Integrismo e intolerancia en la Iglesia. Juan María Laboa

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Integrismo e intolerancia en la Iglesia - Juan María Laboa

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que libera el alma. En nombre del Señor se ejercía un rigor que él jamás habría usado. Por esta razón, el ciego conformismo exigido a los súbditos se transforma en la más radical perversión del cristianismo que pueda concebirse. Por muchas distinciones y explicaciones razonables, tanto ambientales como temporales, que puedan ofrecerse sobre la Inquisición, no cabe duda de que resulta poco explicable con el Evangelio en la mano.

      Era propio de la época y de una historia prolongada la intolerancia y la imposición religiosa a pueblos con otras tradiciones. Recordemos las palabras de Lutero: «No pierdan tiempo con los herejes, ellos pueden ser condenados sin escucharlos». El enfrentamiento duradero entre católicos y protestantes llevó a una situación esquizofrénica. Ninguno de ellos admitía la honradez y la buena voluntad del otro. Eran la perversión, el pecado, el demonio. Lo más importante no era que todos creyeran en Cristo, sino que lo radicalmente decisivo era la separación, el abandono de la tradición, la evolución de la liturgia.

      El mal uso de la tradición tiene como característica determinante la pretensión de recluir el presente en un pasado ya interpretado según unos criterios concretos, que es presentado como ejemplar y normativo. Los grupos o tendencias fundamentalistas rechazan explícitamente uno de los atributos mayores del ser humano: la capacidad de interpretar y discernir como señal inequívoca de la libertad lo que el ser humano puede ir adquiriendo en su vida cotidiana. Calvino, por su parte, mostró la actitud rígida e intolerante con quienes pensaban de otra manera. La ejecución en Ginebra de Miguel Servet y de otros representantes de teorías distintas de las suyas ha quedado como una muestra llamativa de su manera de juzgar y actuar. Por otra parte, Calvino es un buen ejemplo, presente en otras Iglesias, de cómo la teocracia acababa por imponer planteamientos morales propios de quienes la dirigían.

      En el tratamiento de este tema conviene tener en cuenta que la tolerancia, el pluralismo, la convergencia de concepciones, por una parte, y, por otra, la intolerancia y el fundamentalismo tienen que ver con la doctrina, pero también, y a veces de manera determinante, con la cultura, la psicología y el talante de los individuos y de la sociedad civil del momento. Por otro lado, en el catolicismo coincide, no siempre armoniosamente, la necesaria y permanente adaptación entre una legislación con pretensión de universalidad y la obligada asimilación de las condiciones y realidades locales. La permanente tensión existente entre el centro romano y las periferias nacionales responde también a esta realidad. Todo ello puede dar la impresión de una convivencia embarazosa entre una uniformidad vertical y un anarquismo desbordante. Algunas actitudes fundamentalistas responden a esta tensión no siempre bien planteada y pocas veces bien asumida.

      Inocencio VIII, papa renacentista, de vida moral problemática, escribió y publicó en 1484 una bula contra las brujas, legitimando la represión de tal fenómeno por parte de la Inquisición. Lo que no se comprendía era mirado con suspicacia y juzgado con tal severidad que podía acabar en la pena de muerte. La Inquisición empezó a castigar los pecados de brujería, reales o supuestos, por más que existía una bula de Alejandro IV (1257) que aconsejaba a los inquisidores no ocuparse de tales crímenes si no había sospechas de real herejía. Es verdad que la brujería era temida y condenada desde hacía mucho tiempo en los diversos países europeos, ya antes del cristianismo, pero no cabe duda de que esta bula favoreció una cruel represión, en un tiempo en el que autores de renombre favorecían un creciente humanismo que defendía una mayor libertad del hombre.

      Fundamentalismo contemporáneo

      Para precisar el concepto en su significación actual y en contraste con el integrismo podríamos partir de la consideración del fundamentalismo cristiano como «la insistencia por la motivación religiosa o política en un punto de vista absoluto de la verdad», y asociando a esta actitud «un rechazo de ciertos principios importantes del mundo moderno, como la tolerancia, el pluralismo, la secularización y el relativismo» 1, por miedo a que estos derechos disminuyesen la autoridad y la actuación de Dios y de la Iglesia en la sociedad, tal como escribió Pío VI en el breve Quod aliquantum, de condena de los derechos del hombre y del ciudadano: «Pero ¿qué podía haber más insensato que el establecimiento entre los hombres de esta igualdad y esta libertad desenfrenada que parece borrar toda razón? La libertad de pensar y actuar, ¿no es un derecho quimérico contrario a los derechos del Creador supremo, a quien debemos la existencia y todo lo que poseemos?».

      Se trata de un fenómeno que se inició fundamentalmente en el siglo XIX, siglo traumático y desconcertante para las Iglesias. No se trataba de las persecuciones tradicionales, de la nacionalización de sus bienes, sino de algo más sutil e inquietante, del cambio de mentalidad dominante durante siglos en nuestras sociedades, de la manifestación de actitudes diversas ante el fenómeno religioso, de la necesidad de adaptarse a un pluralismo de ideas manifiestamente contrarias a los que se consideraban fundamentos intelectuales de los dogmas. Puede resultar desconcertante que el fundamentalismo se multiplique en la edad de los derechos humanos, de la tolerancia y del relativismo, aunque, tal vez, precisamente debido a estos logros de las libertades individuales haya aumentado de manera considerable el talante fundamentalista.

      En 1831, Lamennais comenzó a publicar un periódico, L’Avenir, cuyo lema, «Dios y Libertad», sintetizaba su programa: compaginar la fe en Dios y la defensa de las libertades. Se trataba de una defensa que englobaba la libertad de conciencia, de cultos, de prensa, de enseñanza; libertad de los pueblos frente a la tiranía y la opresión; libertad de la Iglesia en y frente al Estado. Y esto suponía unos obispos libremente elegidos, pero también una Iglesia sin ayuda económica estatal. Se trataba, ciertamente, de un nuevo enfoque y de una manera diversa de situar la Iglesia en el Estado y en la sociedad democrática. Esto disgustó a muchos obispos y a buena parte del clero maduro. Se sintieron de repente débiles al no contar con el apoyo del Estado. Llovieron las acusaciones a Roma, exigiendo la clausura del periódico. La encíclica Mirari vos condenó los principios liberales y, al mismo tiempo, los intentos de relacionar y compaginar los principios religiosos y eclesiásticos con las libertades, al tiempo que se impedía que una Iglesia más autónoma se situase con comodidad en una sociedad más democrática.

      En realidad, lo que estaba en juego era sobre todo la capacidad de conjugar la identidad del cristianismo con la práctica decidida de la libertad de conciencia y de interpretación del hecho religioso. La decisión eclesial fue hostil, incluso brutal, por ejemplo con motivo de las «restauraciones» políticas de 1814 y 1822 y en algunos episodios de las guerras carlistas en España o miguelistas en Portugal. Se produjo en el seno eclesial una reacción de miedo e incomprensión: «Quien no está conmigo está contra mí», «quien no interpreta y comprende exactamente como lo hago yo está fuera de los límites permitidos». Esta actitud intolerante, poco creativa, incapaz de asumir los profundos cambios de una sociedad más libre, con más conocimientos y con una economía más saneada, favoreció la reacción furiosamente anticlerical de un liberalismo alimentado en las fuentes de la Ilustración y poco propenso a comprender el sentido del sentimiento religioso.

      La modernidad

      Como es bien conocido, los siglos XIX y XX han constituido una época de profundos cambios y transformaciones en la sociedad europea. El progreso ha supuesto, a menudo, el abandono de antiguas costumbres, métodos, ideas y prejuicios. Para el mundo cristiano, todo esto abarcaba y comprendía la palabra «novedades». Toda novedad parecía contener, de hecho, una carga negativa profunda. La novedad no era buena para la Iglesia y se enfrentaba directamente a la tradición 2. Los cultivadores de las novedades resultaban siempre peligrosos y cercanos a la herejía, si no habían caído ya en ella 3. La tradición comenzó a significar también lo antiguo, la rutina, lo repetido, lo conocido. Se convirtió en una trampa. Ya no era «el sábado para el hombre, sino el hombre para el sábado», sin darse cuenta de que la tradición representaba, a menudo, costumbres, hábitos y reglas recientes que no eran aceptables para el hombre contemporáneo ni imprescindibles para la vida evangélica. En efecto, en el largo conflicto de mentalidades y de ideas que ha dividido a los católicos

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