El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
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En cierto sentido, la guerra marcó el final definitivo de una etapa —y, quizá, la etapa más vital y significativa— de la carrera de Blackwood. La hostilidad hacia la ciencia y la civilización material que Blackwood reveló a través de O’Malley (“Y aborrezco, aborrezco el espíritu de hoy, con sus inventos de baratijas y su falsa cultura universal asfixiante, sus superficialidades criminales y su sórdida vulgaridad, donde ya no queda suficiente sentido de la belleza verdadera para ver que una margarita está más cerca del cielo que una aeronave”)12 sólo se vio aumentada por la guerra, un producto de las fuerzas destructivas que estaban alejando al hombre cada vez más de la Naturaleza. Julius LeVallon (1916), otra novela sobre la reencarnación, es confusa y dispersa, y su secuela, El mensajero brillante (1921), más aún, y sólo resulta de interés por una creciente veta de pesimismo: “El reciente cataclismo ha sido más que una guerra intertribal. Fue un evento planetario. Ha sacudido nuestra naturaleza fundamentalmente, radicalmente. La mente humana ha sido traumada, quebrada, dislocada”.13
En los cuentos de Blackwood, la inspiración parecía estar agotándose. Los contenidos en Relatos del día y la noche (1917) son, en general, menores; Los lobos de Dios y otros relatos místicos (1921) consta de cuentos derivados en gran medida de las experiencias compartidas de Blackwood y su viejo amigo Wilfrid Wilson, quien aparece como coautor; Lenguas de fuego y otros bosquejos (1924) también decepciona. Ésta fue su última colección original de cuentos hasta Shocks (1935).
Blackwood, mientras tanto, se estaba dedicando sobre todo al teatro. Karma: una obra sobre la reencarnación, escrita con Violet Pearn, se publicó en 1918; parece que nunca se montó. Obras de teatro posteriores —La travesía (1920, con Bertram Forsyth), Por la rendija (1920, con Violet Pearn), Magia blanca (1921, con Bertram Forsyth) y Casa de medio camino (1921, con Elaine Ainley)— se montaron, aunque sólo La travesía y Por la rendija tuvieron éxito. Probablemente lo más emotivo de la obra de Blackwood en los años 1920 sea su conmovedor relato de las primeras tres décadas de su vida, Episodios antes de los treinta (1923). Pero los viajes —tanto al extranjero como a los hogares de numerosos amigos en Inglaterra— hicieron de los años 1920 un periodo de gran satisfacción para él.
Fue en la segunda mitad de esa década que Blackwood volvió a escribir para niños. Un variopinto conjunto de obras se produjo en este periodo, pero ninguna es especialmente notable excepto Dudley y Gilderoy: un desvarío (1929), una encantadora fábula sobre las aventuras de un perico y un gato que se salen de su casa, abordan un tren y realizan otras hazañas sorprendentes. Varios relatos de Shocks, inspirados por su asimilación de la filosofía mística de G. I. Gurdjieff y su discípulo P. D. Ouspensky, demuestran que Blackwood aún tenía cosas que decir en el ámbito del terror sobrenatural, mientras que otros relatos de ese volumen, de manera notable “En otro lugar y de otra forma” y “El hombre que vivía para atrás”, ambos inspirados por la teoría del tiempo serial de J. W. Dunne, casi podrían clasificarse como ciencia ficción.
Y, sin embargo, los años 1930 trajeron un cambio en la carrera literaria de Blackwood que nadie hubiera podido imaginar: su transición de autor a personalidad de la radio. Su trabajo para BBC Radio empezó en 1934 y consistía en adaptar sus propios cuentos ya publicados o crear relatos originales para transmitirlos por radio. Lo que es aún más notable, Blackwood apareció en un segmento de tres minutos en la primera transmisión televisada comercial en Gran Bretaña el 2 de noviembre de 1936, en el programa de variedades Picture Page. El biógrafo Mike Ashley muestra por qué Blackwood “era ideal para la televisión”:
A sus 67 años tenía el rostro curtido, bronceado e inmensamente arrugado, calvo excepto por un breve cerquillo, el domo de la coronilla arrugado y pecoso. Pero en su semblante brillaban dos ojos penetrantes, fascinantes e hipnóticos que al mismo tiempo eran amigables, confiados y persuasivos. Bien iluminada, su cara parecería resaltar en tres dimensiones de la pantalla.14
Pero no volvió a salir en televisión hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
En esa guerra, desde luego, Blackwood era muy viejo para participar militarmente, pero eso no significó que estuviera exento de sus estragos. Por poco pierde la vida cuando la casa de su sobrino en Lawn Road, Hampstead, donde se estaba quedando, recibió el impacto directo de una bomba alemana el 13 de octubre de 1940. Sobrevivió de pura casualidad, pero muchos de sus papeles y efectos personales fueron destruidos. Para el propio Blackwood, desdeñoso como era de las posesiones materiales, quizás esto tuviera poca importancia, pero ha tenido un impacto en nuestro entendimiento del transcurso de su vida: esos papeles podrían haber subsanado lagunas vitales en nuestro conocimiento de ciertos periodos de los que ahora sólo tenemos indicios sugerentes.
Blackwood siguió escribiendo para radio y televisión, pero hizo relativamente poca obra original de ficción. La incipiente editorial estadounidense Arkham House, deseando aumentar el prestigio de su empresa, lo convenció de componer una breve colección de sólo dos relatos, La muñeca y uno más (1946). Sería su última colección de cuentos originales. En 1946 el rey Jorge VI lo nombró comendador del Imperio Británico; Blackwood comentó un poco cínicamente en su diario: “¡Es raro ser nombrado comendador de un imperio que los mismos que confieren el honor han destruido!”.15 Un mes después recibió la medalla al mérito artístico sobresaliente de la Television Society. Su trabajo en radio y televisión continuó casi hasta su muerte, el 10 de diciembre de 1951, a la edad de 82 años.
En El centauro, O’Malley, después de su experiencia trascendente en el Cáucaso, ansía contarle al mundo lo que ha sentido y aprendido: cree que eso salvará a la humanidad de hundirse en un pantano de materialismo y cinismo. Su solidario pero escéptico amigo, Stahl, le advierte: “No te escucharán los hombres de acción, y pocos de intelecto. Sólo lo harán los soñadores, que ya están bastante embotados. ¿Qué caso tiene?, te pregunto. ¿Qué caso tiene?”.16 Pero O’Malley está decidido a perseverar.
Al igual que Blackwood. Quizás en sus últimos años haya sentido que aquello era una causa perdida; que la ciencia y las comodidades materiales habían avanzado tanto que el asombro y la maravilla de la Naturaleza eran cosa del pasado. No obstante, en su ensayo “Sueños y hadas” (1929) se aferra a una tenue esperanza de que la tecnología quizá no aplaste por completo nuestra percepción de los misterios del cosmos:
Ariel como una longitud de onda personificada que escuchamos en nuestra sala de estar, los “invisibles mensajeros del aire” mientras las olas de éter nos traen sonido o imagen a través de una máquina que cuesta muchas libras —y éstas, aunque son maravillosas, no encierran ningún misterio del espíritu. El asombro del espíritu no es el asombro de una mente instruida. El comprador cuestiona, pero no se estremece con una deliciosa fascinación de otro mundo.
Hoy, nuestros vientos parecen escasos de voces, nuestros bosques y florestas se están vaciando, nuestras cañadas alimentan arroyos donde no danzan pies destellantes. La música cautivadora de ese mundo más antiguo se silencia y no se ven alas surcando la luz de la luna que antes estuvo poblada de inquietante gloria. Puede ser, sin embargo, que el encanto sólo esté cambiando y que el corazón creativo del poeta extraiga un Asombro más estimulante de las “realidades” más nuevas de la vida. Misterio, desde luego, siempre tendrá que haber. El cambio merece subrayarse: será un Asombro que instruya; un Asombro que instruya antes que embellecer.17