El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood

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la intensa satisfacción de ver al mirlo prisionero saltar al borde y luego salir volando con un hermoso giro descendiente y un zumbido de alas hacia el cielo abierto. Volteó una vez al volar y su brillante ojo café lo miró. Luego se había ido, perdido en la luz del sol que resplandecía por encima de los arbustos y lo llamaba sobre las copas ondulantes hacia el otro lado del río.

      El prisionero estaba libre. Por espacio de un minuto entero, el profesor se quedó inmóvil, consciente de una sensación de auténtico alivio. Ese sonido de alas, ese veloz trayecto del trémulo cuerpecito escapando hacia la libertad ilimitada, la penetrante mirada de gratitud en sus diminutos ojos cafés: esto agitó en él nuevamente la misma prodigiosa emoción que había experimentado por primera vez esa tarde afuera de la tienda para aficionados a los pájaros. La liberación de la “criatura enjaulada” le brindó una especie de experiencia vicaria de libertad y un deleite como nunca había conocido en toda su vida. Casi parecía como si él mismo hubiera escapado: hubiera salido de su “círculo”. Luego, cuando se dio la vuelta, con la caja vacía aún colgando de la mano, la primera cosa que vio, avanzando lentamente hacia él por el camino a paso firme, fue… el policía grande.

      Algo muy severo, muy intimidante, colgaba como una atmósfera de advertencia en torno a este guardián de la ley con su uniforme azul. Lo hizo regresar de golpe a las rígidas realidades de la vida, y la suave belleza del día primaveral se desvaneció dejándolo intacto. Aceptó el recordatorio de que la vida es seria y que las excentricidades son invitacio­nes al desastre. Tarde o temprano el policía siempre tiene que aparecer.

      Sin embargo, este gendarme en particular, por supuesto, pasó a su lado sin una palabra ni un gesto, y en cuanto el profesor llegó a uno de los pequeños cestos de alambre proporcionados para tal fin, echó dentro la caja, y luego regresó lenta y pensativamente a su departamento y a su almuerzo.

      Pero la excentricidad de la que había sido culpable le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, recordándole con in­clemente insistencia la acción ridícula que nunca debió haber cometido y agobiándolo con punzaditas incesantes por haberse permitido un proceder impulsivo y anormal.

      Pues, para él, la inevitabilidad de la vida se presentaba como un hecho al que se había resignado, más que como una fuerza que debía apropiarse para los fines de su propia alma; y el espectáculo del pájaro feliz escapando hacia el cielo y la luz del sol, con la figura del inflexible y adusto policía en el fondo, le causó una profunda impresión que sin duda tarde o temprano daría fruto.

      “Válgame”, pensó el profesor de Economía Política, dando una expresión mental a este sentimiento. “¡A la larga voy a pagar por esto! ¡Sin duda lo voy a pagar!”

      II

      SI PODEMOS DAR POR SENTADO que no existe la casualidad, haciendo travesuras tras los bastidores de la existencia, sino que todos los sucesos que ocurren en las vidas de los hombres son el resultado calculado de causas adecuadas, entonces el señor Simon Parnacute, profesor retirado de Economía Política del C… College, ciertamente pagó por su aberración primaveral, en el sentido de que pescó un violento resfrío que lo postró en la cama y rápidamente se convirtió en pulmonía.

      Era la tarde del sexto día y estaba acostado, agotado y con fiebre, en su cuarto en el último piso del edificio que contenía su pequeño departamento independiente. La enfermera estaba abajo tomando el té. Había una lámpara con pantalla junto a la cama, y por la ventana —aún no cerraban las persianas— veía las azoteas y chimeneas, y el torrente de cables contrastados nítidamente contra el cielo de un atardecer dorado y rosa. Por encima del ocaso flotaban largas tiras de nubes de colores, y las primeras estrellas destellaban entre los vapores de abril que se acumulaban al acercarse la noche.

      De pronto se abrió la puerta y alguien entró sin hacer ruido y se detuvo en mitad del cuarto. El profesor volteó fatiga­do y vio que la sirvienta estaba ahí parada tratando de hablar.

      Parecía nerviosa, él se daba cuenta, y tenía el rostro más bien pálido.

      —¿Y ahora qué, Emily? —preguntó débilmente, pero con irritación.

      —Por favor, profesor… hay un caballero… —y hasta ahí llegó.

      —¿Alguien vino a verme? ¿Ya es el doctor otra vez? —inda­gó el paciente, preguntándose vaga y distraídamente por qué la muchacha se vería tan alarmada.

      Mientras ella hablaba se empezaron a oír pasos afuera en el rellano: pasos pesados.

      —Pero, por favor, señor profesor, no es el doctor —la sirvienta titubeó—, sólo que no me dio su nombre, y no lo pude detener, y dijo que usted lo esperaba… y creo que tiene cara de… —los pasos que se acercaban asustaban tanto a la muchacha que no encontraba las palabras para terminar su descripción. Ya estaban justo afuera de la puerta. —¡De policía! —se apuró a terminar, retrocediendo hacia la puerta como si temiera que el profesor fuera a abalanzarse contra ella desde su cama.

      —¡Un policía! —dijo sin aire el señor Parnacute, sin creer lo que oía—. ¡Un policía, Emily! ¿En mi departamento?

      Y antes de que el enfermo pudiera encontrar palabras para expresar su particular molestia por que un extraño cualquie­ra (y sobre todo un gendarme) pudiera entrometerse a esas horas, la puerta se abrió de un empujón, la muchacha se esfumó con un revuelo de enaguas, y la figura alta de un hombre se detuvo a plena vista en el umbral, mirando fijamente al ocupante de la cama al otro lado del cuarto.

      En efecto era un policía, y un policía muy grande. Es más, era el policía.

      En el instante en que el profesor reconoció al hombre del parque, su enojo, por alguna razón bastante inexplicable, desa­pareció casi por completo; la aguda molestia que había sentido hacía un momento se desvaneció, y, hundiéndose exhausto en sus almohadas, apenas encontró aliento para pe­dirle que cerrara la puerta y pasara. El hecho era que el asombro había gastado la pequeña reserva de energía de la cual disponía, y de momento no se le ocurría qué otra cosa hacer.

      El policía cerró la puerta en silencio y avanzó hacia el centro de la habitación, de modo que el círculo de luz de la lámpara junto a la cabecera de la cama alcanzaba su figura, pero terminaba justo antes de llegar a su cara.

      El inválido se volvió a enderezar en su cama y lo miró fijamente. Como no pasaba nada pudo ordenar un poco sus pensamientos dispersos.

      —¿Usted es el policía del parque, si no me equivoco? —preguntó débilmente con una mezcla de soberbia y resen­timiento.

      El hombre corpulento asintió con la cabeza y se quitó el casco, sosteniéndolo frente a él con la mano. Su rostro era especialmente brillante, casi como si reflejara el resplandor de una linterna de mano escondida en alguna parte de su enorme persona.

      —Me pareció reconocerlo —continuó el profesor, un poco exasperado por la compostura del otro—. Quizás esté consciente de que estoy enfermo, demasiado enfermo para recibir a desconocidos, ¡y que haberse metido así por la fuerza…! —dejó el enunciado inconcluso por falta de improperios adecuados.

      —Ciertamente usted está enfermo —respondió el gendarme, hablando por primera vez—: por otro lado, no soy un desconocido —el timbre y la modulación de su voz eran maravillosos para ser policía.

      —Entonces, dígame, ¿con qué derecho se atreve usted a

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