Récord de permanencia. Gabriel Insausti Herrero-Velarde
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«Me aburro», dice de vez en cuando el niño. Y, de inmediato, se abalanzan sobre él los adultos, lo distraen con una sucesión de carantoñas, de cosquillas, de bromas, de juegos, de objetos, de juguetes, de… Luego, cuando se han cansado, le regalan bagatelas destellantes, tecnologías multicolor que lo aturden y le impiden percibir cómo, en realidad, en su fuero interno sigue tanto más aburrido, simplemente ha demorado un tanto la confrontación con ese aburrimiento. ¡El aburrimiento, horror de los horrores! Es decir, la percepción de ese vacío en nuestro interior. El desenlace es hoy, las más de las veces, que se enchufa al niño —como un electrodoméstico más— a un aparato. El niño abre la boca en una terminal de internet y traga, traga, traga.
Quizá deberíamos perderle el miedo al aburrimiento. «Abúrrase», decía Max Jacob a aquel corresponsal, «porque de ahí surgirán las ideas». De esa inacción momentánea, de ese tiempo disponible, nace todo lo que no tiene traducción en una utilidad inmediata. Basta cerrar esa terminal durante un rato y el niño encontrará qué hacer, en lugar de limitarse a deglutir la irrelevancia. De la admiración, decían los griegos que había brotado la filosofía. ¿Y no será más bien del aburrimiento?
—Mira qué luna, vecino. La he encargado para ti.
Y así era: una luna enorme, redonda, salía por el este, entre unos cirros muy ralos que difuminaban la luz en un nimbo amarillento. Apenas había amanecido sobre los montes y se la veía a través de las ramas desnudas de las encinas, a lo largo de la muralla. El vecino, bromista, la había encargado para mí, eso decía. En la calma de esa tarde de noviembre vertía su claridad de un modo casi irreal, fantástico, como sacada de un cuento.
Luego el vecino ha encendido su cigarrillo y yo el mío, y hemos pegado la hebra sin dejar de contemplar ese disco que se alzaba poco a poco sobre el paisaje, como el foco que sigue a un artista por el escenario. El vecino ha hablado sucesivamente de un gran ojo suspendido en el cielo, de una moneda de plata, de un botón de nácar… Y mi asombro inicial, la sorpresa con la que me bebía unos minutos atrás esa claridad lechosa, ha ido muriendo en un velo de disgusto que sólo anhelaba el silencio.
El tedio —Leopardi, Baudelaire, Pessoa, Moravia— como forma rectora de la sensibilidad moderna. El tedio como su condición natural, como el espacio en el que aparece lo único real, o sea, la soledad de la propia conciencia, espantada ante el espectáculo de la nada. El tedio como el rostro cotidiano de esa nada. El tedio como correlato anímico de la parvedad de la existencia. El tedio como conclusión dada de antemano, ante lo irrelevante de la propia biografía… o, por qué no, como punto de partida para la aventura.
Hay tantas cosas… Vivir es hoy un barullo donde los objetos se atropellan, nos reclaman, nos ocupan. Y luego están esas cáscaras huecas, llenas de mayúsculas y siglas, o esas palabras tan largas, que acaban siempre en “ción” o en “ismo”, y que repetimos con mucho énfasis como si significasen algo.
A veces, cuando se agita ese señuelo por todas partes, siento la tentación de la nada. Recuerdo entonces a un amigo que viajó por la India y el Nepal, de aldea en aldea, y que casi llegó a hacer cumbre en los Annapurnas. En uno de aquellos valles, en un rincón perdido, había encontrado un lago hermosísimo, sin ninguna población en varios kilómetros a la redonda. Había bordeado aquel pedazo de azul caído del cielo y había encontrado finalmente la cabaña de un hombre que vivía allí, solo. El anciano lo había invitado a pasar una noche bajo su techo, cuando declinaba el sol. Pero antes de cenar se había retirado un poco, con un instrumento parecido a una balalaika, a un hierbal que caía como una lengua verde hasta la orilla del lago. «Toda mi vida es esto», le había explicado aquel hombre, «el lago y la música de estas cuerdas, cuando se pone el sol».
Sí, a veces, cuando nos atosiga la vida, parece que es preciso hacer como ese anciano: negarlo todo, retirarse a un lugar donde la multitud no estorbe esa visión del vacío que llevan las cosas dentro y que encierra una forma de felicidad. Y lo único que me salva entonces es un puñado de costumbres —la mesa, el balcón, la plazuela, la fuente, los castaños— del que se diría que ya formo parte. Regreso a ellas, a ese mundo a escala, a ese otro lago, como un pájaro que se posa cansado tras el vuelo… y sabe que antes o más tarde volverá a batir las alas, en busca de quién sabe qué bagatela.
Lejos. Hay días en que sentimos todo lejos. Días en los que vamos de aquí para allá, hacemos las labores de la jornada y en ningún momento sentimos que habitamos las cosas. Es como si un cerco de indiferencia las cubriese. Igual da esto o aquello, ese camino que aquel otro, sólo importa cumplimentar un guión que nadie sabe quién ha escrito y llegar a la meta.
A lo peor es eso, tener demasiado a la vista un propósito, otearlo al fondo de la escena, lo que interpone esa barrera entre las cosas y nosotros. No se trata siquiera de ese ensimismamiento que produce el dolor, esa niebla que rodea a quien se concentra en su sufrimiento y lo deja aislado, ajeno a todo, como si habitase ya otro mundo. Lo que sucede más bien es que hay que pasar aprisa sobre objetos, lugares, incluso personas, sin detenernos a darles a cada uno lo suyo, la parte de nosotros que les toca. Para defendernos de ese reproche que una voz nos dicta adentro, pintamos esa lejanía que casi nos sustrae de la vida. «Mañana», nos decimos. Y la vida es siempre hoy.
Lo que llamo mío no cabe en mí.
Ya casi ni es noticia. Se trata más bien de uno de los ritos con los que la televisión cierra su predecible círculo, cuando avanza la primavera. Los noticiarios muestran el deshielo de los polos y lo aderezan con una retahíla de cifras y porcentajes que dicen bien poco. Más elocuentes son esas imágenes: con un sonoro estruendo, del casquete polar se desgajan y caen inmensos bloques blanquecinos. Luego se fragmentan en pequeñas balsas a la deriva, sobre un pálido azul, formando una flota de grumos de paredes verticales que transita lentamente por el océano, a la deriva.
Se habrá repetido miles, millones de veces en la historia del planeta, pero ahora esa imagen se nos ofrece como testimonio de una novedosa amenaza: si la Tierra sigue aumentando su temperatura, dicen, toda esa masa terminará por fundirse por completo, haciendo que se eleve el nivel de los mares. Y el proceso es cada vez más rápido, al parecer: el hielo refleja la luz solar y se funde sólo cuando el agua se calienta lo bastante, de modo que cuanta más agua y menos hielo haya, más se acelerará el fenómeno, en una progresión geométrica. Al final, mientras una voz en off explica estos pormenores, la cámara sigue a algún oso blanco solitario, en pie sobre una de esas precarias naves oscilantes, perplejo porque lo que tenía por un hogar definitivo va desapareciendo bajo sus pies.
Quizá esa perplejidad es también nuestra. Si toda alteración nos obliga a cuestionar un orden que creíamos perpetuo, más aún cuando se trata de la naturaleza: de pronto, descubrimos que bajo nuestra ingenua fe en su vida inmutable y cíclica yace una historia, con sus cambios paulatinos, sus cataclismos, sus edades. Todas sus normas, que dábamos por supuestas, y sobre las que habíamos erigido nuestro mundo, deben ser revisadas. Qué será, por ejemplo, de ciudades como Venecia. Qué de tantos pueblos costeros, acostumbrados a mirarse en el espejo de un mar que nace a la puerta de las casas. En realidad, más que de lo que ya ha sucedido, esas noticias nos hablan de lo que ha de suceder: ensayan el vaticinio del profeta.
Durante unos minutos imagino ese paisaje desolado, con la Ca d’Oro sepultada por agua y salitre, o las calles de Amsterdam bajo arena y coral. Son, sí, lugares ya perdidos, condenados de antemano ante un mar contra el que nada pueden diques y otros artefactos. Esa marea irremisible los irá sumiendo en el océano, aseguran.
Entonces recuerdo aquellas andanzas, cuando niño, en la playa: al llegar las mareas vivas, en septiembre, las rocas que el mar dejaba a flote, al retirarse. Allí, entre algas y légamo, pertrechados de reteles dábamos con cangrejos, lapas, mejillones, carraquelas, alguna estrella marina,