Pensamiento crítico y modernidad en América Latina. Simón Puerta Domínguez
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La génesis del impulso ensayista en la poesía no es menor. Ya es avizor el monumental proyecto poético barroco de Sor Juana Inés de la Cruz, que vincula arte y ciencia, catolicismo novohispano y pensamiento náhuatl precortesiano en la Nueva España. Para la segunda mitad del siglo xix, esta continuidad se entiende como forma específica del “gesto romántico”59 del artista frente a la sociedad burguesa de la época. Es en la autonomía artística que la expresión comienza a adquirir concreción y se desembaraza de la normativización peninsular del estilo. Por esto, con quien debía comenzar el movimiento modernista era con Rubén Darío, en su rebeldía estilística y su constante intención de ruptura. Gutiérrez Girardot sugiere que su efecto fue, particularmente con Azul, el de “cambiar la lengua”.60 La postura política de la poesía de Darío no se decanta por la denuncia explícita, sino por lo que Gutiérrez Girardot entiende, para el movimiento modernista en general, como una tendencia a “la negación del presente y la evasión a otros mundos”.61 Evasión no se entiende acá como huida de la realidad, sino como denuncia de esta desde la dinámica artística. El artista en la sociedad burguesa desarrolla un dualismo de su personalidad, que hace manifiesta la contradicción de la época por aquello de lo que prescinde o que no es capaz de integrar, dada la pobreza de la experiencia en que ha devenido la vida social. En el artista, figura alienada de esta sociedad, la ambigüedad se hace necesaria para sobrellevar la situación, y al mismo tiempo la denuncia:
Pero al mismo tiempo, esta dualidad crea una tensión en el semidios que lleva una máscara de burgués, pues lo que no puede expresar en el mundo burgués, sus deseos, sus pasiones, sus afectos, sus esperanzas, sus ilusiones, lo expresa libremente en la obra literaria. Y allí crea su otra existencia antiburguesa, aunque los elementos con que lo hace, lo lejano y lo pasado, sean los mismos con los que el burgués ha amueblado su intérieur. La dualidad se convierte en ambigüedad cuando el elemento que Baudelaire llama “una envoltura divertida”, lo circunstancial, la moda, adquiere una función concreta, esto es, la de llegar a un público que el artista desprecia. La envoltura divertida, aperitiva, titilante, no es una concesión al público, sino una provocación: es el épater le bourgeois. Pero esta provocación evidencia precisamente el deseo íntimo del artista de ser tenido en cuenta en la sociedad burguesa y la desilusión de ese deseo. Es una forma artística de un despecho social.62
La ruta poética del modernismo es amplia y muy importante, e ilustra sobre la particular tendencia antiburguesa de la intelectualidad que lo compuso, pero me interesa enfocarme en el género del ensayo por su íntima relación con el trabajo conceptual y su estratégica forma de proceder para la asimilación del carácter diverso de la cultura latinoamericana. Junto con la poesía, el ensayo se estableció como género primario para la expresión literaria modernista. La consolidación del ensayo −la “prosa crítica”,63 enfatiza Weinberg− en el campo literario latinoamericano es fundamental para la emergencia de un trabajo intelectual marcado por la tensión inherente a su objeto, y en el modernismo converge este logro como red intelectual e inquietud múltiple. Se trata del género a partir del cual, observa Weinberg,64 se da el importante desplazamiento de la preocupación por lo latinoamericano del campo de la literatura al campo de la filosofía. El ensayo fue el medio crítico por excelencia para pensar la particularidad americana de una sociedad poscolonial65 y para problematizar el “subdesarrollo mental”66 que la mantenía en un estado pasivo de obnubilación. Los ensayos se vislumbran como exploraciones auténticas que, dice Gutiérrez Girardot para el caso de Manuel de la Cruz, “señalan e inician un camino de profundización que conduce a seguro conocimiento y con ello al fortalecimiento y a la vez homenaje a la conciencia de sí de Cuba e Hispanoamérica”.67 El ensayo tuvo un papel de “guía y descubridor de ámbitos hasta entonces inexplorados”68 y, más que una elección fortuita, fue una reflexión obligada por la especificidad histórica, por la realidad misma del contexto. La elección del género tuvo que ver con el potencial crítico del ensayo de desafiar “la certeza libre de dudas”.69 Para sus intelectuales críticos, América Latina no era, de ningún modo, algo acabado, sino algo a realizar. No redujeron el proyecto americano a una proyección de Europa, a un contexto tendiente a identificarse con su ethos histórico y su dinámica social. La modernidad es acá absorbida y reinterpretada –“asimilada”,70 puntualizará Zea−, pero sin olvidar su base fundamental, concebida sobre todo desde la experiencia europea del mundo: la modernidad como “tendencia civilizatoria”, según señala Bolívar Echeverría,71 que es incompatible con la configuración establecida del mundo en que surge. La modernidad como respuesta a la necesidad de transformación. Es en este sentido que, en América Latina, para la inteligencia americana, para sus pensadores críticos, la modernidad solo cobra sentido propio, ya no externa, ya no impuesta, cuando, en vez de reducir lo americano a lo europeo, lo emancipa de este, trascendiendo su concepto, siendo punto de partida para la condición nueva: nueva percepción social del mundo y nuevo hombre, los dos motivos centrales, precisamente, del ensayo del modernismo hispanoamericano.
El filósofo chileno Grínor Rojo72 también identifica en los modernistas hispanoamericanos los primeros representantes de una teoría crítica latinoamericana moderna. Un afianzamiento y pensar modernos sobre la literatura, así como sobre el reconocimiento y búsqueda de sistematización de su producción regional en América Latina, solo comienzan a ser practicados en las últimas tres décadas del siglo xix.73 Esto significa, según expone Rojo, que es con los modernistas que la intelectualidad regional adquiere “el deseo de producir teoría desde un contexto de enunciación que, aun manteniendo conexiones con la tradición metropolitana en el mismo sentido, difiere de ella”.74 Los primeros indicios de este impulso los sitúa el chileno en el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, el cubano José Martí, el nicaragüense Rubén Darío y el uruguayo José Enrique Rodó. En todos ellos de lo que se trató fue de establecer una ruptura con las formas naturalizadas de expresión intelectual, en disputas que cada uno tendría según sus intereses y campos de acción. Lo común, como plantea en todo momento Rojo75 en sintonía con Gutiérrez Girardot,76 será la inconformidad respecto a la subsunción y pasividad con que se percibían el pensamiento y las artes regionales, que se manifestará en la disposición antiburguesa y el trabajo desde la ironía desarrollados en sus obras. En la caracterización que propone el filósofo chileno, Gutiérrez Nájera resaltará por su idealismo antipositivista y su defensa de un “contraestilo de vida”77 que procura oponerse al aburguesamiento creciente de la intelectualidad en las urbes de la época, mientras que en Martí se trató de un programa americanista claramente crítico de la modernidad capitalista que debía ser expresado dándole prioridad a la forma. Rojo lo resalta al estudiar su producción literaria durante 1881 en la Revista Venezolana, al señalar que “importa lo que Martí dice, por cierto, pero también importa (y a ratos aún más) el cómo lo dice”.78 Darío, por su parte, elaborará una autoimagen de intelectual autónomo que será paradigmática, al tiempo que se sabrá receptor de un poetizar profesional y gremial en todo sentido cosmopolita, ajeno a todo arcatismo −“si es que por arcatismo vamos a entender ahora individualismo y el espontaneísmo del estereotipo”−,79 y cargado de una responsabilidad que asumió con religiosidad: “Darío les enrostra a los jóvenes poetas de América no solo su ignorancia sino también su indolencia”.80 Rodó, último de la lista de Rojo, resalta por su figura