Integrismo e intolerancia en la Iglesia. Juan María Laboa

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Integrismo e intolerancia en la Iglesia - Juan María Laboa

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Para los integristas, la historia de los concilios acabó con el Vaticano I, mientras que el último concilio ha sido simplemente una equivocación.

      Resulta urgente para nosotros reflexionar sobre la situación actual y compararla con la que se vivía y pensaba hace cuarenta y sesenta años. ¿Ha progresado la recepción conciliar o, de alguna manera, se ha congelado lo que fue y representaba el Concilio? No es posible volver atrás sin más, pero ¿se afrontan las necesidades y las preguntas adecuadamente? Mientras tanto, debemos evitar la tentación de una Iglesia abstraída en sí misma, sin tener en cuenta debidamente su espíritu misionero y profético. Debe subrayar la vigencia de las dos grandes Constituciones (Lumen gentium y Gaudium et spes) y mantener la identidad de una Iglesia que no se preocupe tanto de encontrarse compacta prescindiendo del mundo real cuanto de reconocer la riqueza del pluralismo de culturas y de las mociones del Espíritu, el único origen y autor de un mensaje que las interpela.

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      EL FUNDAMENTALISMO EN LA HISTORIA DEL CRISTIANISMO

      El fundamentalismo o integrismo ha constituido una tentación muy frecuente tanto en la historia del cristianismo como en la de las otras religiones. Una tentación en abierta contradicción con la exigencia evangélica de amar a todos los seres humanos, porque todos somos hijos del mismo Padre, y con el convencimiento de que el acto de fe es necesariamente un acto libre, fruto de la generosidad divina. De hecho, los cristianos han caído en ella con frecuencia, con palabras y obras, con consecuencias siempre nefastas para la convivencia entre los creyentes y para la interioridad del acto de fe.

      Se podría describir el fundamentalismo como una inclinación hacia la pureza de los orígenes y hacia la demarcación nítida de los límites institucionales, junto al recelo, cuando no el rechazo, del mundo y de la cultura exteriores, considerados siempre como peligrosos y pecaminosos; con tendencia a la actitud milenarista y a la exigencia de aceptación y cumplimiento en su literalidad de la Escritura, en busca de una objetividad obsesiva que avala la verdad revelada e infalible, mientras acepta solo la tradición garantizada por la interpretación de la autoridad legítima y competente. Esa autoridad, sin embargo, parece que no puede dar una nueva explicación a las interpretaciones de las tradiciones que han ido surgiendo en distintos momentos de la historia.

      El filósofo francés Maurice Blondel escribió en 1910, durante la crisis modernista, una descripción aguda tanto del síntoma como del diagnóstico de este mal. Para él, al cristianismo abierto le pertenece «la conciencia del entrecruzamiento de toda la realidad histórica y la necesidad de introducirse en su interior mediante una acción de atrevida solidaridad, para experimentar la realidad histórica en su dinamismo terreno». Frente a esta actitud, Blondel considera que la mentalidad integrista piensa que «se puede agotar la realidad en conceptos abstractos, fijos e inalterables, de modo que basta con actuar teniendo ante los ojos ideas rectas para, de ese modo, mover rectamente el mundo».

      Desde otro punto de vista, el cristianismo más abierto considera que «también naturaleza y gracia están entreveradas. Y que hay caminos en Dios que van también de abajo arriba y que conducen a los hombres de buena voluntad, aunque se hallen fuera de la Iglesia». En cambio, para el integrismo, «la revelación es primariamente un sistema de conceptos doctrinales que, por definición, no pueden ser hallados de antemano en ninguna parte del mundo de los hombres. De ahí que solo pueda ser ofrecida a los fieles, para su aceptación pasiva, por una autoridad eclesiástica puramente descendente».

      De este punto de arranque del integrismo, Blondel concluye que en una sociedad regida por el integrismo podemos encontrar, por un lado, la regresión del mensaje cristiano, que es ley de amor que libera al alma, a mera ley del temor y de la coacción; por otro, una sacralización del poder capaz de identificar a quienes ostentan tal poder con la verdad revelada, a fin de conseguir una teocracia de corte puramente humano, y, finalmente, la convicción de vivir en perpetuo estado de sitio, situación que exige una disciplina de guerra, obediencia ciega y supresión de los considerados poco dóciles o demasiado autónomos.

      En la historia del cristianismo han estado permanentemente presentes estas dos psicologías, estas dos concepciones, que han marcado la historia de las personas y la historia de las instituciones, en función, también, de las circunstancias históricas y del marco político-social en el que se encontraba el cristianismo de cada época.

      Teniendo en cuenta estas consideraciones y las reflexiones que vayan produciéndose a lo largo de este planteamiento, podemos recorrer de manera somera algunas manifestaciones que a lo largo de los siglos han señalado y reforzado esta mentalidad dentro del cristianismo.

      Infancia del cristianismo

      Podríamos partir de la parábola de Jesús en la que el protagonista envía a sus criados a las calles, caminos y plazas para invitar a los que pasan por ellos al banquete por él organizado. Se trata de una invitación universal, generalizada, de acuerdo con el mandato posterior del Señor: «Id a todos los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

      Esta invitación universal chocará, en un primer momento, con la mentalidad de los judeocristianos, que pretendieron mantener, en la nueva situación creada por la aceptación de la doctrina de Jesús, las leyes propias del Antiguo Testamento en toda su literalidad, actitud que provocó el inmediato rechazo de Pablo, quien, habiendo comprendido la novedad del cristianismo, predicó una religión que no se limitaba a un pueblo ni a una cultura, sino que estaba destinada al conjunto de los pueblos y de las civilizaciones.

      Los temas más conflictivos fueron los de la exigencia de la circuncisión para los nuevos cristianos y el mantenimiento de las prescripciones sobre los alimentos «puros» e «impuros». Bien pronto se instalaron en Jerusalén tres grupos fuertemente divergentes –no solo en relación con las prácticas y los ritos– que se enfrentaron entre sí con gran determinación: los agrupados alrededor de Santiago, «el hermano del Señor»; el grupo que se identificaba con la teología y el espíritu del cuarto evangelio, y los helenistas. Pablo consiguió finalmente que sus ideas doctrinales y morales fueran aceptadas por el naciente cristianismo, pero no se puede olvidar el ardor de los judíos en la defensa de sus ideas y las dificultades que la actitud de los judeocristianos causó en estos primeros tiempos.

      Durante tres siglos, los cristianos vivieron en minoría y en debilidad. Respetaban a las autoridades estatales, pero, al mismo tiempo, mantenían con valentía su identidad. Cuando las persecuciones arreciaban contra los cristianos, estos reaccionaron con generosidad y espíritu de cuerpo. Consideraron como un pecado grave los sacrificios a los dioses paganos, pero en general fueron bastante comprensivos con los «lapsos», aquellos que habían sucumbido por miedo al sufrimiento y al martirio. No buscaron la persecución, pero, si eran apresados, se mostraban valientes, y la mayoría confesaba su fe con gallardía. Sin embargo, unos cuantos provocaron a las autoridades y no cejaron en su empeño hasta ser ejecutados. Nunca la Iglesia aprobó esta actitud exhibicionista de algunos fieles y la condenó abiertamente. Un fenómeno parecido tuvo lugar siglos más tarde en Córdoba, capital del califato árabe hispano. También la Iglesia mozárabe prohibió a sus fieles buscar el martirio. Había que dar testimonio de su fe, pero no exhibirla con el fin de ser martirizados.

      El tema de la misericordia y la compasión frente a la rigidez y la postura de exigencia radical apareció también en la historia de la evolución de la penitencia. Frente a quienes no admitían un perdón posterior al bautismo, va desarrollándose la idea del sacramento de la penitencia, que puede repetirse en algunas circunstancias. Frente a quienes no admitían que los «lapsos» fueran readmitidos en la comunidad de los fieles, la Iglesia consideró que su debilidad no podía ser castigada de manera definitiva, sino que la penitencia podía dar paso a una nueva readmisión.

      A medida que el número de cristianos

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