El arte del error. María Negroni

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El arte del error - María Negroni Cardinales

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en el espejo embrujado del tiempo.

      Un territorio como este, claro está, no es geográfico, carece de norte y sur (o tiene norte y sur simultáneamente). Está adentro, podríamos decir, desde tiempos inmemoriales, tergiversando las coordenadas, como un bosque petrificado, a la espera de ese discurso que venga a conmemorar su propio origen inaccesible. No debe asombrar, por eso, que en el libro Parque Lezama del argentino Néstor Perlongher haya un poema titulado «Abisinia Exibar». El título tiene un asterisco que remite a esta frase: «Abisinia Exibar: Marca de polvos usada por Lezama Lima». Otra vez, el paradiso del poema, esa insufrible eternidad que permanece sin decir.

      A orillas del Mar Rojo, asomado a un fin de mundo invisible, Rimbaud vuelve a preguntarse por qué existe. Tiene 26 años. Ha llegado –como el príncipe Rasselas del Dr. Johnson– a su edén-prisión y conoce ya, ávidamente, el verso que un siglo después escribirá Auden: Poetry makes nothing happen. Observa a su alrededor. En su paranoia ambulatoria, se ha vuelto él mismo desierto como una manera de permanecer fiel a su amoralidad, a su vulnerabilidad orgullosa, su desacato a Dios y a los hombres.

      Desde el cielo, lo observa una procesión de estrellas desconocidas. Mañana volverá a partir. Como si fuera en busca de lo que escribió, persiguiéndose, tratando de entender, de competir con sus propias imágenes, es decir con eso que quedó inexpresado, o se complejizó al expresarse, como un hambre debajo del hambre. Después, nada. Hace frío en la noche de piedra del desierto. Hay lunas que siguen a lunas en una tristeza así. Los poemas escritos son huellas en la arena. Señalan pulcramente aquello que extrañamos.

      Los instrumentos filosóficos de Julia Margaret Cameron

      Alguien elige un gesto para desconocerse, como si el objetivo fuera no interrumpir nunca el vértigo de la percepción, preservar la inestabilidad de la imagen. Hay un motor narrativo al servicio de un vanitas. ¿Tendría que decir, mejor, una máquina lírica? Lo que el cuerpo hubiera querido hacer (no decir) se «desvive» ahora en una mirada turbia, a medio camino entre el riesgo y la guerra, la renuncia y la pasión secreta por la posesión.

      Cuando murió en Londres en 1879, Julia Margaret Cameron ya era famosa. Había vivido en Calcuta, en Sudáfrica, en la Isla de Wight. Su carrera de fotógrafa, sin embargo, es escueta: abarca sólo una década –entre los 49 y los 60 años– de una vida consagrada, por lo demás, a atender a once hijos, a acompañar al marido en sus viajes como administrador de la East India Company, a perfeccionarse en el arte de la conversación, la música, las lenguas extranjeras, según correspondía a una mujer de su clase y su tiempo.

      Tal vez convenga recordar que fue John Herschel, el astrónomo, quien primero utilizó el término fotografía, que significa escribir con luz. Herschel y Cameron se habían conocido en Sudáfrica, donde ambos se reponían de cierta «enfermedad colonial». Para entonces, las cámaras de ver se alistaban a hacer su primera aparición en la Exposición Universal de Londres (Crystal Palace, 1851): barómetros, microscopios, telescopios y demás «instrumentos filosóficos» ocuparon allí una sección entera. Habían pasado diez años desde que Talbot expusiera sus «dibujos fotogénicos» y hacían furor las cartes de visite, gracias a los hallazgos de Daguerre.

      Es la época del Manifiesto Comunista, de los retratos de Lewis Carroll (Alice Lidell posó también para Cameron), de la guerra de Crimea, de las teorías sobre la evolución de las especies, de las primeras sufragistas, de la pasión por la botánica y la química, y de los poemas de Browning, Tennyson y Longfellow. El trabajo de Cameron celebra estos entusiasmos pero enseguida su interés se concentra, casi por completo, en las mujeres. Entre ellas, figura su sobrina Julia Jackson, que fue la madre de Virginia Woolf, quien a su vez la transformó en la involvidable Mrs. Ramsay de la novela To the Lighthouse. El éxito es rotundo. Exhibe en París, Berlín y Londres. Victor Hugo, que poseía veinticinco de sus fotografías, le escribe en una misiva: «Me postro a sus pies».

      Todas las fotografías de Cameron hablan de mundos hipotéticos donde pueden aflorar ciertas preguntas. ¿Qué quiere decir un cuerpo? ¿Qué significa real? El interés por el mundo femenino se exacerba, la impaciencia de la artista, también. No es la fácil referencialidad lo que Cameron busca sino la simulación, la sustracción a la trama. Más complejas que pérfidas, estas fotografías apuestan sobre todo a la dimensión imaginaria que, al complicar la visión, la liberan del carácter asertivo y tautológico de la óptica, dejando a la vista lo irreductible.

      En este sentido, la afinidad de Cameron con los artistas de la fraternidad prerrafaelita es, a la vez, obvia y parcial. Digo bien, fraternidad. Allí se nucleaban Rossetti y sus célebres colegas, Burne-Jones, Whistler, Watts, Leighton, Beardsley, Morris y Alma-Tadema. Se recordará que las mujeres aparecen en los cuadros de estos artistas como lamias depredadoras, belles dames sans merci o mujeres enfermas. Siempre con algo de muñecas melancólicas, de esfinges de luctuosa hermosura y apatía frígida.

      Es cierto, Cameron trabaja también sobre ese ideal de belleza que el esteticismo –liderado por John Ruskin– reclamaba. Pero la imagen se encuentra levemente corrida, dando paso a un dispositivo donde priva el detalle, es decir, la fuerza de la fantasía. Construídas con la técnica del tableau vivant, como esos juegos para adultos que solían constituir el entretenimiento de sobremesa de las familias victorianas, sus fotografías son «cuadros vivos», escenas estrictamente fantasmáticas donde la textura de las ropas, los collares, los turbantes y las guirnaldas de flores funcionan como verdaderas «invitaciones a la ensoñación», a la manera de las séances de la Divina Condesa de Castiglione o de los consejos que daba Mallarmé desde las páginas de La Dernière Mode.

      Quizá, de todas sus obras, las que compuso para ilustrar el ciclo poemático de Idylls of the King (1875) de Alfred Tennyson sean las más logradas. Enid, Elaine, Queen Guinevere, Lady of Shalott o Vivien, es decir las damas que pueblan la leyenda artúrica, aparecen allí sutilmente erotizadas, a medio camino entre lo sagrado y lo sensual. Yo diría, más bien: suspendidas en esa sensación de amortiguamiento o lentificación sensorial que anticipa los éxtasis de la poesía y la muerte.

      Ni Tennyson fue el único en reescribir la saga del Grial ni Cameron la única en ilustrarla (Wordsworth, Sir Walter Scott, Rossetti, Morris y Gustave Doré se cuentan entre los inspirados), pero nadie como ella captó esa atmósfera viciada de corrupción, deseo y espera resentida que deriva del alma de la historia. Sus fotos son paisajes nerviosos, que la excesiva exposición a la luz, o bien el contraste de la piel con cierta cualidad nocturna de la recámara interior del personaje, terminan de difuminar, exponiendo paradójicamente un esplendor absoluto.

      ¿Es necesario decirlo? Las mujeres que colecciona Cameron –adepta, como su siglo, a la colección– no sólo exhiben pulsiones meticulosas y deseos prohibidos, son también alegorías de una desesperada incompatibilidad con el mundo: Zoe, la doncella de la revolución ateniense; las ninfas Eco, Dafne y Aletea; Ofelia, coronada de azahares; Pomona; Christabel; Beatrice Cenci, que fascinó a Shelley y a Stendhal, a Hawthorne y a Melville; la eterna Julieta; Hipatia, filósofa y mártir de cristianos; Esther y Raquel, reinas judías; Safo; las Bacantes; el Ángel del Sepulcro; las visiones de Milton o las matronas del Partenón griego. Será por eso, tal vez, que casi nunca miran a la cámara. De perfil, se ve mejor lo ausente, se escucha la resonancia de lo indecible.

      Estas mujeres llevan el pelo suelto, largo, desordenado. Sei Shōnagon, la autora del El libro de la almohada, podría haberlas incluído en una lista de «cosas que escandalizan primero, y después hacen latir más rápido al corazón». La cita importa. Lejos de la toilette puritana, de la versión edificante del «ángel en la casa» que construyó para la moralidad inglesa el poeta Coventry Patmore, estas cabelleras salvajes son la metonimia de una grieta interior, de un instante de abandono al dolor, de entrega a la imprecisión del mundo.

      Anticipan

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