El ojo en la mira. Diamela Eltit
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Fue fundamental para mí conocer a Elena Caffarena, una de las más importantes y coherentes feministas y sufragistas chilenas. Fueron cruciales y emocionantes las reuniones que sostuvimos. Ella era una persona excepcional. Su inteligencia y su perspicacia reafirmaron mi certeza de que las mujeres que escribíamos teníamos que trabajar en la protección de la memoria, en resguardar y a la vez relevar las figuras que se volcaron a los primeros gestos y las gestas. Las mujeres que permitieron y se arriesgaron.
El cuerpo y sus dilemas me han convocado una y otra vez. Pienso en el cuerpo como una zona discursiva, un experimento. Me ha interesado el cuerpo, ya lo dije, como imposibilidad, como ficción, como ajenidad ante un modelo ficcional que se impone como verdad. Un cuerpo por pedazos, fragmentos que se escapan y huyen, siempre imperfectos. He pensado largamente en el cuerpo como una doble ficción. Por una parte, los poderes escriben un relato corporal y el mismo cuerpo desliza esa ficción a su trama corpórea, también ficcional. Desde luego mi mirada está puesta en el cuerpo de las mujeres como las protagonistas de esa gran zona discursiva y como campo experimental para cada uno de los sistemas.
Me ha asombrado la construcción paradójica que hacen los sistemas alrededor de ese cuerpo. De manera tácita o explícita el cuerpo de la mujer es central como construcción y, en un amplio sentido, lo vuelve temible, y por temible, sujeto a la opresión y al control incesante. Así, el cuerpo de la mujer se convierte en un objeto cautivo por el conjunto de las instituciones, al punto de que esas instituciones penetran capilarmente para internalizar allí sus mandatos. Como angustia. Como imposibilidad.
Después de realizar una lectura atenta de Michel Foucault desde principios de los años setenta, he seguido pensando la avalancha biopolítica que nos domina con su poderoso cerco. De la lepra a la sexualidad, del castigo a la docilidad y la monótona producción automática del territorio disciplinar anclado en una mirada controladora que no cesa. Leer la obra de Foucault fue muy importante en mi formación (si se puede hablar en esos términos). Más que la literalidad de su pensamiento pude entrelazar ciertas imágenes que me recorrían y, en cierto modo, me habitaban.
El cuerpo de las mujeres me parece hoy, después de décadas de pensarlo, como una producción discursiva, una “zona de sacrificio” (ocupando un término medioambientalista), porque ese es el cuerpo que sostiene la economía por la vía del salario inequitativo o de los trabajos impagos. Un cuerpo-objeto rentable para la industria cosmética, un campo interminable para la ingeniería reproductiva, una mera zona psíquica, un espacio de prohibiciones, una piel para ejercer la violencia. Un no.
Ciertas lecturas, digamos, teóricas o conceptuales han sido necesarias para generar un espacio analítico desde donde pensar dilemas culturales. Recuerdo que cuando empecé a publicar, el reparo más frecuente a los libros era que no se entendía lo que escribía. No puedo olvidar un reproche ochentero que apareció en un periódico, en el que se señalaba que uno de los (múltiples) problemas literarios que me rodeaban radicaba en que yo leía teoría. Y la verdad es que sí, necesito leer en el sentido más amplio del término, y esa amplitud pasa también por la teoría.
Tengo la plena claridad de que estoy parada literariamente en un territorio minoritario o quizás ultraminoritario. He publicado varios libros, pero siempre mantengo un grado de incerteza y de inseguridad. Y, más allá de cualquier validación, hay una ruta que ni siquiera escogí, que más bien me escogió a mí desde un conjunto de lecturas. Una ruta que me resulta desafiante y necesaria. Vital.
Hace unos años leí con gran atención e interés al filósofo italiano Giorgio Agamben y su ensayo acerca de la contemporaneidad. Según el autor (hoy algunas de sus afirmaciones son muy discutidas) el ser contemporáneo implica situarse en la plena opacidad de su tiempo y experimentar las fisuras.
Y precisamente en el orden de los tiempos, existe una serie de libros que en su relectura se han debilitado, mientras que otros conservan toda su potencia. Leí a Marta Brunet en mi adolescencia como parte del programa escolar y me pareció fascinante. Más adelante la releí y completé la lectura de su obra. Pienso que sus libros se parapetaron en las fisuras, en los silencios y en aquello que las instituciones velan. La dirección de sus libros habita en un espacio que todavía no termina de cursarse, porque su narrativa abre preguntas claves al exponer la desigualdad con una notable densidad conceptual. A diferencia de Carlos Droguett, su escritura es tradicional, pero los sentidos que su obra aborda, su manera de trabajar el curso del relato, remiten a un espacio muy singular para pensar los dilemas del sujeto mujer en un tiempo en que los dilemas estaban reducidos con mayor o menor eficacia a temas domésticos o bien amorosos. Y, más aún, si deslizamos los dilemas y las problemáticas a este tiempo y se examinan los matices y máscaras de la actualidad, la escritura de Marta Brunet continúa ubicada hoy en los resquicios de un presente que confirmará los nudos del futuro. La escritora fue más allá de lo que su época promovía y se internó en los territorios simbólicos habitados por subjetividades complejas y lúcidas. Ella se situó, como diría Agamben, en el lado más opaco de su tiempo, para textualizar aquello que su tiempo excluía del orden de los discursos públicos. Y, como ya he mencionado, sus textos leídos hoy apuntan a la misma penumbra dictaminada por los discursos oficiales.
Brunet diseñó literariamente otro recorrido para sus personajes, siempre atravesados por deseos que implicaban rupturas o permanencias frente a su condición. La inteligencia de sus relatos muchas veces acudió a una ironía extrema en torno a las normativas más comunes y a las convenciones y sanciones siempre vigentes para mantener los controles sobre el cuerpo. Formas sociales que estaban desplegadas para coartar o anular la posibilidad de reconocer a la mujer como sujeto integral y como participante plena en escenarios de orden público.
Brunet publicó en el año 1927 su novela María Rosa, flor del Quillén. Es una obra completamente inesperada. Aborda una curiosa reescritura del Don Juan Tenorio, solo que en esta novela el “don Juan”, Pancho, es un trabajador de un pequeño pueblo, un gran seductor y burlador de mujeres. Sus conquistas son para presumir ante sus amigos de su pericia amorosa, pues su seguridad se funda en que ninguna mujer se resiste ante sus requerimientos sexuales. Él establece una apuesta con los hombres: se propone como objetivo a María Rosa. La joven es la meta más arriesgada de este donjuán. Ella está casada con un hombre mayor y es considerada un verdadero modelo de mujer. María Rosa es conocida y reconocida por sus cualidades y el conjunto de sus atributos genera un gran respeto por parte de toda su comunidad.
Pancho, el joven burlador, despliega una serie de tácticas de conquista. Los hombres del pequeño pueblo están atentos al devenir: finalmente, la joven cede ante el conjunto de incesantes requerimientos y tiene lugar la cita amorosa entre ambos. Inmediatamente después del encuentro sexual, ella advierte el cruel programa del que forma parte. Se percata de que los hombres del pueblo están esperando afuera para conocer el resultado de la apuesta. De manera vertiginosa, María Rosa encuentra una sólida forma de alterar su situación: empieza a gritar de manera destemplada y, más aún, mediante sus gritos le “echa” los perros a Pancho para que lo muerdan. Pancho sale corriendo de la casa, aterrado, flanqueado por los perros, mientras los hombres del pueblo se ríen del estruendoso fracaso del donjuán.
De esa manera Brunet escribe su particular burlador-burlado, porque finalmente María Rosa no es una sentimental que está dispuesta a la derrota de su prestigio. Y, dejando de lado las prohibiciones de la época, fundadas en el control de la sexualidad y en el rechazo social a la infidelidad femenina, ella sortea el encuentro sexual, lo desencializa, y ante la posibilidad de una inminente humillación pública, esgrime una estrategia exacta: convierte a Pancho en un agresor sexual y sus gritos se transforman en una defensa ante un intento de violación. Sale indemne. Mediante una rápida decisión antisentimental,