(Pre)textos para el análisis político. Moisés Pérez Vega
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A ello apunta Alarcón, aprontando los registros que respaldan su propuesta, en un itinerario que captura: a) los inicios de la ciencia política en el siglo XIX hacia elementos explicativos más allá de la argumentación histórica, la justificación ética o la mera descripción; b) la incidencia del positivismo, el racionalismo y el método científico en la construcción de una ciencia política con contenido empírico; c) los frutos de la ciencia política a partir de seis enfoques: institucionalismo, conductismo, análisis sistémico, elección racional, marxismo y posmodernismo.
Que la ciencia política precisa esquivar las tentaciones de un relato soberbio y excluyente, queda, por otro lado, ejemplificado con el texto de “Sociología política”, a cargo de Ángela Oyhandy Cioffi. La ciencia política conductista, cercana, pariente e imitadora en su momento de los métodos y técnicas de la sociología, fue definida por Duverger como sinónimo de sociología política. A ello, empero, seguiría una discriminación arrogante que, en palabras de Brian Barry (1974), separaría a la ciencia política sociologizante (“menor, precientífica”) de una supuesta ciencia política objetiva, auténtica y definida por el paradigma economicista. Desde la sociología política, explica Oyhandy a través de sus clásicos (“libros que nunca terminan de decir lo que tienen que decir”, atesora Ítalo Calvino), la diferenciación con la ciencia política puede no ser grosera, y sí razonada y fecunda. La sociología política, así el caso, se definiría entonces también desde “una opción superadora de las rígidas separaciones disciplinarias”.
Si la sociología política comparte con la ciencia política la fascinante discusión sobre el significado de la política y el poder político,[2] ésta, beneficiándose de ese terreno común y del “tipo de preguntas y el punto de vista que caracterizan el hábito sociológico de considerar las acciones humanas como elementos de elaboraciones más amplias”, posibilitaría estudiar el campo político en relación con otros aspectos sociales (economía, educación, familia, cultura). Lo político, pues, observado y articulado analíticamente dentro (pero también más allá) de sus aspectos o dimensiones institucionalizadas.
La sociología política, si de debates clásicos hablamos, se apropia del problema del orden social. ¿Cómo y por qué la sociedad existe y sobrevive?, es una interrogante que, en clave sociológica, Oyhandy detalla recurriendo al estructural-funcionalismo (Parsons, Merton, Alexander) y al marxismo (Marx, Gramsci y epígonos). Si el primero enfatiza, con evidencias que así lo avalan, la política como un centro de integración social; el segundo, tampoco carente de pruebas, resalta la dominación que de lo político es consustancial y privativo. Dos miradas rivales y, sin embargo, sostiene y despliega Oyhandy, imposibles de erradicar por cuanto la naturaleza inacabada del (des)orden social se juega justamente en esa contingente e irreductible ambivalencia política.
Ambivalentes, y por eso mismo persuasivos, son también los aportes de la sociología política al funcionamiento de la democracia en las sociedades complejas. Por un lado, sistematiza la autora, la corriente desencantada (Mosca, Michels, Pareto) para la que la democratización social deviene en la trágica pero inevitable burocratización de la política.[3] Por otro, renuentes al elitismo democrático de Schumpeter, los enfoques (de raíces marxistas, unos; de corte pluralista, otros) para los que la democracia no es sólo posible sino un horizonte de continua y deseable radicalización.
“Psicología política”, capítulo final de la primera parte titulada “Disciplinas”, constituye una entrada particularmente jugosa. Para vigorizar la discusión contra todo empeño reduccionista, Ricardo Ernst Montenegro nos recuerda en su ensayo que el vínculo psicología-política no es nuevo y ostenta orígenes más ricos que el acartonamiento de la conducta política bajo un esquema de preferencias fijas y racionalidad instrumental.
Si el comportamiento político está hecho de intereses pero también de miedos, esperanzas, símbolos e imágenes, la psicología política, advierte Ernst, es algo más que psicología puesta al servicio de cálculos políticos. “Examinar lo que de psíquico hay en el quehacer político”, implica, en efecto, un estudio analítico que no subsume lo psicológico en lo político; que no dispone, en concreto, a lo psicológico en el plano de una llave para conseguir control o gobernabilidad políticas. Que no rehúsa, vamos, lo que de lo psicológico y político escapan a los límites de la razón y el entendimiento humanos.
Para llegar a ello, con ritmo y acierto pedagógicos, Ernst sistematiza los antecedentes e interpretaciones más influyentes de la psicología política. En lontananza, ya Platón, Sun Tzu, Maquiavelo o los descendientes finiseculares de “los padres fundadores” de las repúblicas latinoamericanas, ensayarían con afanes varios los primeros cruces entre psicología y política. Civilización y barbarie, título del escritor y también ex presidente de Argentina, Domingo Faustino Sarmiento, sería, por su capacidad de fundar una tradición (lo pasional como “incomprensible” y bárbaro), el arquetipo de sistemas educativos construidos políticamente sobre la dualidad psicológica racional/irracional (Piglia, 2001). Más cercanas en el tiempo, el autor ubicará tres expresiones de psicología política cuyos contenidos son mensurables por su simpatía o distancia frente a la metáfora racional/irracional y su secuela patología/normalidad (sociales): 1) la teoría de la Psicología de las masas, de Gustave Le Bon; 2) el conductismo social y 3) la corriente latinoamericana que concebirá “lo psicológico como cultura y contexto; lo social como variación y lucha; lo político como dominación, resistencia y liberación”.
“Constitución”, texto que abre la segunda parte, denominada “Reglas e instituciones”, concita a un tiempo una disertación fina, pero didáctica, por parte de Enrique Serrano. La Constitución, fija Serrano como perspectiva de análisis, “representa el punto en el que se condensan los ideales de libertad que han motivado las luchas políticas a lo largo de la historia”. Con tal premisa por faro, su ensayo arroja luz sobre el concepto en cuestión y otros relacionados con éste: Estado, legalidad, legitimidad, derechos, liberalismo, contractualismo, etcétera.
Si bien distinto en sus connotaciones clásica (“forma de organización del poder imperante en una sociedad”) y moderna (“sistema de normas supremas y últimas por las que se rige el Estado”), el término Constitución tiene, no obstante ello, vasos comunicantes entre sus orígenes grecolatinos y sus posteriores transformaciones. “Para realizar un análisis adecuado del concepto, es menester diferenciar entre sus acepciones clásica y moderna, pero sin perder de vista la relación que existe entre ellas”. La presencia de una dimensión descriptiva y otra normativa, tanto en significados clásicos como modernos, el influjo de la tradición constitucionalista grecolatina en el contractualismo o la referencia a un principio moral de justicia, explica Serrano, son continuidades dentro de esta comprensible ruptura asociada al nacimiento moderno del Estado[4] y el individuo.[5]
Puntual y acabado en el retrato clásico de la Constitución como “los muros espirituales de la polis”, el texto de Serrano no lo es menos en el recuento de los conflictos alrededor de la formación del Estado y su sistematización del orden jurídico, del que el concepto moderno de Constitución es efecto. Estado absolutista (Bodino, Hobbes) y Estado liberal (Harrington, Locke) encarnarán dos proyectos estatales opuestos en su acceso y ejercicio de la soberanía. Sujeta a este debate entre centralización del poder (soberanía absoluta de la que en el siglo XX Schmitt será nostálgico) y el imperativo (liberal) de dividirlo para limitarlo, la conjunción Estado-Constitución no será, pues, un fenómeno espontáneo cuanto el resultado de luchas sociales y procesos revolucionarios. En otros tonos, la discusión positivismo jurídico versus iusnaturalismo, la defensa de criterios normativos en autores como Habermas o Rawls, o el llamado garantismo, son perspectivas contemporáneas