El ojo en la mira. Diamela Eltit
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Admirábamos totalmente a nuestro profesor de literatura. La novela Trópico de Cáncer casi se desarmó de tanta lectura.
En mi barrio, en el que convivíamos clases medias de diversos ingresos, nunca abultados, había una pequeña tienda en la que vendían y arrendaban libros usados. Hoy la modalidad del arriendo me resulta curiosa, interesante, pero también extremadamente rara. Quizás habitaba en el barrio algún grupo de lectores que sostenía el negocio. Nunca lo supe. Pero recuerdo que existía ese local y que, para mí, resultaba genial y económico. De arriendo en arriendo leí, sin pausa alguna, desde Corín Tellado hasta la totalidad de las novelas de Agatha Christie. Más tarde leí a Raymond Chandler. Compré allí el Manifiesto Comunista.
La forma del arriendo también operaba en el colegio. Un compañero de curso arrendaba revistas, las suyas; era simpático, avaro, implacable en sus cobros. Se ajustaba a lo que hoy se denominaría un emprendedor hiperprecoz, pero yo prefería las ofertas de la tienda del barrio. Muy pronto se acabaron Corín Tellado y sus protagonistas vestidos con “pantalones de pana” y me concentré de manera sistemática en la esfera propiamente literaria.
Fue en mi adolescencia temprana cuando se configuró en mí, de una vez y para siempre, la total centralidad de lo literario. De manera frenética, pasé de lectura en lectura, de libro en libro, encontrando en la letra los caminos de todas las búsquedas. De esa manera circulaban por mi cerebro escenarios y escenas de lenguaje. La soledad estaba controlada. Me reconocí distinta. Un poco o en algo distinta.
Pienso ahora que alrededor de los catorce o los quince años ya se había iniciado lo que iba a ser una formación literaria bastante caótica. Leí, recuerdo, con mucho interés, los textos que mi colegio subvencionado obligaba y cuya lectura yo cumplía fielmente, en especial las obras españolas como el Cantar de Mío Cid o El Lazarillo de Tormes o el teatro del Siglo de Oro. Todavía recuerdo: “Hipogrifo violento que corriste parejas con el viento”, un verso que se incrustó en la parte memoriosa de mi cerebro y que pertenece a La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. Así pude asociar un conjunto de obras que desde la escritura medieval me resultaron interesantes y más tarde muy importantes para entender los viajes por la lengua, los movimientos históricos y la reconfiguración del sujeto. Un sujeto que se rehacía de acuerdo a los cambios de paradigma que iban imprimiendo los desplazamientos de los poderes por diversos reinos, las guerras, las economías y las sucesivas dominaciones. Los estilos.
Más adelante llegué a entender la picaresca de El Lazarillo de Tormes, publicado a mediados del siglo XVI, como el texto que muestra la realidad española “desde abajo”. Un abajo sostenido en medio de penurias, estrategias, ilegalidades, estafas, explotación. Es el texto que da cuenta no solo de los universos sociales frágiles o abiertamente pobres, sino también de una sociedad ultraquebradiza que ya experimentaba los signos de un derrumbe que profundizaría en los siglos posteriores.
El Lazarillo de Tormes explora el nomadismo como espacio de conocimiento que, en sus desplazamientos, muestra aquello que la oficialidad reprime y que solo el mundo popular es capaz de desanudar, mediante la ironía o la abierta burla. En un punto lejano, muy subjetivo, siempre he relacionado a Lázaro, el protagonista, con la obra infravalorada de Armando Méndez Carrasco, fundamentalmente sus libros Cachetón Pelota y Chicago Chico, centrados en la noche, en la que confluyen diversos personajes. Sujetos unidos por vidas al borde del naufragio, existencias a medio camino entre la evasión y una curiosa lucidez política, que se entregan a los avatares de una picaresca que los sostiene. En ellos puede entenderse la farra como una forma de subversión ante el imperativo de vidas ordenadas sobre un vacío.
Méndez Carrasco pone en jaque los designios austeros impuestos por las hegemonías a los pobres, y la extrema responsabilidad que convierte lo rutinario en mera producción social para transformarse a su vez en productores, cumpliendo así un ciclo monótono y alienante. Los personajes, desde otra perspectiva, se emparentan con la literatura “desde abajo” protagonizada por Lázaro. Esa fue la literatura que propuso Méndez Carrasco desde su libro de cuentos Juan Firula.
Como lectora, me detuve muy tempranamente en textos medievales, renacentistas o barrocos que me obligaron a internarme en el lenguaje castellano, el español de hoy, hasta comprender la extensión de la movilidad de la lengua. Las Soledades de Luis de Góngora representan un momento en que la escritura literaria muestra y demuestra su elasticidad, las vueltas y revueltas del significado ante el desplazamiento de los núcleos gramaticales. Nos enfrenta a la letra que opera como significado del significante. Un barroco que se recuperó en Latinoamérica y que el cubano José Lezama Lima llevó al paroxismo en la novela Paradiso o en su obra ensayística siempre entreverada. Y desde otro lugar, gozoso, irreverente, el autor de Puerto Rico Luis Rafael Sánchez, con La guaracha del macho Camacho.
La literatura se funda en la escritura, es su despliegue, su repliegue, sus reformulaciones, en la férrea permanencia. La escritura a lo largo de los siglos es una especie de animal mutante que porta, en sus constantes modificaciones, la huella histórica de una plenitud, a la vez que obsoleta, vigente y demasiado futurista.
Transité dobles lecturas. Por una parte, las impuestas por el colegio y, por otra, las que yo misma emprendía de arriendo en arriendo y en las que me acompañaba Sergio, un compañero de curso, con el que compartía la misma pasión por leer. Mediante diversas estrategias conseguíamos e intercambiábamos libros y los comentábamos. Llegamos a un lugar lector muy especial al encontrarnos con la novela Ulises de James Joyce, cuando teníamos unos diecisiete años. La leímos con asombro, enervados, aburridos en algunos tramos, pero seguros de que teníamos que seguir porque éramos lectores y eso nos hacía distintos. Miramos con una arrogancia evidente (y ridícula) a una amiga también lectora a la que le contamos que leíamos Ulises. Cuando ella nos preguntó nuestra opinión y se refirió a La Ilíada, la miramos con un horror censurador y le hablamos de Joyce. La lectura nos permitía la sensación secreta de ser únicos, de portar un saber que nos incrementaba, aunque la realidad nos enfrentaba a la evidencia de que nuestra (posible) superioridad no era perceptible para nadie.
Mi tiempo lector estuvo regido por escritores. Una parte importante de la totalidad de las obras que leía eran de autores varones. La ausencia de escritoras en los programas escolares (y más adelante en los estudios universitarios) estaba naturalizada. Desde otra perspectiva, el grupo, compuesto mayoritariamente por jóvenes que frecuentaba desde mi adolescencia, estaba interesado en política y en cultura y, desde luego, existía entre nosotros una relación paritaria. Todavía no me enfrentaba de manera traumática a la discriminación, porque mi tiempo de ese tiempo apuntaba a cambiar los paradigmas políticos para romper con las desigualdades sociales. Teníamos una esperanza política indestructible. Esa percepción (la seguridad de que podíamos cambiar el mundo) formaba parte y, más aún, era un requisito para nuestra amistad.
La revolución cultural sesentera nos había convencido plenamente y éramos partidarios de libertades inéditas, y el único deber que parecía atendible era la obligación urgente de remover estereotipos. En nuestras largas conversaciones, entusiastas, inflamadas, nos oponíamos a los soporíferos modelos oficiales. Nuestra política se sostenía en cuestionar y mantener una rebeldía permanente frente a los anestesiados mandatos sociales.
Mi adolescencia se formuló con una acotada comunidad de amigas y amigos, varios del colegio, inteligentes, audaces, unidos en la batalla por los cambios. En lo personal estaba obsesionada por ampliar mi horizonte cultural. Mantuve siempre una posición crítica ante los dictámenes de ese tiempo que escribían