equipo.
—Ha perdido el control y chocado de frente con un coche.
Del pasillo de fuera llegaron gritos, seguidos de un montón de palabrotas pronunciadas en voz lo bastante alta para romper los cristales.
Uno de los residentes hizo un gesto de sorpresa. Ethan no reaccionó. En ocasiones se preguntaba si se había insensibilizado a las respuestas de otros a las crisis. Trabajar en Urgencias lo ponía en contacto con las emociones humanas más extremas y distorsionaba su opinión de la humanidad y de la realidad. Lo que para él era normal, para otra persona sería una película de terror. Había aprendido temprano en su carrera a no hablar de su trabajo en reuniones sociales, a menos que todos los presentes fueran médicos, aunque, en general, estaba demasiado ocupado como para asistir a reuniones sociales. Entre sus responsabilidades clínicas como médico de Urgencias y su interés por la investigación, su día estaba completo. El precio que había pagado por todo eso era un apartamento que veía muy poco y una exesposa.
—¿Alguien se está haciendo cargo de la mujer que grita así? —preguntó.
—Ella no es la paciente. Ha visto cómo apuñalaban a su novio. Él está en la sala 2 con cortes múltiples en la cara.
—Que alguien la lleve a la sala de espera y la calme —Ethan miró más detenidamente la pierna del hombre, valorando los daños—. Lo que haga falta para que deje de gritar.
—No sabemos cómo de graves son las heridas.
—Razón de más para proyectar calma. Dile que su novio está en buenas manos y recibiendo el mejor tratamiento posible.
Era un sábado por la noche típico. Ethan pensó que quizá debería haber optado por la especialidad de obstetricia y ginecología. Así habría estado presente en los momentos más álgidos de la vida de la gente en lugar de en los más bajos. Habría ayudado a nacer en lugar de luchar por impedir la muerte.
Habría celebrado los nacimientos con los pacientes. Y en vez de eso, pasaba muchas noches de los sábados rodeado de gente en momentos de crisis. Víctimas de accidentes de tráfico, de disparos de bala, de apuñalamiento, drogadictos que buscaban un chute… La lista era interminable y variada.
Y él adoraba eso.
Le gustaban la variedad y el reto. Y los médicos de Urgencias tenían ambas cosas para dar y tomar.
Estabilizaron al paciente lo bastante para enviarlo a que le hicieran un TAC. Ethan sabía que no podrían valorar plenamente la herida de la cabeza hasta que tuvieran los resultados de esa prueba.
También sabía que era difícil anticipar lo que mostraría el TAC. Había visto pacientes con daños visibles mínimos que resultaban tener grandes hemorragias internas y otros con heridas aparatosas que tenían una hemorragia interna sorprendentemente pequeña.
Avisó a los neurocirujanos y habló con la novia del paciente, que había llegado asustada, con un abrigo encima del pijama