El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
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La observé recorrer los senderos y bajar los escalones de una terraza a otra, hasta que me la ocultaron los laureles; a esa imagen momentánea se asoció un indicio de algo ligeramente desagradable, de lo cual mi mente no encontró explicación, por más que lo intenté. Recordé asimismo ciertos detalles adicionales que fueron añadiéndose a la imagen por cuenta propia, sin que los buscara. A veces las piezas de un rompecabezas se unen de ese mismo modo, como revelación, sin buscar pistas deliberadamente; durante unos segundos solamente, opacado antes de que tuviera oportunidad de considerarlo, apareció un pensamiento fuerte y angustioso que no puedo describir más que como una sombra: oscura y fea, opresiva, con bordes desgarrados violentamente que sugerían dolor, lucha y terror. Mi memoria la asoció con dos filas de celdas ocupadas por condenados en el interior de una prisión que visité hace años en Nueva York, sin saber cómo explicar esa conexión. Los “detalles” antes mencionados eran los siguientes: en la charla de sobremesa de la noche anterior, la señora Franklyn habló invariablemente de “esta casa”, sin llamarla nunca “hogar”, y acentuó, sin que fuera necesario para una mujer bien educada, nuestra “enorme bondad” al aceptar pasar tanto tiempo con ella. En otra ocasión, respondió a mi vano elogio sobre la “majestuosidad” de las habitaciones, diciendo en voz queda:
—Es una casa demasiado grande para un grupo tan pequeño. No suelo permanecer aquí más que por breves periodos, mientras la trato de ordenar.
Los tres íbamos subiendo las escaleras para acostarnos, y sin saber a qué se refería decidí no hablar más del tema, pues sentí que pisaba un terreno delicado. Frances no añadió una sola palabra. Se me ocurrió que “vivir” hubiera sido un término más natural que “permanecer”. Recuerdos insignificantes, y, sin embargo, por algún motivo acudían a mi memoria justo en aquel momento… Al acompañar a Frances a su cuarto, para asegurarme de que no se sintiera sola o nerviosa, pensé que por supuesto la señora Franklyn tuvo que hablar con ella confidencialmente de cosas que yo, como hermano de la visita, no compartía. Frances no me hizo ningún comentario, aunque con facilidad pude haberla presionado, cosa que no quise hacer por considerar una falta de lealtad hablar de nuestra anfitriona y su casa tan sólo porque estábamos juntos bajo el mismo techo.
—Si me da miedo, Bill, te llamo —me dijo riéndose al despedirnos, pues mi habitación estaba frente a la de ella, al lado opuesto del gran corredor. Me fui a dormir pensando en lo que la señora Franklyn quiso dar a entender cuando dijo “mientras la trato de ordenar”.
Durante mi segunda mañana en la antecámara de la biblioteca, rodeado de pliegos de papel folio y secantes inmaculados, totalmente inútiles para mí, tales sugerencias retornaron a mi discernimiento y ayudaron a delinear la gran Sombra indefinida ya mencionada. Con el agua al cuello, casi ahogada en dicha Sombra, se erguía mi anfitriona con su ropa de caminante. Imaginé que Frances y yo nadábamos para ir en su auxilio. La Sombra tenía suficiente magnitud para abarcar la casa y los terrenos, pero no logré ir más allá… Hice a un lado tales consideraciones y volví a la lectura del libro que había tomado prestado el día anterior. Pero antes de dar otra vuelta a la página, otro detalle preocupante saltó ante mí: la figura de la señora Franklyn en la Sombra no estaba viva. Flotaba inerme, como una muñeca o un títere sin vida propia. Eso me pareció patético y al mismo tiempo espantoso.
En tales sueños lúcidos, no guiados por la voluntad, por supuesto que cualquiera podría conjurar imágenes igual de ridículas. Así se explican las incongruencias de los sueños; me limito a registrar la imagen tal como se me presentó. No tiene caso consignar que se quedó en mi interior durante varios días, como suele suceder con los sueños más vívidos, y rehusé darle más vueltas. Lo más curioso fue que a partir de aquel día comencé a sentir la disposición, aunque aún no el deseo, de partir. Digo “partir” a propósito; no me acuerdo del momento en que la palabra cambió a otro concepto mucho más radical y frenético: escapar.
V
EN AQUELLA MANSIÓN CAMPESTRE con alma de villa disfrutamos de una paz deliciosa. Frances retomó su pintura, aprovechando lo propicio del clima para salir a elaborar bocetos de flores, árboles y recovecos del bosque, el jardín e incluso la casa cuando alguna parte del edificio se asomaba sugestivamente tras las plantas. La señora Franklyn siempre andaba ocupada en diversas actividades y no interfería con nosotros, salvo para proponer un paseo en auto o tomar el té en otro rincón del jardín y cosas por el estilo. Andaba por todas partes, al parecer sin hacer nada, pero con alguna preocupación. La casa la absorbía. No se presentaron visitas. Por una parte, ella aún no anunciaba su regreso del extranjero; por la otra, creo que los vecinos —los vecinos del marido— quedaron desconcertados cuando cesaron las buenas obras. Las reuniones de brigadas y sociedades de templanza dejaron de celebrarse en el salón grande, y el vicario condujo las salidas de alumnos a otros campos, sin ofrecer ninguna explicación. Los únicos recordatorios del hombre que antes vivió en la casa eran su retrato de cuerpo entero en el comedor y la presencia del ama de llaves con los cabellos “chamuscados”. La señora Marsh conservaba su puesto en silencio, sin duda bien pagada, y no daba señales de aquella censura disimulada que podría haberse esperado de su parte. En realidad, nada sucedía digno de tal desaprobación, dado que ninguna cosa “mundana” penetraba la casa o sus alrededores. Mientras vivió su amo, la señora Marsh desempeñaba el papel de otra “alma salvada del fuego” en las congregaciones de evangelistas, y tenía por costumbre testimoniar gritando mientras él adornaba la plataforma para conducir los torrentes de oraciones. A veces la observé en las escaleras, donde se quedaba flotando de un lado a otro, mirando y escuchando por partes iguales, y advertí que esa mujer representaba un vínculo con la influencia de su prejuiciado patrón. Entre nosotros, ella era la única persona que pertenecía a la casa y parecía considerarla su propio hogar. Cuando la veía hablar, siempre respetuosa y correcta, con la señora Franklyn, yo detectaba que, a pesar de su actitud nada agresiva, ejercía cierta influencia para que su patrona se quedara en el edificio para siempre, para que viviera ahí. Impedía la fuga, obstaculizaba que “la tratara de ordenar”, frustraba en lo que le era posible su voluntad de ser libre. Tales ideas tenían un carácter fugaz. Sin embargo, en otra ocasión, cuando bajé tarde por la noche para tomar un libro de la antecámara de la biblioteca y me topé con ella sentada en soledad en el vestíbulo, me dio una impresión contraria a la fugacidad. Nunca olvidaré el efecto sumamente desagradable que tuvo sobre mí. ¿Qué podía estar haciendo ahí, a las once y media de la noche, sola en la oscuridad? La vi tiesa en una silla grande, justo bajo el reloj. Me llevé un susto, pues era demasiado raro e incongruente. Al darme vuelta para subir las escaleras se levantó en silencio y me preguntó respetuosa, con los ojos vueltos al suelo como siempre, si ya había terminado con la biblioteca para echar los cerrojos. Eso fue todo, pero aquella experiencia se quedó en mi memoria, marcada por la aversión.
Por supuesto, tales impresiones diversas me llegaban en momentos raros, no en una sola sucesión, como las describo aquí. Después de tres días pude trabajar con bastante intensidad, no escribiendo, como ya expliqué, sino leyendo, tomando notas y localizando materiales en la biblioteca para usar en el futuro. Esos curiosos destellos se producían al azar y me tomaban por sorpresa, y a veces con sobresalto, pues probaban que la Sombra se mantenía en mi inconsciente y que sus causas quedaban lejos del alcance de mi percepción, dejándome inquieto mientras trataba de “anidar” en un lugar donde no era deseado. El trabajo del cerebro no se realiza bien a menos que su parte más profunda se halle en armonía, y eso explica mi incapacidad para escribir. En verdad, todo el tiempo me dedicaba a buscar algo que no lograba encontrar, una explicación que me evadía continuamente. No contaba más que con aquellos indicios triviales. No obstante, amontonados lograban entre todos definir un poco a la Sombra. Me fui dando mejor cuenta de que su existencia era por completo real. En esta parte de mi narración apenas he mencionado a Frances o a mi anfitriona, ya que contribuyeron poco o nada a lo que estoy describiendo. Por fuera llevábamos una vida tranquila,