Dolor y política. Marta Lamas
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Sayak Valencia, una investigadora de El Colegio de la Frontera Norte, califica de gore al ominoso proceso de esta producción biopolítica del capitalismo tardío, de donde han emergido las nefastas prácticas que se sustentan “en la violencia sobregirada y la crueldad ultra especializada que se implantan como formas de vida cotidiana en ciertas localizaciones geopolíticas a fin de obtener reconocimiento y legitimidad económica” (2016:26). Ella analiza cómo la violencia, el (narco)tráfico y el necropoder construyen cierto tipo de sujetos y de prácticas, con extremos de crueldad y despojo, que imponen nuevas violencias sobre los cuerpos y las subjetividades. Dentro del marco de las violencias de las estructuras económicas capitalistas, cuyo paradigma es la explotación, varias autoras feministas³ investigan una variedad enorme de formas de vulneración, agresión y crueldad hacia las mujeres, y critican la impunidad que existe ante esas formas, en especial, ante los feminicidios. Remito a sus sólidos trabajos para una explicación más detallada, pues mi objetivo en estas páginas no es analizar las violencias existentes, sino repensar aspectos de una narrativa cultural dirigida a las mujeres y ver cómo atraviesa —si es que lo hace— las protestas y movilizaciones de los grupos de activistas feministas.
Nuestro contexto, donde surgen múltiples expresiones de violencias, está inserto en una época en la que los intereses y deseos de un gran número de seres humanos giran en torno a la imagen y al consumo. Nuestra época, que Guy Debord perfiló tempranamente como la de “la sociedad del espectáculo” (1999), ha desarrollado “la cultura del narcisismo” (Lasch 1979) y se ha convertido en “la era del vacío” (Lipovetsky 1983). Los valores individualistas han derivado en una preocupación excesiva por el Yo, y ha aparecido “la condición posmoderna” (Lyotard 1979). Más recientemente Byung-Chul Han habla de La sociedad del cansancio (2012) y de La agonía del Eros (2014), y reflexiona acerca de cómo se ha producido una nueva subjetividad, tanto en lo individual como en lo social. En estas páginas me interesa revisar aspectos de la subjetividad.
¿A qué me refiero con “subjetividad”? Las psicoanalistas Lucila Edelman y Diana Kordon señalan:
La producción de subjetividad hace al modo en el cual las sociedades y las culturas (las condiciones materiales de existencia, las relaciones sociales, las prácticas colectivas, los discursos hegemónicos y contrahegemónicos, el arte, la tecnología, las comunicaciones) determinan las formas con las cuales se constituyen sujetos plausibles de integrarse a sistemas que les otorgan un lugar que les garantiza la pertenencia. Cada periodo histórico promueve modelos y contenidos específicos, así como determina el carácter de las instituciones. Por lo tanto, la subjetividad tiene un carácter histórico-social (2018a:70).
Las crisis contemporáneas (y me refiero no sólo a los conflictos políticos, los productos culturales y los avances tecnológicos, sino también al cambio del papel de las mujeres y al surgimiento de nuevas identidades) son elementos fundamentales en eso que Edelman y Kordon llaman las producciones actuales de subjetividad (2018b:96). Estas psicoanalistas hablan de la “existencia de una crisis sostenida de las grandes matrices de simbolización, de las referencias de significaciones y sentidos, que afectan a los procesos de socialización y replantean las identidades individuales y colectivas” (2018b:95). Ellas destacan ciertas producciones del capitalismo, como las guerras y las migraciones, aunque también habría que considerar anteriormente el efecto de la entrada masiva de las mujeres al trabajo asalariado y a la educación superior. De ahí que ciertas creencias y mitos estén profundamente convulsionados, y que el impacto de estos procesos y de las crisis en las relaciones de pareja y en la familia produzca efectos psicosociales, generando determinadas transformaciones en la subjetividad.
Los mandatos de género y el postfeminismo
Los mandatos de género, que establecen simbólicamente lo “propio” de las mujeres y “lo propio” de los hombres, la feminidad y la masculinidad, son un conjunto de representaciones, simbolizaciones y habitus,⁴ internalizados individualmente y compartidos socialmente, que instauran prohibiciones y prescripciones y conectan las dimensiones psicosexuales de la identidad al amplio rango de los imperativos sociopolíticos y económicos. Los mandatos de género son producto de la socialización, o sea, de la incorporación de la cultura y la resultante estructuración psíquica. Su eficacia reside en que estos mandatos socialmente se ofrecen como modelos identificatorios cuya cercanía o distancia a ellos opera para personas y grupos como una medida de la propia valía. La idea que nos hacemos de qué es “ser mujer” o qué es “ser hombre” está filtrada por todo el sistema de representaciones culturales que nos rodea, y se nos inculca desde la crianza con las prácticas, no siempre de manera consciente, y también con el lenguaje y los afectos. Nuestra identidad se va armando a partir de la incorporación y el aprendizaje de formas de percepción, significación y acción, que se organizan como procesos psíquicos y se constituyen en modalidades de acción internalizadas, todo ello mediado por instituciones sociales cuya función principal, casi nunca transparente, es el mantenimiento del statu quo. Además, esto ocurre en contextos particulares, de manera tal que la pertenencia étnica, la “raza”⁵ y el color de la piel, la clase social y la orientación sexual también inciden en el proceso de asunción del género, o sea, en asumirse como “mujer” o como “hombre”. Para analizar cualquier conducta humana es imprescindible, además de visualizar las tendencias sociohistóricas generales, tener una perspectiva que tome en cuenta esos otros elementos que intersectan con el género.⁶ No hay un sujeto unívoco o neutro, sino mujeres, hombres, cis⁷ y trans, así como personas con identidades no binarias, disidentes y queer que, a su vez, tienen edades y pertenencias étnicas diferentes, ocupan posiciones distintas (clase social) en zonas geopolíticas diferentes y, además, las diferencias derivadas de sus capitales sociales, económicos y culturales introducen fuertes distinciones entre ellas (Bourdieu 1998). Desde esta perspectiva “interseccional” se analiza cómo cada uno de dichos elementos impacta, y cómo se combinan y entrelazan (intersectan) con los demás. Aunque existen cuestiones que las jóvenes comparten generacionalmente, cada una encarna las marcas de su clase social y su pertenencia étnica, y no viven lo mismo las de bachillerato que las que ya trabajan como tampoco las que no estudian. Las jóvenes urbanas a quienes el acceso a la educación superior junto con la libertad sexual de los métodos anticonceptivos les abrieron un horizonte de potencialidades personales han sido las principales destinatarias del fenómeno cultural que se expresa en una subjetividad que ha recibido el nombre de postfeminista. Subrayo el término destinatarias porque hace ya muchos años han sido el público objetivo de la mercadotecnia de las industrias culturales, y las de la moda y la belleza.⁸
El término postfeminismo transmite simultáneamente una idea de superación del feminismo, pero también de que el feminismo ya llegó a su fin, incluso que falló. Es ambiguo, pues denota tanto el agotamiento de la política feminista como una expresión más avanzada del feminismo, y se suele interpretar de distinta manera en la academia que en los medios de comunicación (Genz y Brabon 2009).⁹ A finales de los años ochenta se empieza a hablar de postfeminismo en los medios de comunicación de algunos países europeos, Estados Unidos, Canadá y Australia, y su uso cobra fuerza en los noventa. Varias autoras analizan el postfeminismo, y retomo la interpretación de Angela McRobbie (2009), quien plantea que el repudio al feminismo fue alentado por los medios masivos de comunicación, las revistas femeninas, los programas de televisión y la literatura “chick lit”.¹⁰ Se calificaron de postfeministas las actitudes de muchas jóvenes que asumían una imagen de feminidad sexy y se comportaban de manera asertiva, con frecuencia diciendo: “Yo no soy feminista”, aunque en la práctica asumieran planteamientos feministas.
Así, a finales del siglo xx el término postfeminismo adquirió una connotación simultáneamente liberadora y despreciativa, y la subjetividad postfeminista se volvió una tendencia generacional entre muchísimas jóvenes de clase media de las urbes en los países desarrollados. Este proceso, que