El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood

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y puso las manos sobre las rodillas, palideciendo un poco mientras sus ojos valientes me interrogaban y buscaban los míos con una ansiedad que bordeaba el pánico. En aquel momento se instaló bajo mi protección. Mi rostro se contorsionó. Ella prosiguió, bajando aún más su voz, aunque poniendo gran énfasis:

      —¿Y por qué nunca pasa nada? Si tan sólo algo sucediera y rompiera la tensión sería un alivio. Lo que resulta insufrible es la espera.

      Todo su cuerpo se estremeció al hablar, y a sus ojos aso­mó un toque irracional. Yo habría ofrecido mucho a cambio de una respuesta en verdad satisfactoria. Busqué frenético durante unos segundos, pero en vano. No pude encontrar nada que responder. Sentía lo mismo que ella, pero con algunas diferencias. No vislumbraba ninguna explicación definitiva. No pasó nada. Por más que quisiera tirar todo el asunto a la basura, donde la ignorancia y la superstición descargan sus hierbas ponzoñosas, no me era posible hacerlo con honestidad. Si le diera a Frances el mismo trato que a una niña con una explicación insuficiente, tan sólo dañaría su confianza en mi capacidad de protegerla, que había solicitado tan afectuosamente, además de ser débil y deshonesto conmigo mismo, al negar que yo sentía la tensión y la lucha al igual que ella. Mientras seguía buscando mentalmente, le devolví la mirada en silencio, y de pronto Frances, con más honestidad y perspicacia que yo, dio la respuesta a su propia pregunta, aunque yo no supe apreciar hasta qué punto era adecuada y verdadera:

      —Yo creo, Bill, que es demasiado grande para que pueda suceder aquí o en cualquier otro lugar, ¡todo junto es demasiado horrible!

      Era muy fácil hacer a un lado lo que ella señalaba, demostrando su falta de sentido, como habría procedido en cualquier otra ocasión o lugar. Sin duda, ése era mi deber, pero las vívidas impresiones recibidas a lo largo de la semana me lo impidieron. Mi estrechez de criterio quedó así evidenciada de nuevo. No podemos entender al otro más que en aquello que también nosotros llevamos por dentro. Sin embargo, su explicación me sonó verdadera, en cierta medida. Apuntaba al conflicto y la lucha que mis ideas sobre la Sombra no toma­ban en cuenta.

      —Puede ser —repuse sin poderme comprometer más, esperando en vano que ella dijera algo—. Pero tú dijiste hace un momento que percibías “varias capas”. ¿Te refieres a que cada una de tales influencias lucha por ganarles a las otras?

      Utilicé sus términos para disimular mi propia pobreza de ideas. La terminología era lo de menos, a fin de cuentas, siempre y cuando pudiésemos alcanzar una noción deseable.

      Sus ojos me respondieron afirmativamente. Su concepción era nítida, tal como era su estilo, y la había alcanzado de manera independiente. A diferencia de otras de su sexo, la expresaba con claridad, sin ahogarla en un exceso de palabrería.

      —Un conjunto de influencias me llega a mí. A ti te llegan otras influencias. Eso va de acuerdo con nuestros tempe­ramentos, creo —postuló, echando un vistazo al ruin portafolios—. A veces se revuelven, y entonces son falsas. El tema del paganismo siempre ha sido más asequible para mí, aunque gracias a Dios, jamás como ahora.

      La sinceridad de su confesión me invitaba a hacer lo mismo, pero me costaba encontrar las palabras precisas.

      —Con toda honestidad, Frances, apenas puedo describir lo que he sentido en este lugar, porque no he logrado ordenar mis percepciones de forma definida. La lucha, las agonías de buscar en vano una escapatoria y la inquietud de una atmósfera carcelaria: lo he sentido todo en momentos diferentes y con distintos niveles de fuerza. Pero no doy con una etiqueta que pueda ponerle a eso. No puedo decir paganismo o cristianismo, ni nada parecido, como haces tú. Como pasa con los ciegos o los sordos, se intensifican ciertos sentidos tuyos que yo no poseo, incluso alguna intuición embrionaria…

      —Quizá —me detuvo ella, deseando seguir con el tema— tú lo sientes igual que Mabel. Ella siente completas las influencias.

      —También eso es posible —dije con lentitud. Mis reflexiones continuaron por debajo de mis palabras. Su extraña mención sobre algo demasiado grande y horrible asumió el aspecto de la verdad. Una sensación muy fuerte de angustia e incomodidad se apoderó súbitamente de mí, con algo de compasión, pero también un feroz desprecio y una rabia brutal y amarga. La furia contra la falsa autoridad interve­nía en esas emociones.

      —Frances —dije, después de haber sido tomado por sorpresa, haciendo a un lado cualquier pretensión—, ¿qué puede ser todo esto?

      Me quedé mirándola durante unos minutos sin que ninguno de los dos pronunciara una palabra.

      —¿Y acaso no has tenido ganas de interpretarlo? —me preguntó por fin.

      —Mabel me sugirió que escribiera algo sobre la casa —repliqué—, pero no he sentido nada imperativo. Esa clase de escritura no va en mi línea, como tú ya sabes.

      Viendo que ella esperaba más, añadí:

      —Lo único que siento es un impulso por explicar, por descubrir, sacarlo de mi sistema. Pero no mediante la escritura, por ahora.

      Repetí una vez más mi pregunta anterior, en voz baja, con un respeto temeroso:

      —¿Tú qué piensas que pueda ser todo esto?

      Su respuesta, pronunciada con énfasis lento, hizo que volvieran todas mis reservas; más bien me irritó la fraseología:

      —Sea lo que sea, Bill, no viene de Dios.

      Me levanté con el propósito de bajar las escaleras. Creo que me encogí de hombros.

      —¿Quieres que nos vayamos, Frances? ¿Que regresemos a la ciudad? —sugerí al llegar a la puerta, y al no recibir respuesta me di la vuelta para mirarla.

      Frances se hallaba sentada, con la cabeza agachada y las manos enterradas en los cabellos. Su posición sugería que estaba al borde de las lágrimas. Ninguna mujer podría soportar las presiones de la emoción intensa como Frances sin terminar en un colapso líquido. Me detuve inquieto un instante, con anhelos de ayudarla, pero también temeroso de actuar, y en ese trance descubrí una emoción aterradora en mi persona, que apenas tenía adivinada a medias. A toda costa era preciso evitar una escena en la que interviniesen tales exageraciones. Con la brutalidad característica de las debilidades del hombre ordinario, tomé el picaporte para abrir la puerta, pero en ese instante ella alzó la cara, enmarcada por sus cabellos castaños en desorden e iluminada por la luz del sol. Me sorprendió la expresión maravillosa de sus rasgos, donde flameaban compasión, ternura y lástima. Era innegable. Emanaban un amor imperecedero y el anhelo de sacrificarse por otros, algo que no he visto más que en una clase de seres humanos. Era la expresión de una madre.

      —Debemos permanecer con Mabel para ayudarla a poner orden —susurró, tomando una decisión a nombre de los dos.

      Murmuré mi asentimiento. Abandoné suavemente su habitación y salí de la casa, medio avergonzado. Tan pronto me hallé solo me di cuenta de algo: aquella larga escena entre mi hermana y yo no alcanzó ningún resultado definido. Nuestro intercambio de confidencias se redujo a indicios y sugerencias vagas. Decidimos permanecer, pero fue una decisión negativa de no abandonar el lugar, no una acción positiva. Nada concluyó: las palabras, las preguntas, las conjeturas, las inferencias, las explicaciones, nuestras más sutiles alusiones e insinuaciones, ni siquiera las odiosas pinturas. No había pasado nada.

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