El arte del error. María Negroni

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El arte del error - María Negroni Cardinales

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melodramática, el repertorio de imágenes que la alta cultura había fabricado bajo la impronta de D’Annunzio, von Hofmannsthal o Puccini, para no mencionar otra vez a los prerrafaelitas. Eleonora Duse, Pina Menichelli, Lyda Borelli o Italia Almirante Manzini, protagonistas de algunos films memorables (Rapsodia satanica, Fiori di male o La statua di carne, entre otros), son sus herederas y también, claro, su versión kitsch. Todas ellas vestales de labios carnívoros, de ojos capaces de paralizarlo todo, constituyen de por sí un monumento al Art Nouveau, una celebración nostálgica de la Ópera y una apropiación decadente de la imaginación simbolista, pero también operan como una premonición: la que, tras fantasías de destrucción, castigo y holocausto emocional, anuncia el triunfo definitivo de la New Woman.

      Como las mujeres de Cameron, quiero decir, las divas italianas informan de un malestar, aluden elípticamente a un huracán de cambios en la percepción del espacio y el tiempo, la distribución de la información, la relación entre los géneros. Como ellas, son criaturas de extre-mos, dueñas de un prontuario de poses escénicas que, oscilando entre la prima donna y la mística, entre la suicida y la dominatrix, constituyen el léxico y la sintaxis de un dérèglement de tous les sens que sugiere la muerte de una época.

      La importancia de la composición, por su parte, o más bien la idea de construir la fotografía sobre el esqueleto virtual de una obra de arte precedente, para después alterarla, reescribirla o desfigurarla, hacen pensar, por fin, en los procedimientos de usurpación del fotógrafo contemporáneo Joel-Peter Witkins. La intención, sin embargo, nunca es moralizante en Cameron (hay una moral negativa en Witkins). Incluso en su reelaboración de la Sagrada Familia o en su catálogo de pecados capitales, se circunscribe a incomodar: la fascinación acaso no sea otra cosa que un encandilamiento molesto. Por eso quizá sus mujeres, y las niñas que las acompañan, nunca ríen (no sonríen tampoco), se limitan a dejar aparecer una paciencia urgida por dejar transparentar lo que no saben. Escribió el crítico Giorgio Agamben:

      El arte organiza la visión en torno a un centro invisible donde el ojo está ciego y donde se halla engarzada una inextinguible latencia. Sólo si se pierde en esa latencia, si ya no ve su cosa, puede el pensamiento transmitir lo olvidado, acceder a ese retraso o discontinuidad entre apariencia y cosa, donde reside el ser.

      La dificultad, se sospechará, alcanza en el arte de la fotografía ribetes peliagudos. ¿Cómo preservar el espectro de lo mudo en un arte prisionero de la representación? La estrategia de Cameron acentúa el anacronismo y la saturación del espacio interior, exponiendo así la íntima discordancia entre la imagen y su sentido. La visión, pareciera decirnos, consiste en no ver, sostener ese abismo donde las cosas pueden materializarse como nostalgia o recordatorio de la mortalidad. No hay más misterio que este. Intensificada, la representación sirve para ir más allá de la representación, para mostrar que la inspiración, en fotografía como en todo arte, no es otra cosa que un olvido sabiamente custodiado.

      La enciclopedia mágica de Walter Benjamin

      La tecno-arcadia del Capitán Nemo y la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert se parecen. Ambas son microcosmos en los cuales el código alfabético, la taxonomía o la nomenclatura permiten reemplazar el caos de la historia por un simulacro de orden. Toda colección, podría decirse, está hecha de especímenes embalsamados, reliquias que han sido puestas a salvo del continente referencial de la enunciación, en un interior terco y voluptuoso. De ahí su coherencia, tan secreta como férrea. No existen las listas arbitrarias, ni siquiera las de Borges. Cualquier lista es una forma ordenada del arte o del juego, una lealtad exclusiva a los tiempos privados del sujeto.

      Benjamin lo supo bien. De hecho, no hizo otra cosa en su vida que organizar fragmentos, cada vez más consciente del placer de enumerar y contabilizar los trofeos de su lucidez. Sus archivos –que publicó en 2007 la editorial Verso, de Londres-New York, bajo el título Walter Benjamin’s Archive: Images, Texts, Signs– constituyen, en este sentido, un verdadero vademecum, un meticuloso inventario de cuanto le interesaba. Hay allí de todo: dibujos, diagramas, listas bibliográficas, índices de viajes sentimentales, constelaciones de citas, anagramas, juegos de palabras, incluso un muestrario de los hallazgos lingüísticos de su hijo Stefan, todo registrado con esa letra minúscula, de maniático o iluminado, que lo caracterizaba, siempre alerta a lo más incidental (lo más interesante).

      De hecho, es así como Benjamin organiza sus referencias: apegado a las micrografías del deseo y a los alumbramientos de lo inesperado. Y después aplica la técnica del montaje y pasa revista a la moda, la publicidad, la arquitectura, la prostitución o la fotografía, es decir a los datos del mundo, con su pobreza abyecta y su lujo insolente, sus fracasos y sus testamentos. Nada se le escapa, nada se le escurre de esa escena que lo fascina en la misma medida en que lo aterra. El resultado es un compendio de afinidades secretas.

      En uno de los papelitos en que anotaba futuros temas de estudio, por ejemplo, se lee: Revolución y festival; distancia e imágenes; sueño soviético; intento de dar a todo un sentido; notas para una traducción de Proust; narrativa y curación; estilos del recuerdo; La boîte à joujoux de Debussy. En otro: Haussmann y sus demoliciones; Excursus sobre arte y tecnología; Marx y Engels sobre Fourier; París como panorama; Grandville, precursor de la gráfica publicitaria; Cuerpo y figuras de cera; El Palacio de Cristal de 1851; Estaciones de tren, afiches, iglesias: puntos en común. Imposible no pensar en un magazín de novedades. O más exactamente, en uno de esos pasajes parisinos que tanto le gustaban, donde los escaparates, realzados por la flamante iluminación a gas, semejaban las ménageries de los grandes circos, con sus jaulas vistosas y sus animales cautivos que teñían el entorno de un aire fabuloso.

      Para decirlo quizá con más claridad: en el paisaje mental benjaminiano, las obsesiones son siempre imanes. No importa qué forma tomen. Un sueño de Kafka, una gruta, un juguete, el anaquel de algún bouquiniste o la incesante detectivesca de la ciudad moderna, todo se transforma para él en una invitación a pasear por esos bulevares imaginarios donde el deseo se yergue sin objeto y el sentimiento general de abandono, a la manera de lo que ocurre en Noche Transfigurada del Alma de Schöenberg, abre la imaginación como un bisturí.

      Reunir los papeles de Benjamin, por eso mismo, podría parecer tautológico. No lo es. Por el contrario, sirve para enfatizar, una vez más, su método de trabajo, para entender su proyecto como lo que fue: un archivo del pensamiento, de las percepciones, la historia y el arte del siglo en que le tocó vivir. Fiel a las cosas que, en su materialidad, constituyen siempre una protesta contra lo convencional, Benjamin priorizó, no su valor utilitario, sino la escena donde estas encuentran su destino. Me refiero a esos detalles de los que se pueden ver surgir, de prestarse la debida atención, acentos de indisciplina, movimientos anárquicos, algo que, por un instante al menos, sustituya un mundo petrificado por una enciclopedia mágica.

      Hay un episodio en el Wilhem Meister de Goethe, titulado «La nueva Melusina» que Benjamin menciona en una carta dirigida a Jula Radt-Cohn el 9 de junio de 1926. En el relato, una joven misteriosa aparece en un albergue alemán llevando consigo una caja/ataúd que la supera en tamaño. Siguen las peripecias de un viajero que, seducido por la belleza de la joven, se ofrece a acarrear la caja mientras dure el (cada vez más largo e inadmisible) viaje. La caja, descubrimos al final, contiene un reino maravilloso, en miniatura, del que proviene la doncella.

      Como la caja/ataúd de Goethe que preserva, bajo una forma diminuta, algo precioso, así también la escritura de Benjamin, microscópica y frágil, sugiere al lector la existencia de un mundo oculto tras las figuras del mundo.

      Vale la pena insistir. Quizá el rasgo más nítido de toda colección sea este: en ella, lo que se busca es un encierro, una protección, un ensoñadero: uno de esos lugares que –como el museo, la biblioteca, el gabinete o el poema– permiten albergar descubrimientos, rarezas, piezas únicas, es decir,

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