Naturaleza humana y naturaleza divina. Omraam Mikhaël Aïvanhov
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En realidad, todo tiene su origen en Dios, y también nuestra naturaleza inferior. Suponed que buscáis oro: tenéis el mineral y debéis extraer de él el metal. Aunque diferentes, el oro y el mineral con su ganga, tienen el mismo origen, ya que toda la materia tiene el mismo origen. “Pero, – os preguntaréis – ¿Cómo Dios, siendo de una naturaleza tan diferente a la materia, pudo formar algo tan opaco y tan pesado?” Puedo explicároslo con un ejemplo muy sencillo.
Para crear el mundo, Dios procedió exactamente igual como la araña que teje su tela. Si, la araña nos muestra como Dios creó el mundo. Diréis: “¿Una araña? ¿Acaso es tan sabia?” No sé qué estudios universitarios puede haber cursado, pero si la observáis, si comprendéis bien lo que hace, obtendréis grandes conclusiones filosóficas. Observadla mientras teje su tela: es todo un universo, una construcción geométrica, matemática, impecable. ¿Cómo lo hace? Pues bien, primero segrega un líquido que, al endurecerse, forma un hilo muy fino, flexible y elástico, con el que empieza a construir su tela.
También los caracoles me han instruido. El caracol posee un cuerpo blando, mientras que su caparazón es duro... En apariencia el caracol y su caparazón son dos cosas diferentes; sin embargo él lo ha segregado, y poco a poco este caparazón se ensancha porque, por medio de su cuerpo etérico, el caracol absorbe sus minúsculos intersticios y separa las partículas de materia. El caracol es distinto a su caparazón, pero él es quien lo ha segregado y engrandecido.
Esta imagen nos permite comprender que Dios ha creado el mundo emanando una materia sutil que enseguida se ha solidificado. Diréis: “Pero, estas son historias increíbles...” Quizá, pero un buen día las personas más instruidas querrán conocerlas. En apariencia, el animal y su concha son dos cosas diferentes, pero en realidad son una misma y única materia ya que es el animal quien ha formado su casa con su secreción. Pues bien, os asombraréis si os digo que ocurre lo mismo con la individualidad y la personalidad: la personalidad es opaca, densa, rígida como un caparazón, mientras que la individualidad es ligera, móvil, viva. Son diferentes y, sin embargo, tienen un mismo origen.
Nuestro Yo superior, la individualidad, se ha formado un vehículo, la personalidad, como el caracol ha fabricado su concha segregando de sí mismo una sustancia que luego condensó. Nosotros también llevamos nuestro cuerpo físico como el caracol lleva su concha: es nuestra casa, y nosotros habitamos dentro. Lo grave es que se ha enseñado al hombre a identificarse con su caparazón y no con el factor activo de su formación: el Espíritu. Es por ello que es débil, limitado, impotente y se equivoca. El cuerpo no es el hombre sino solamente su vehículo, su caballo, su instrumento, su casa: el auténtico hombre, es el Espíritu, el espíritu todopoderoso, ilimitado, omnipotente. Y gracias a esta identificación, el hombre llega a ser verdaderamente fuerte, iluminado, inmortal y divino.
Sabed, pues, que todos vosotros sois divinidades... Sí, sois divinidades y vivís en una región muy elevada en donde ya no hay limitaciones, ni oscuridad, ni sufrimientos, ni tristeza, ni desaliento. Allí estáis en la plenitud. Pero esta vida que vivís en lo alto no podéis todavía hacerla descender aquí, sentirla, comprenderla, ni manifestarla, porque la personalidad no os lo permite. Esta es obtusa, opaca, está mal adaptada o mal sintonizada, como una radio que no llega a captar ciertas emisoras. Las ondas que la Inteligencia cósmica propaga de arriba, por las regiones sublimes, son tan rápidas, tan cortas y la materia de la cual la personalidad está formada es tan densa y pesada que ésta no puede vibrar acorde con los mensajes divinos: se le escapan, le pasan sin dejar rastro, y el hombre no se imagina siquiera lo que está viviendo en realidad en las regiones más elevadas de su ser.
Evidentemente existen medios para remediar esta situación. Si os decidís a aplicar ciertas reglas de vida pura, si tenéis el deseo de convertiros, al fin, en hijos e hijas de Dios, vuestro corazón se mostrará más generoso, vuestra inteligencia se iluminará, vuestra voluntad se fortalecerá. La personalidad se convierte así en un instrumento cada vez más apto para expresar la vida sublime de la individualidad, hasta el día en que ambas se fusionen y no constituyan más que una sola cosa: entonces ya no habrá personalidad; la personalidad y la individualidad se convertirán en una entidad perfecta.
Mientras tanto, tenéis de vez en cuando algunas revelaciones, algunas intuiciones como relámpagos que brillan y os deslumbran. Pero eso no dura mucho tiempo y de nuevo vuelven las nubes. Algún tiempo después, contemplando un paisaje, leyendo un libro, rezando o meditando, de nuevo sentís que estáis viviendo un gran momento. Pero, una vez más, este momento no es duradero... Así es la vida del hombre: alternancias constantes de luz y de tinieblas hasta el día en que al fin será la expresión de la Divinidad y vivirá la nueva vida, el renacimiento completo.
El centro de la personalidad es el cuerpo astral, el cuerpo de los deseos; de ahí provienen todas las sugestiones, los impulsos que nos influencian negativamente. El cuerpo astral impulsa y el cuerpo mental efectúa las combinaciones y composiciones precisas para satisfacerle. Esto es lo que debéis comprender. Nuestros deseos son los que dictan nuestro comportamiento; y, aunque el intelecto es superior a ellos y capaz de detenerlos e imponerse, se pone a su servicio. ¿No es verdad? Mirad: el mundo entero pone su inteligencia al servicio de sus deseos, de sus pasiones, de sus apetitos. Toda la instrucción, todos los conocimientos, toda la riqueza cultural que el hombre posee, lo pone al servicio de algo oscuro, gris, sombrío, que no se sabe de donde procede, de un lugar subterráneo y tenebroso... La gente más instruida, más sabia, más erudita está al servicio de fuerzas y de impulsos poco claros. Esta es la triste realidad y sino me creéis, comprobadlo.
Cuando el cuerpo astral se ponga al servicio del intelecto, o mejor aún, cuando el intelecto esté al servicio del alma y del espíritu, se producirá la perfección... Y ésta es precisamente la función de la oración: someter el cuerpo físico, astral, mental, es decir la trinidad inferior que piensa, siente y actúa egoístamente, a la trinidad superior que también piensa, siente y actúa pero divinamente, para el mundo entero. La mejor oración que podemos hacer es pedir que la individualidad se adueñe de todo nuestro ser. Mientras la personalidad esté ahí, tratando de imponerse, aunque la individualidad consiga infiltrarse de vez en cuando para darnos buenos consejos o concedernos sus bendiciones, no puede mantenerse porque la personalidad es la que mantiene el poder. Por esta razón nada se puede arreglar... Es cierto que la individualidad consigue de vez en cuando ayudarnos, proyectar sobre nosotros chispas e inspiraciones que nos deslumbran, pero ello no dura mucho tiempo: pasado el momento se retira porque el ser humano prefiere seguir relacionándose con la personalidad.
Algunos dirán: “Pero esto es idiota, no tiene sentido, no es verdad, no lo creo”, y seguirán viviendo la vida de la personalidad. Bueno, que hagan lo que quieran. Un día verán donde estaba la verdad, pero hasta entonces, ¡cuánto tiempo perdido! Por eso es preferible aceptar la verdad enseguida... Sí, aceptarla y ejercitarse para avanzar, sin reparar en obstáculos. Ello no quiere decir que os convirtáis de pronto en una divinidad, claro que no. Caeréis, os levantaréis, volveréis a caer, os volveréis a levantar... os desalentaréis, después recobraréis el ánimo... hasta que al fin la conciencia divina, impersonal, la conciencia de la individualidad se asiente y adquiera consistencia.
2Ver “El verdadero matrimonio” (Lenguaje simbólico, lenguaje de la naturaleza, tomo 8 de las Obras completas).
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