Descomposición vital. Kristina M Lyons

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Descomposición vital - Kristina M Lyons Ciencias Humanas

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de corrupción y cuatro gobernadores interinos fueron nombrados en tan solo cinco años, y cada uno de ellos integró gabinetes distintos. Durante un periodo de dos años, que se conoció en el Putumayo como una “crisis de gobernabilidad”, tuve la oportunidad de acompañar a Heraldo mientras se desempeñaba en su trabajo de vida. Sus labores incluían el trabajo agrícola, sus empleos como contratista del Estado y de ONG y sus esfuerzos por construir redes de solidaridad con procesos amazónicos dispersos de agrovida, en su condición de campesino local, técnico alternativo y hombre amazónico. De maneras diversas, estos procesos tienen en común un deseo por hacer realidades alternativas a la larga historia y a los procesos actuales de economías de enclave y prácticas extractivistas que han caracterizado las relaciones territoriales modernas con la Amazonía occidental del país. Esta historia de desplazamiento violento y de reconfiguraciones territoriales es fundamental para comprender el contexto socioambiental, la urgencia política y las condiciones materiales de las que surgen los procesos amazónicos de agrovida.

      Sin perder de vista la alta informalidad en los derechos de propiedad de tierras en el Putumayo, existe una distribución relativamente democrática de la tierra si se tienen en cuenta las unidades agrícolas familiares (UAF) establecidas por el Gobierno. En teoría, la uaf es la extensión de tierra adjudicada a una familia campesina por el Estado en proyectos de restitución de tierras y la titulación de baldíos. La extensión de las UAF se determina con base en la fertilidad del suelo y en los proyectos productivos y las tecnologías de cada finca en una zona específica. El modelo está diseñado para limitar la propiedad individual de las tierras e implementar un sistema de “distribución ordenada” y “racional utilización” de la tierra en el país (Ley 160 de 1994, art. 1). Las UAF en Putumayo oscilan entre las 10 y las 45 hectáreas en los suelos convencionalmente categorizados como de “alta fertilidad” de la subregión andina conocida como el Alto Putumayo; entre 35 y 45 hectáreas en las tierras “menos fértiles” del piedemonte andino-amazónico; entre 70 y 120 hectáreas en la planicie amazónica, considerada infértil y conocida como el Bajo Putumayo; y entre 212 y 286 hectáreas en la parte baja de Leguízamo, desde Puerto Ospina hasta la frontera con el departamento vecino del Amazonas (Centro Nacional de Memoria Histórica 2015, 48).

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      Foto de la autora

       Violencia, extracción y estructuras de colonización

      El Putumayo es uno de los seis departamentos y múltiples zonas de transición que constituyen la región conocida como la Amazonía colombiana, la cual abarca el 35 % del territorio nacional. Proveniente del quechua, ‘Putumayo’ significa, a grandes rasgos, “río que fluye hasta donde nace el sol”. Los conquistadores españoles invadieron el territorio por primera vez en 1538. Luego, vino la llegada de misioneros jesuitas y franciscanos a lo largo de los siglos XVI y XVII, enviados con la misión de consolidar la jurisdicción eclesiástica y formar un núcleo evangelizador alrededor de los diversos pueblos indígenas de los territorios. Estos misioneros eran forzados a entrar y salir periódicamente de los poblados coloniales, debido a los ataques continuos de grupos indígenas “rebeldes” del piedemonte amazónico, que vivían de manera dispersa, pero integrados económica y culturalmente en toda la selva y el piedemonte andino. Cada vez que pasaba en bus por Pueblo Viejo, el lugar original de la construcción colonial de la capital del Putumayo, oía historias de cómo los andakíes quemaron la ciudad cuatro veces entre los siglos XVI y XVIII. Se dice que los andakíes dirigieron alianzas con otros pueblos andino-amazónicos, como los tamas, sucumbíos, mocoas, inganos y sibundoyes para defender sus territorios —puertas de entrada a la extensa selva— de la Corona española. En 1784, los misioneros franciscanos escribieron sobre los “salvajes infieles”, los aucas o los indios no bautizados, liderados por poderosos chamanes que ingerían yagé y se transformaban en pumas que devoraban poblados enteros de cristianos (Ramírez 1996, 90-92). Uno alcanza a imaginarse las miradas temerosas y furtivas de los curas hacia las trochas apenas iluminadas por antorchas esperando desde sus ventanas el salto de algún puma vengativo.

      De los andakíes, como de todas las demás “tribus rebeldes”, se dice que lucharon hasta su muerte colectiva. Pero Heraldo me contó una historia distinta. Después de su último ataque a la ciudad colonial, los andakíes se hicieron imperceptibles a los misioneros y a su séquito militar para eludir la colonización o, lo que es lo mismo, la aniquilación. Desde entonces, los andakíes siguen andando libres por el piedemonte y la planicie amazónicos. Sobrevolando en los helicópteros de las concesiones petroleras, los técnicos de las empresas dicen haber visto fogatas y humo, pero nunca gente ni huellas. Para Heraldo, los andakíes, “indios-aucas”, siguen resistiendo y solo se revelan a los maestros chamanes o taitas con la ayuda del yagé, un alucinógeno vegetal que se toma en ciertas ceremonias indígenas en las que se imparten los secretos de la selva. Quizás los técnicos petroleros vieron los movimientos de esos pumas-aucas que andan a escondidas y se desaparecen en los matorrales con un leve centelleo de su cola. En el capítulo 5 regreso a estos aucas-pumas en mi discusión de la política de la imperceptibilidad y de los modos de descomponerse dentro de la vida de la selva. Cuando se llevó a cabo el primer censo en 1849, la población local —únicamente aquella que vivía en los 20 asentamientos coloniales— se categorizaba entre “racionales” e “indígenas civilizados”. El resto del territorio se imaginaba activamente como inculto e inhabitado, es decir, como territorio baldío, lo que de forma sistemática vació la selva de la existencia de sus habitantes milenarios y convirtió el territorio en un receptor de olas futuras de colonización y de poblaciones desplazadas del interior andino del país.

      La antropóloga María Clemencia Ramírez (2001) caracteriza cinco olas de colonización en el Putumayo, todas ellas asociadas al extractivismo, empezando con la quina y el caucho, luego por el oro, la madera (especialmente los árboles de cedro) y las pieles de nutria, tigrillo, caimán negro y manao en la primera mitad del siglo XX. Aunque la industria del caucho no generó asentamientos permanentes, inició la expansión de la frontera agrícola del país y produjo el genocidio violento y el despojo masivo de los pueblos indígenas, tal como lo han documentado varios historiadores y antropólogos (Bonilla 1969; Taussig 1984; Ariza, Ramírez y Vega 1998). Las primeras vías iniciadas por los misioneros se completaron 30 años más tarde durante la guerra con Perú (1932-1933), cuando se atizó el sentimiento nacionalista hacia la Amazonía como reacción al expansionismo peruano en el territorio colombiano (Santoyo 2002; Palacio 2004). Algunos de los campesinos que conocí me compartieron historias de cómo sus padres habían sido reclutados en regiones vecinas para defender la soberanía de la frontera sur del país y para construir las primeras bases militares y las primeras vías carreteables para vehículos motorizados desde el occidente amazónico hasta los Andes. Luego de la colonización militar (Culma 2013) y la migración de colonos de Nariño en busca de oro, fueron llegando olas de familias desplazadas del interior andino del país. Colombia se vio envuelto en un largo periodo de confrontación entre los partidos Liberal y Conservador, conocido como La Violencia (1948-1960), y surgieron los primeros movimientos de guerrillas liberales y grupos de mercenarios conservadores conocidos como chulavitas. El Putumayo fue receptor de familias campesinas y comunidades indígenas que huían de esa violencia y cuyo acceso a la tierra se hacía cada vez más difícil por la expansión del latifundio. La disolución de los resguardos indígenas en Nariño en la década de los cuarenta y la presión violenta, generalizada y multidimensional contra indígenas y campesinos forzó a los pueblos pasto, embera-katío, embera-chamí, nasa, awá, korebaju, murui, huitoto, boras, kichwasa y guambiano a desplazarse al Putumayo, lo que impactó aún más en los territorios y los movimientos de los pueblos oficialmente reconocidos como ancestrales, como los kofanes, los sionas, los kamsás y los ingas (Villa y Houghton 2005).

      En 1963, la empresa Texaco, Inc. (en ese

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