Descomposición vital. Kristina M Lyons
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Cuando comencé el trabajo de campo que llevó a la escritura de este libro, me imaginé viajando al Putumayo a investigar cómo las historias sobre la toxicidad y la enfermedad de los suelos, las plantas, los animales y los cuerpos humanos pueden o no convertirse en evidencia con impacto político en el marco de las políticas colombo-estadounidenses de fumigaciones aéreas (Lyons 2018). Sin embargo, en lugar de enfocarse en la producción de conocimiento sobre entidades no humanas (como la exposición al glifosato en los suelos) y la agencia que los humanos les atribuyen a esas entidades, Heraldo y otros campesinos me mostraron que sería mejor permitir que esos no humanos me forzaran —es más, me obligaran— a pensar. Su propuesta se asimilaba al llamado de Stengers (2005b, 5) de tomar en serio a “esos no humanos a los que es mejor caracterizar como forzadores de pensamiento más que como productos del pensamiento” en el sentido más reduccionista, como problemas para resolver o situaciones que deben corregirse. En vez de enfocarme en cómo ciertas políticas públicas caídas del cielo determinan las experiencias y la representación de la vida en el terreno, me invitaron a pensar con las materialidades texturadas, las resonancias afectivas y los impulsos cíclicos constantes que hacen y deshacen al terreno mismo. Es decir, a seguir las potencialidades que luchan por existir mientras las comunidades rurales aprenden a relacionarse con los organismos, los seres y los elementos en descomposición que fuerzan el pensamiento en los mundos locales andino-amazónicos.
Aprendí a situar La Hojarasca como finca-escuela, saltamontes en resonancia y capas de hojas y raíces en descomposición dentro de un sinnúmero de procesos dinámicos e indeterminados, como el desborde de ríos, pantanos, bosques riparios, basura, estiércol y membranas porosas. William James (1996) se refiere a estos procesos como la hojarasca (litter) del mundo. James habla de aquellos aspectos del ser y el devenir que muchos sistemas filosóficos pasan por alto, pretenden absorber dentro de propósitos trascendentales o tratan como estados meramente transicionales entre lo sólido y lo líquido, sujeto y objeto, estabilidad y desequilibrio, vida y muerte, materia y forma. James mira con recelo todo impulso filosófico por estabilizar el mundo como algo definido, limpio y económicamente ordenado. Así mismo, Georges Bataille habla de la materia ambigua como aquellas “sustancias inestables, fétidas y tibias donde la vida se fermenta innoblemente” (1993, 81). En conversación con la obra de Caitlin DeSilvey (2006, 2017), lo que me interesa es el potencial de la descomposición para revelarse no solo como eliminación, sino como un proceso que puede ser generativo de distintos modos de conocimiento, distintas formas de organización y diferentes prácticas. A DeSilvey la atrae la capacidad para contar historias de la entropía y el deterioro en el marco de los estudios críticos del patrimonio, disciplina que suele tratar de mantener a raya la evanescencia en lugar de colaborar con ella. Para mí, el metamórfico lugar intermedio de la hojarasca pone en tela de juicio las fantasías de dominio humano sobre, por una parte, un mundo de estados sólidos y coherentes y, por otra, la preocupación sociológica con la consolidación de movimientos políticos de masas, agroecológicos o de otro tipo. Fue la hojarasca la que inspiró mi atención etnográfica a los procesos materiales e inmateriales de composición y descomposición en prácticas científicas específicas y en el cultivo de procesos dispersos de agrovida o de agricultura de selva.
La creciente sintonía de los campesinos con las capacidades generativas de estas capas de hojas, ramas, pepas y cáscaras en descomposición me convencieron de la necesidad de quedarme con el problema —tomando prestada la propuesta de Donna Haraway (2016)— de lo emergente y lo transicional como algo más que la captación del presente en retrospectiva. Por ejemplo, los continuos riesgos materiales y tensiones afectivas que albergan los procesos transicionales, como el de dejar atrás los cultivos de coca y aprender a ver la selva no como matorral o maleza que debe limpiarse y domesticarse, sino como alimento y remedio. La esperanzadora incomodidad de no saber dónde está parado uno y admitirlo, de reconocer la propia participación en el deterioro ambiental de un territorio y de tratar de comprender y organizar una finca como corredor biológico y reserva de bosque, en lugar de hacerlo solo como un pedazo de propiedad que se trabaja y se explota para obtener el sustento económico de la familia, todo esto me llevó a pensar con cuidado sobre cómo la vida crece despacio en medio del veneno y sobre las dinámicas temporales entre los momentos de visibilidad y de energía frenética y los periodos de latencia e imperceptibilidad que se dan dentro de estos procesos. ¿Cómo se escriben los tiempos del glifosato y la persistencia de estos químicos en las matrices bioquímicas del suelo? ¿Cómo se presta atención a la gradualidad y la incertidumbre de una reconversión económica cuando un potrero se convierte en bosque secundario?
En Colombia, la gente dice ser “experta en aguantar”. Aguantar significa esperar, guardar la esperanza, resistir, sobrellevar o soportar. Así, la expresión popular “no aguanta” es una forma abreviada de decir que algo o alguien es intolerable y no debe soportarse. La forma de vida que intento articular es un equilibrio delicado entre la oposición, el aguante y la transformación: entre oponerse a condiciones de vida intolerables, a seguir bajo esas condiciones y hacer realidades alternativas a aquellas condiciones que hacen que algunas vidas y ecologías prosperen a expensas de que otras tengan que aguantar. Las temporalidades y materialidades de la hojarasca, su hundimiento y descomposición en el espesor de un presente lleno de potencialidades emergentes y nuevas realidades que pueden resultar frustradas, resurgir y plegarse una vez más las unas a las otras, producen lo que llamo una fragilidad robusta (véase el capítulo 4). Esta fragilidad hace posibles ciertas formas tentativas de reparación socioecológica y desestabiliza las connotaciones convencionales, reduccionistas y estigmatizantes de precariedad y debilidad. Anna Tsing (2015) propone la palabra “resurgencia” para articular “la fuerza de la vida de un bosque, su capacidad para esparcir sus raíces y estolones para reconquistar lugares que han sido deforestados” (179).20 La relacionalidad ecológica de la vida y la muerte de la selva de la que hablo en los siguientes capítulos requiere que nos adentremos en esta misma deforestación, dentro de las mismas heridas y cicatrices.
Notas
1 Para un análisis etnográfico del diseño, la implementación y las consecuencias de la política antidrogas bilateral colombo-estadounidense, el Plan Colombia, véase Tate (2015).
2 El glifosato es un herbicida sistémico, no selectivo y de amplio espectro. Mata las plantas al inhibir una ruta enzimática que participa en la síntesis de aminoácidos aromáticos, la cual es necesaria para su crecimiento.
3 Para un análisis crítico e integral de las políticas de desarrollo alternativo lideradas por Usaid en Colombia, véase Vargas Meza (2010). La Usaid también financió pequeños proyectos de infraestructura, como puentes, instalaciones escolares, pistas de aterrizaje, electrificación rural y mejoras en las vías. Las comunidades cocaleras también han sido consideradas “poblaciones vulnerables” a las cuales el Estado debe asistir mediante programas de asistencia social