Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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—Le ruego que me perdone —repuso mi compañero, quien había excitado la cólera del hombrecillo con un súbito acceso de risa—. Sin duda corresponde a usted el mérito de haber descubierto antes que nadie la inscripción, debida, según usted afirma, a la mano de uno de los actores de este drama. No me ha dado lugar aún a examinar la habitación, cosa a la que ahora procederé con su permiso.
Esto dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica y una lupa, de grueso cristal y redonda armadura. Pertrechado con semejantes herramientas, se aprestó después a una silenciosa exploración de la pieza, deteniéndose unas veces, arrodillándose otras, llegando incluso a ponerse de bruces en el suelo en determinada ocasión. Tan absorto se hallaba por la tarea, que parecía haber olvidado nuestra presencia, estableciendo consigo mismo un diálogo compuesto de un pintoresco conjunto de exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de triunfo y ánimo, emitidos en ininterrumpida sucesión. Imposible era, frente a parejo espectáculo, no darse a pensar en un sabueso bien entrenado y de pura sangre en persecución de su presa, ora haciendo camino, ora deshaciendo lo andado, anhelante siempre hasta el hallazgo del rastro perdido. Más de veinte minutos duraron las pesquisas, en el curso de las cuales fueron medidas con precisión matemática distancias entre marcas para mí invisibles, o aplicada la cinta métrica, repentinamente, y de forma igualmente inalcanzable, a los muros de la habitación. En cierto sitio reunió Holmes un montoncito de polvo gris y lo guardó en un sobre. Finalmente, aplicó al ojo la lupa y sometió cada una de las palabras escritas con sangre a un circunstanciadísimo examen. Hecho lo cual, debió dar las pesquisas por terminadas, ya que fueron lupa y cinta devueltos a sus primitivos lugares.
—Se ha dicho que el genio se caracteriza por su infinita sensibilidad para el detalle —observó con una sonrisa—. La definición es muy mala, pero rige en lo tocante al oficio detectivesco.
Gregson y Lestrade habían seguido las maniobras de su compañero amateur con notable curiosidad y un punto de desdén. Evidentemente ignoraban aún, como yo había ignorado hasta poco antes, que los más insignificantes ademanes de Sherlock Holmes iban enderezados siempre a un fin práctico y definido.
—¿Cuál es su dictamen? —inquirieron a coro.
—¿Me creen capaz de menoscabar su mérito, osando iluminarles sobre el caso? —repuso mi amigo—. Están ustedes llevándolo muy diestramente, y sería pena inmiscuirse.
No necesito decir la hiriente ironía de estas palabras.
—Si tienen ustedes en lo sucesivo la bondad de confiarme la naturaleza de sus investigaciones —prosiguió—, me placerá ayudarles en la medida de mis fuerzas. Entre tanto sería conveniente cruzar unas palabras con el policía que halló el cadáver. ¿Podría saber su nombre y dirección?
Lestrade consultó un libro de notas.
—John Rance —dijo—. Está ahora fuera de servicio. Puede encontrarle en el cuarenta y seis de Audley Court, Kennington Park Gate.
Holmes tomó nota de la dirección.
—Venga, doctor —añadió—; vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre... En cuanto a ustedes —dijo volviéndose hacia los policías—, les haré saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato, cometido, para más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta, se halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su altura, llevaba a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino es de faz rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No son muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna ayuda.
Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.
—Suponiendo que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser ejecutado? —preguntó el primero.
—Veneno —repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la puerta—. Otra cosa, Lestrade —añadió antes de salir—. «Rache» es palabra alemana que significa «Venganza», de modo que no pierda el tiempo buscando a una dama de ese nombre.
Disparada la última andanada dejó la habitación, y con ella a los dos boquiabiertos rivales.
4. El informe de John Rance
A la una de la tarde abandonamos el número tres de Lauriston Gardens. Sherlock Holmes me condujo hasta la oficina de telégrafos más próxima, donde despachó una larga nota. Después llamó a un coche de alquiler, y dio al conductor la dirección que poco antes nos había facilitado Lestrade.
—La mejor evidencia es la que se obtiene de primera mano —observó mi amigo—; yo tengo hecha ya una composición de lugar, y aún así no desdeño ningún nuevo dato, por menudo que parezca.
—Me asombra usted, Holmes —dije—. Por descontado, no está usted tan seguro como parece de los particulares que enumeró hace un rato.
—No existe posibilidad de error —contestó—. Nada más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba —al menos tal asegura Gregson— por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos.
—De momento, sea... —repuse—; ¿pero cómo se explica que obre en su conocimiento la estatura del otro hombre?
—Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un individuo está en consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta dificultades, aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y el polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente entre paso y paso. Otra oportunidad se me ofreció para poner a prueba esta primera conjetura... Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban a más de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de niños.
—¿Y la edad?
—Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde estaba, anda todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un charco de semejante anchura con dos clases de huellas: las de las botas de charol, que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay misterios. Me limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos sobre observación y deducción que usted pudo leer en aquel artículo. ¿Tiene alguna otra curiosidad?
—La longitud de las uñas y la marca del tabaco —dije.
—La inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice, untada en sangre. A través de la lupa acerté a observar que el