Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan

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Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan Top Novel

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      Había visto de todo.

      —¿Se va a morir?

      Ethan escuchaba aquella pregunta varias veces al día, y casi nunca estaba en posición de dar una respuesta definitiva.

      —Está en buenas manos. Podremos darle más información cuando tengamos los resultados del TAC —dijo.

      Se mostraba amable y tranquilo, y le aseguró que estaban haciendo todo lo que se podía hacer. Se daba cuenta de lo importante que era saber que la persona a la que quieres recibía los mejores cuidados, así que se tomó la molestia de explicarle lo que ocurría y sugerirle que llamara a alguien para que le hiciera compañía.

      Cuando por fin entregaron al hombre a los neurocirujanos, Ethan se quitó los guantes y se lavó las manos. Probablemente no volvería a ver al paciente. Aquel hombre había salido de su vida y seguramente nunca sabría cómo había contribuido él a mantenerlo con vida.

      Más tarde quizá lo visitara para ver sus progresos, pero a menudo estaba demasiado ocupado con el siguiente caso prioritario que llegaba para pensar en los que habían pasado ya por allí.

      Susan, su colega, lo apartó con el codo y se quitó también los guantes.

      —Ha sido emocionante. ¿Nunca sientes tentaciones de aceptar un trabajo de medicina de familia? Podrías vivir en una ciudad pequeña hermosa, cuidando a tres generaciones de la misma familia. Abuelos, padres y un montón de nietos. Pasarías el día diciéndoles que dejaran de fumar y perdieran peso. Posiblemente nunca verías una gota de sangre.

      —Eso era lo que hacía mi padre —repuso Ethan. Y él nunca había querido tal cosa. Sus elecciones solían ser tema de debate siempre que iba a su casa. Su abuelo no dejaba de decirle lo que se perdía al no seguir a una familia desde el nacimiento hasta la muerte. Ethan contestaba que él era el que se encargaba de mantenerlos con vida para que pudieran volver con sus familias.

      —Tantos meses trabajando juntos y no sabía eso —Susan se frotaba bien las manos—. ¿O sea que ya sois dos generaciones de médicos?

      Hacía más de un año que trabajaban juntos, pero casi todas sus conversaciones eran siempre del presente. Urgencias era así. Se vivía el momento en todos los sentidos.

      —Tres generaciones. Mi padre y mi abuelo trabajaron ambos en medicina de familia. Tenían una consulta en la parte norte del estado de Nueva York —dijo.

      Y él, con cinco años, se sentaba en la sala de espera y veía pasar a una fila de gente por la puerta a hablar con su padre. En ocasiones se había preguntado si el único modo de ver a su padre era ponerse enfermo.

      —¿Y tu madre?

      —Es pediatra.

      —¡Caray, Black! No tenía ni idea. O sea que lo llevas en el ADN —Susan arrancó una toalla de papel del dispensador con tanta fuerza, que casi lo arrancó de la pared—. Eso lo explica.

      —¿Qué explica?

      —Por qué siempre actúas como si tuvieras que demostrar algo.

      Ethan frunció el ceño. ¿Aquello era cierto? No. Claro que no.

      —Yo no tengo que demostrar nada.

      —Tienes que estar a la altura de todos ellos —ella lo miró comprensiva—. ¿Por qué no te uniste a ellos? Doctores Black, Black y Black. Aunque ahí hay mucho Black. No me lo digas, te encanta la cálida sensación de trabajar en Urgencias —se oyó a través de la puerta a una mujer que mandaba a alguien a la mierda y Susan sonrió—. Y todos los maravillosos pacientes que te colman de amor y gratitud.

      —¿Gratitud? Espera. Creo que eso me ocurrió una vez, hace un par de años. Dame un momento para recordarlo bien —comentó Ethan.

      No tenía la sensación de tener que estar a la altura de nada.

      Susan se equivocaba en eso. Él recorría su propio camino, por sus propias razones.

      —Debiste de estar alucinando. La falta de sueño tiene ese efecto. Pero si no son esas raras dosis de gratitud, tienen que ser los pacientes que te maldicen, que vomitan en tus botas y te dicen que eres el peor doctor que ha pasado por la faz de la tierra y que te van a demandar. ¿Eso es lo que te llena?

      El humor los ayudaba a superar los días que estaban cargados de tensión.

      Los sostenía en los turnos más duros, cuando tenían que ver heridas que harían que una persona normal necesitara terapia.

      En el equipo de trauma, todos encontraban un modo de lidiar con ello.

      A diferencia de la gente normal, ellos sabían que una vida podía cambiar en un instante. Que un futuro seguro simplemente no existía.

      —Me encanta esa parte. Y también el placer constante de trabajar con colegas respetuosos que me adoran, como tú.

      —¿Quieres que te adoren? Elige a otra mujer.

      —¡Ojalá pudiera!

      Susan le dio una palmada en el brazo.

      —Es cierto que te adoro. No porque seas guapo y musculoso, que lo eres, sino porque sabes lo que haces y aquí la competencia es lo más próximo a un afrodisíaco que puedes encontrar. Y tal vez eso se deba al deseo de ser mejor que tu padre o tu abuelo, pero me encanta de todos modos.

      Él la miró con incredulidad.

      —¿Estás intentando ligar conmigo?

      —¡Eh!, quiero estar con un hombre que sea bueno con las manos y sepa lo que hace. ¿Qué tiene eso de malo? —a ella le brillaron los ojos y él supo que hablaba en broma.

      —¿Seguimos hablando de trabajo? —preguntó.

      —Claro. ¿De qué si no? Estoy casada con mi trabajo, igual que tú. Me comprometí con Urgencias en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, y te aseguro que, viviendo en Nueva York, es más bien pobreza. Pero no te preocupes, no podría estar despierta el tiempo suficiente para hacer el amor contigo. Cuando salgo de aquí, caigo inconsciente en cuanto llego a casa y no me despierto por nadie. Ni siquiera por ti, ojos azules. Así que, si tú no estás aquí por el amor y las valoraciones positivas, tiene que ser porque eres un adicto a la adrenalina.

      —Puede que sí —contestó Ethan.

      Era verdad que le gustaba el ritmo rápido, la imprevisibilidad, la inyección de adrenalina que producía no saber quién sería el siguiente que entraría por la puerta. La medicina de Urgencias era a menudo un puzle y él disfrutaba del estímulo intelectual de averiguar dónde encajaban las piezas y cuál era la imagen final. También le gustaba ayudar a la gente, aunque la relación entre doctor y paciente había cambiado en los últimos tiempos. La medida que imperaba era la satisfacción del paciente y en general cosas que tenían poco que ver con practicar bien la medicina. Había días en los que le costaba recordar las razones por las que había querido ser médico.

      Susan echó la toalla a la cesta de la ropa sucia.

      —¿Sabes lo que más me gusta a mí? —preguntó—. Cuando llega alguien lleno de

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