Caminos de reconciliación. Pablo Romero Buccicardi
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Los que nos prometieron llevarnos a Argelia nos dejaron tirados en el desierto, quitándonos el dinero, la comida, el agua. Solo nos quedamos con unos paquetes de bizcochos. Así pasamos dos o tres días buscando la salida. En un momento dado nos topamos con cuerpos de personas que habían muerto en el camino... Nosotros, sin agua, íbamos a terminar igual. Tuvimos que beber nuestra propia orina... teníamos que sobrevivir. Y así seguimos buscando la salida del desierto junto a un grupo de mujeres. La salvación vino de unos policías argelinos que estaban haciendo una ronda. Cuando los vimos, nos acercamos y ellos nos atendieron: nos dieron agua para beber, para ducharnos, y alimentos. Tras eso nos preguntaron qué queríamos. Mi amigo Smith respondió que solo queríamos estar bien, tener una vida tranquila. Y entonces nos dijeron: «Podéis pasar».
Rodrigo y Smith entraron en Argelia y comenzaron a buscar trabajo. Lo encontraron en la construcción. «Se necesitaba mano de obra y allí nos contrataron. Trabajamos muy duro... muchas horas», recuerda Rodrigo. Cuando habían pasado unos meses, Smith le dijo que quería seguir, y Rodrigo le dijo que lo acompañaría. Estando con esas ideas en la cabeza les sucedió otro hecho terrible. Rodrigo se quiebra al relatarlo:
Nunca podré olvidar eso... Yendo mi amigo a un trabajo que le habían ofrecido le violaron entre tres personas... Algunos chicos con los que habíamos entablado amistad querían ir a denunciarlo, pero, cuando se acercaron, les dijeron que no éramos nadie, que éramos ilegales. Además, estando allí ilegalmente, era una forma de entregarse a la policía. Así que Smith y yo decidimos partir ya hacia Europa...
Fueron dos días con sus noches caminando hasta la frontera con Marruecos. «Con Smith arrastrándose, casi sin fuerza», cuenta Rodrigo. Pero lo lograron. Cuando llegaron a la frontera, cogieron un bus hasta Tánger, el puente a Europa.
«Me desperté en el hospital de Tarifa»
En Tánger vivieron de la limosna. Rodrigo, en especial, se sentaba todos los días a las afueras de un puesto de un pescador y pedía algo de dinero o alimentos. Además, cuando el dueño del local llegaba, le ayudaba a descargar el pescado, a limpiarlo y a hacer el aseo del negocio. Fue este pescador el que finalmente les ofreció la ocasión para ir a Europa. «Tuvimos mucha suerte», cuenta Rodrigo.
Un día me dijo que él sabía que yo estaba allí para ir a Europa, igual que toda la gente. Y me dijo: «Yo te voy a ayudar, pero nadie tiene que saberlo». Él, con su barco, nos podía acercar a España... Así se lo conté a mi amigo Smith y le pregunté: «¿Qué hacemos?». Él me dijo que era una ocasión que no podíamos perder, que teníamos que irnos. «En África no tenemos futuro como gais... vamos a vivir siempre escondidos», me remarcó. Entonces aceptamos la ayuda de ese hombre.
En el día señalado embarcaron. Cuando España estaba ya a la vista, el pescador se lo señaló. Tras ello les pasó unos salvavidas, llamó a Salvamento Marítimo y Rodrigo y Smith se tiraron al mar.
Rodrigo no recuerda el rescate. Al despertar estaba en el hospital de Tarifa, España.
Un asilo in extremis
Llegar a España no significaba que la meta estuviera cumplida. Faltaba que el Estado español permitiese a Rodrigo quedarse. Y esto no estuvo nunca asegurado, al contrario.
Habiendo pasado unas semanas desde que ambos ingresaron en el hospital de Tarifa, se les comunicó que serían deportados a Camerún. Cuando se cumplieron dos meses desde que llegaron a España, se les trasladó a Madrid, al Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE), a esperar que se ejecutara la orden.
En el CIE estuvieron poco más de un mes en un estado de debilidad física y emocional. Un día se les notificó que tenían ya el billete para volver a Camerún. La partida era inminente. Rodrigo, entonces, se desesperó. Con quienes podía conversar recuerda que les decía que él no iba a volver, que antes volvía su cadáver... que él, con tantos sufrimientos y humillaciones recibidos, no podía volver. Se apoyaron en la Cruz Roja y en la ONG SOS Racismo. En una entrevista con un miembro de esta última apareció la luz.
Un señor nos dijo: «Pero, vosotros, ¿qué problema realmente tenéis?». Nos apartamos entonces con mi amigo para hablar un momento y decidimos contar la verdad. Le dijimos que en Camerún éramos perseguidos por ser gais y que necesitábamos quedarnos aquí. Había allí también una abogada que, cuando nos escuchó, lloró. Y al acabar nos hablaron de la posibilidad de pedir asilo. Yo ni sabía lo que era, y menos cómo funcionaba. El señor nos ayudó entonces a escribir la petición.
La solicitud fue aceptada de un día para otro en el caso de Rodrigo. Fue el 5 de junio de 2015. Finalmente, estaba libre y en España con casi 29 años cumplidos. En el caso de Smith, la solicitud paralizó el vuelo, pero, por razones que Rodrigo desconoce, la solución finalmente vino desde Francia. Allí reside desde entonces.
Libre, pero agotado
La libertad de movimiento en España fue para él un desahogo. Se había salvado de una vuelta al infierno, pero ¿qué hacer en concreto ahora? ¿Cómo moverse? No sabía hablar español, solo francés y un poco de inglés. Tampoco contaba ahora con la ayuda de su amigo Smith...
Salí del CIE de Madrid, en Aluche, con 5 euros que me dieron, una bolsa con una muda de ropa, un billete de metro y un documento. Con ellos tenía que ir a la Oficina de Asilo, en la calle Alfonso XIII. Todavía tengo guardado ese papel... todo lo he guardado. Cuando llegué, la asistente social me dijo que no había plaza para mí en ningún piso. Le dije entonces que me quedaría allí durmiendo en la oficina, que no tenía donde ir... Yo tenía hambre y me puse a llorar. La mujer se compadeció y me dijo que no me preocupara, que iba a llamar a una amiga de una asociación llamada Accem para ver si tenían plaza. Y al final sí la tenían. Me dieron entonces una tarjeta roja y el dinero para sacarme una foto de carné –que también tengo guardada– y partí al albergue...
Rodrigo recuerda con detalle esos primeros movimientos: «En el albergue me dieron comida, una toalla para ducharme. Me corté la barba... Luego, un billete de diez viajes... y me dijeron que, al día siguiente, fuera a la asociación, que me asignarían a un piso». Finalmente, recaló en una casa en Vallecas.
Como suele pasarles a muchos desplazados como él que han vivido situaciones traumáticas, una vez posibilitado el descanso, el cuerpo y la psique acusa el golpe de todo lo recibido. Así lo relata Rodrigo:
En ese momento me subió todo lo vivido en mi país, en el camino a España, en Tarifa, en el CIE de Aluche... Me vino todo de golpe... No salía de mi habitación. Tenía la ventana cerrada... Tenía miedo de que aquí en España me pasara lo mismo que había vivido antes. No quería salir ni conocer a nadie... No confiaba en nadie... No quería hacer nada. Me vino una depresión...
Rodrigo cuenta que fue el responsable de la casa el que lo sacó de su habitación para llevarlo a una psicóloga de Accem. Con esta última, Carolina, empezó un acompañamiento que Rodrigo agradece mucho: «Me ha ayudado bastante... muchísimo». En particular, en esos primeros tiempos la ayuda psicológica le sirvió para comenzar a funcionar paso a paso, en un ambiente de casa que al principio le fue extraño y, luego, directamente violento.
Pasados unos meses me quedé yo como el único cristiano en casa, y un grupo de los que estaban ahí me hicieron la vida muy dura. Me tiraban la comida y mi ropa a la basura, me ensuciaban mis cosas, me llamaban esclavo... Un día grabé todo