¿Para qué molestarnos en hacer oír nuestras voces?. Selim Erdem Aytaç

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¿Para qué molestarnos en hacer oír nuestras voces? - Selim Erdem Aytaç Sociología y Política

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esa misma participación de la gente en las elecciones, las protestas y otras formas de acción política colectiva. Sin embargo, esta visión es unilateral. Así como hay costos de participación, también hay costos de abstención. Los primeros son materiales y cognitivos, y los segundos, intrínsecos y psicológicos, pero no por eso menos reales.

      A veces la gente soporta pesados costos para participar en una acción colectiva. En las democracias, nuevas y viejas, los manifestantes pueden enfrentar los garrotes de la policía, los gases lacrimógenos, la cárcel y cosas peores. Por lo general, votar no es peligroso, pero puede ser costoso. En 2015 se celebró en Irlanda un referéndum sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. Los ciudadanos irlandeses residentes en el Reino Unido viajaron por mar y aire para votar. El día de la votación, los pasajes aéreos entre Londres y Dublín se agotaron (Hakim y Dalby, 2015). ¿Por qué la gente pagaría tanto dinero y se tomaría tantas molestias para emitir un voto? Hannah Little, una irlandesa que vivía en Londres y viajó en avión para votar, explicaba: “Cada vez que me encontraba con mis amigos irlandeses, lo primero que salía era la cuestión de ir a casa para el referéndum. […] Mi plan es ir a casa, instalarme y tener hijos. Si mis chicos resultan ser gays, quiero que hoy se oiga mi voz” (McDonald, 2015).

      ¿No se daba cuenta Hannah Little de que era extremadamente improbable que su voto fuera el decisivo para la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo en Irlanda? ¿No se daba cuenta de que en caso de que volviera a su país y tuviera hijos gays, estos podrían casarse legalmente con personas del mismo sexo al margen del hecho de que su madre se hubiera molestado o no en hacer el peregrinaje de retorno para el referéndum de 2015? En las páginas que siguen presentamos pruebas que demuestran que, para Hannah y muchos como ella la respuesta a ambas preguntas es “sí”: entienden, en efecto, esos hechos. Participan cuando les importa mucho, porque no participar sería sumirse en un estado de disonancia o dilema: ese es el costo de la abstención.

      No somos, claro está, los primeros en advertir este último tipo de costos. Para sacarse de encima la “paradoja de la votación” –su predicción de una concurrencia a las urnas cercana a cero en los grandes electorados–, la teoría de la elección racional adujo un deber de votar. En caso de abstenerse, las personas que sienten ese deber se privarían de las compensaciones derivadas de cumplirlo. Pero el constructo del deber no resuelve todos los problemas. Conceptualizado como un estímulo para votar, es estático y no explica los altibajos en los niveles de concurrencia a las urnas en las distintas elecciones. Tampoco explica por qué la gente común participa en acciones políticas colectivas respecto de las cuales no suele reconocerse que participar sea un deber, como en el caso de las protestas callejeras. Los modelos basados en las redes y la vergüenza, en los que la persona corre el riesgo de sentirse rechazada si se queda en casa, también dan a entender que la abstención es costosa. Pero estos modelos se concentran de manera excesiva en el papel que las redes personales inmediatas del individuo cumplen al impulsarlo a la participación política. Se esfuerzan por explicar –como hacen los modelos basados en el deber– la causa de que determinados tipos de elecciones desencadenen previsiblemente una participación generalizada, mientras que en otros la implicación popular es muy débil.

      Uno de los cambios claves que hacemos consiste, entonces, en postular costos de abstención: el franco perjuicio de no participar, cuya magnitud depende, entre otras cosas, de lo mucho o poco que, según la persona, esté en juego en el resultado.

      2) Muchas personas conciben el escenario estratégico de las elecciones y protestas desde un punto de vista supraindividual. Para desentrañar los misterios de la participación política, los factores específicos que influyen en la decisión de la persona de participar o no resultan tan importantes como el punto de vista desde el cual aborda esa decisión. Por entendibles razones de moderación y elegancia, los teóricos se consagraban antes a un solo nivel por vez, por lo general, el del individuo, a quien se atribuía la concepción de los costos y beneficios de la acción exclusivamente en función de lo que influían en él, de manera individual. Otros postulaban que las personas piensan qué hacer desde la perspectiva privilegiada de un planificador social o un dirigente partidario: se creía que los ciudadanos consideraban tanto los costos como los beneficios en ese macronivel. Nuestra teoría de la abstención costosa sostiene que las personas son capaces de pensar en distintos niveles. Consideran los costos de la participación desde la perspectiva de su propio tiempo y esfuerzo; consideran el contexto estratégico –las probabilidades de que el movimiento tenga éxito o de que el candidato preferido gane– desde una perspectiva situada por encima del individuo, normalmente la de un candidato o el líder de un partido o un movimiento y, en lo referido a los beneficios de resultados alternativos, los consideran tanto en el nivel individual como en niveles más altos. Lo que nuestra teoría de niveles múltiples pierde en sobriedad lo gana en exactitud.

      3) Para entender la participación política, necesitamos menos economía y más psicología. Los politólogos conocen con claridad la influencia que las distorsiones y los sesgos cognitivos ejercen sobre las percepciones y decisiones de los ciudadanos (y de las élites políticas). Somos cada vez más conscientes de que las emociones también influyen sobre nuestras percepciones y acciones políticas. En las ciencias sociales ha surgido una nueva evaluación según la cual las emociones y la cognición no están en tensión, sino que actúan en sintonía. El reciente giro psicológico, promovido en importante medida por los economistas del comportamiento, ha nutrido el campo de la psicología política; así, abogaremos, hasta cierto punto, por un retorno a las ideas psicosociales sobre la participación, que muchos investigadores dejaron de lado con el ascenso de la teoría de la elección racional.

      Tomamos en serio esa teoría y le hemos dado abundante uso en nuestro trabajo. Pero nuestro deseo de entender la acción colectiva nos ha trasladado hacia la psicología. La intuición inicial, al comenzar nuestra investigación, fue que, cuando a la gente le importa quiénes serán sus dirigentes electos y qué rumbo tomarán sus comunidades y países, puede verse arrastrada a la acción colectiva. Votarán y quizá incluso manifestarán sin que nadie les diga que tienen que hacerlo, y a veces sin que siquiera les resulte necesario reflexionar demasiado sobre su decisión de participar. A menudo, no solo la vergüenza social o la reflexión moral sino también algo mucho más rápido y espontáneo incita a la gente a actuar.

      Algunas de nuestras intuiciones son producto de la introspección. Sopesamos cómo nos sentiríamos si nos preocupáramos mucho por el resultado de una elección, pero quedándonos en casa y dejando que otros decidan. Imaginamos esta situación como un incómodo estado de disonancia. No tardamos en advertir que nuestras intuiciones tenían su eco en las palabras de las personas a quienes entrevistamos. Por ejemplo, un hombre de Kiev les contó a nuestros entrevistadores cuáles habían sido los acontecimientos que en 2013 lo llevaron al activismo, en lo que llegaría a ser las protestas de Euromaidán. Recordaba cómo se había sentido al ver la imagen de una joven a quien habían golpeado en un mitin: “Vea, a veces hay momentos en que uno siente que empieza a desbordarse porque ya no es posible tolerar la situación”.

      En un comienzo, tanteamos con expresiones como “disonancia interna”, pero más adelante, gracias a la psicología social y política, aprendimos mucho más sobre las respuestas preconscientes, las emociones de acercamiento

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