Florentino Ameghino y hermanos. Irina Podgorny

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de otra escuela y un joven recién iniciado en la carrera del profesorado. La tercera estaba firmada por el francés Eduardo Vitry, reputado educacionista de la zona con experiencia en otra escuela de San Antonio de Areco y en la escuela francesa de Mercedes. La última era la del subpreceptor Ameghino, reconocido por los servicios prestados al municipio en campañas tales como la demolición del tajamar del molino local, fuente de exhalaciones pútridas e insalubres.

      En cada oportunidad que se otorgaba un empleo público, los periódicos se plegaban a la razón que habían asumido en la vida pública argentina: transformar en política de facciones los conflictos entre los particulares y los actos más nimios de la administración. Los numerosos periódicos de Mercedes tomaron partido, apoyando a uno u otro candidato. Pero otros también solicitaron sacar el puesto a concurso para evitar los favoritismos, actuando con independencia y en consonancia con la ley. En abril de 1877, una parte del vecindario pediría completar la vacante con el señor Ameghino. “Un padre de familia” protestaría, expresando que el candidato era demasiado joven, trayendo a colación la observación del inspector Osuna y agregando: “Está demasiado ocupado con sus fósiles, a los que se ha dedicado con un ahínco que lo honra, pero que no constituye una esperanza de que prefiera la educación de los niños, a la descubierta de estos”. El director del periódico publicaba esta carta y la objetaba: Ameghino cultivaba los estudios científicos en sus horas de descanso, después de haber cumplido con los deberes de su cargo, probando con ellos su amor a la ciencia. Cuestionaba, asimismo, el juicio del inspector. Hablando en nombre de los mercedinos, reflexionaba: “Sabemos cómo esos señores aprecian los hombres que viven en la campaña, a vuelo de pájaro o por el traje que llevan puesto. Y como el señor Ameghino no es muy paquete que digamos, es posible que el Inspector haya juzgado el traje de aquel y no sus conocimientos profesionales”. Él, que no había cultivado jamás su relación, podía referirse a Ameghino con toda libertad: un hombre honrado, inteligente, apasionado por el trabajo.

      Eduardo Vitry salió al ruedo. “Ameghino es demasiado joven, yo soy demasiado viejo.” No se proponía defenderlo, pero no podía soslayar que su dedicación a las ciencias naturales valía más que ocupar su ocio en los cafés, “como probablemente lo hace el padre de familia que critica el estudio en un joven”. En cuanto a él, con sus cincuenta y cuatro años de edad, se creía más capaz de dirigir cualquier establecimiento de educación que un cuarto de siglo antes, cuando, en Buenos Aires, había dirigido el Colegio de las Naciones con cuatrocientos discípulos. Vitry continuaba: “Tengo un año menos que Bartolomé Mitre y creo que Mitre es tan capaz de ser Presidente de la República como nunca lo ha sido [...] El malogrado D. Luis Traverso era de mi edad y quizás me ganaba en años y regenteaba muy bien su escuela”. Sin duda, Vitry conocía las reglas del ataque y la defensa en la prensa: en la década de 1850 no sólo había dirigido un colegio sino también L’Union, un periódico en francés, cuestionado por Sarmiento en El Nacional, el diario dirigido entonces por Avellaneda. Las escuelas particulares, la creación de diarios, la pluma educada a favor de una facción de la escala que fuera florecían en la pampa, formando argentinos en la naturalidad de esa lógica y de la pródiga gracia nacional.

      Los mecanismos y argumentos de este episodio –los enfrentamientos por el puesto de director de la escuela municipal de varones, un cargo que finalmente obtuvo– marcarían las estaciones de la vida de Ameghino: la del joven preceptor de Mercedes, la del naturalista de Buenos Aires, el profesor de Córdoba y el gran sabio postergado en su librería de La Plata. El apoyo en la prensa y las solicitadas anónimas firmadas por “un amigo”, “un aficionado”, “un padre” o “un vecino” se repetirían toda vez que estuvieron en juego los recursos o el empleo del Estado. Las reglas de la pampa copiaban las estrategias de la política conservadora y las de los charlatanes de feria, esos que curaban y ofrecían remedios milagrosos, agitando los diarios con testigos y campañas encabezadas por “los amigos de la verdad”. ¿Por qué no hacerlo? A fin de cuentas, la profesión de charlatán había tenido éxito, gozando de más de medio milenio de buena salud al compulsar, según criterios plebiscitarios, la verdad y la falsedad en la plaza y en los periódicos. Pero a diferencia de ellos, que no escribían ni construían nada, la lógica facciosa de la vida científica fue sedentaria. Así nacieron instituciones, museos y colecciones para el bien del país y de los habitantes de buena voluntad que habitaron la nación argentina.

      La prensa, por otra parte, propagó muchas novedades. Conectada a la red de cables, telégrafos, corresponsales o correo, definiría la circulación de las primicias científicas. Leyendo esos periódicos, repletos de invenciones y de inflamación por la ciencia, se despertaron deseos de emulación, de producir electricidad para el pueblo, anestesia para los sufrientes. Y, también, de encontrar la prehistoria del Plata.

      LA PREHISTORIA Y LA ANTIGÜEDAD DEL HOMBRE

      En la segunda mitad de la década de 1870, prehistoria era una palabra relativamente nueva en el vocabulario de las lenguas europeas. Denotaba un nuevo campo de conocimiento y la consolidación internacional de determinadas tradiciones académicas. Este término, que se aplica a los períodos del pasado humano carentes de testimonios escritos, fue discutido por la incongruencia que planteaba al sugerir la existencia de un momento de la humanidad cuando esta habría carecido de historia. De procedencia escandinava, fue acuñado en inglés alrededor de 1850 y empezó a ser aceptado recién a partir de la década siguiente gracias a unas conferencias publicadas en Londres en 1865 bajo el nombre de Pre-Historic Times. “El pasado sin palabras”, la historia de la humanidad más remota y la de los pueblos sin escritura, le debía todo a las piedras, a los huesos y a la basura.

      La nueva disciplina, denominada arqueología prehistórica o geológica, un puente entre los tiempos geológicos y los de la historia, aceptaba la contemporaneidad del hombre con la fauna extinguida del continente europeo: el mamut, el ciervo de astas gigantes y el rinoceronte peludo. En Francia, las exhibiciones universales de 1867 y 1878 y sus congresos antropológicos ayudaron a su consolidación. Desde 1865 contó con sus congresos específicos, una iniciativa del francés Gabriel de Mortillet y el marco donde se afianzaría la clasificación e internacionalización de las edades prehistóricas. Pronto chocó con la consolidación del americanismo, esa disciplina definida por el continente y que desde 1875 reunió en otros congresos a los historiadores, diplomáticos, coleccionistas, políticos y hombres de letras interesados en la historia y la geografía del territorio americano. En su segunda convocatoria (Luxemburgo, 1877), de la que participaron los argentinos Vicente Quesada y Juan María Gutiérrez, se debatió la antigüedad del hombre en América y la terminología apropiada: “La calificación de hombre prehistórico que en Europa es el hombre ante diluviano, cuyos restos se buscan en las osamentas fósiles, en América es, por el contrario, el hombre ante colombiano, pues nuestra historia solo comienza en la época del descubrimiento del Nuevo Mundo”. Mientras en Europa la distinción se basaba en la asociación con la fauna extinguida, en este continente se trataba de un acontecimiento histórico reciente. Por eso la expansión de la arqueología prehistórica hacia el Nuevo Mundo, empresa a la que se lanzó Ameghino, implicaba discutir este problema.

      Juan María Gutiérrez, rector de la Universidad de Buenos Aires, celebraba que la cátedra de Historia Natural del Departamento de Ciencias Exactas ayudara a varios jóvenes a inclinarse al estudio de la naturaleza y del “hombre cual fue en tiempos anteriores a la conquista española”. Confiada primero a Pellegrino Strobel y luego a Giovanni Ramorino, ambos italianos, prohijó nuevas instituciones y varias colecciones privadas. Strobel, durante sus dos años de permanencia en América del Sur, informó regularmente a De Mortillet sobre sus hallazgos en San Luis, Mendoza y la Patagonia, defendiendo que la secuencia prehistórica europea no podía aplicarse a todas las regiones del globo por igual. En 1867 lo reemplazaba Ramorino, nacido en Génova, con experiencia de campo en Moneglia y graduado en Ciencias Naturales en la Universidad de Turín. Asistente de la cátedra de Zoología y Anatomía Comparada de la Universidad de Génova, había trabajado sobre el problema del hombre fósil en Europa y participado en la fundación del Congreso Internacional de Arqueología

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