Descomposición vital. Kristina M Lyons

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Descomposición vital - Kristina M Lyons Ciencias Humanas

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conversaciones con Heraldo Vallejo, concretamente en las formas de personaje conceptual y de pensamiento propio (grupal o colectivo) que constituyen los procesos de agrovida de selva. El capítulo 6 ahonda en las potencialidades y los límites que germinan de diferentes conjuntos de relaciones entre seres humanos y suelo, relaciones que pueden desarmar o desestabilizar conceptos de lo humano, del suelo y de la conjunción humano-suelo. Regreso aquí a la fecundidad material y conceptual de la hojarasca para reflexionar sobre lo que podemos aprender de los estados transicionales —a diferencia de entes estables— y de aquellos “suelos” que nunca se han convertido en ese suelo industrializado o químico que se han vuelto el centro de atención en las preocupaciones globales sobre el cambio climático antropogénico.

      Aprendí de los campesinos y de las comunidades rurales a tratar la selva como un concepto, un conjunto relacional de prácticas y una fuerza existente o viviente, en vez de un ente que puede dividirse en unidades o reducirse a un descriptor representacional de un paisaje determinado. Estas familias campesinas me explicaron que la palabra bosque no necesariamente comunica una biodiversidad conspicua y compleja, ya que puede referirse a un sistema de monocultivo de árboles o a un conjunto de variedades comerciales destinadas a la extracción maderera. La selva también resignifica al monte (tierra montañosa llena de vegetación) y al rastrojo (forraje animal o pasto crecido), términos que se pueden usar de manera despectiva para describir un paisaje desordenado o deshabitado que debería limpiarse, temerse o domesticarse.

      El trabajo conceptual, a la vez creativo y políticamente inspirado de las comunidades rurales a quienes acompañé y con quienes pensé, me llevó a preguntar qué formas de escritura son necesarias para articular una analítica de la selva. Me refiero a una analítica que aspira no solo a escribir sobre la selva o como una selva, sino más bien a seguir y transmitir de modo performativo las relaciones, las temporalidades, las texturas y las densidades materiales e inmateriales cambiantes que componen y descomponen la vida y la muerte de la selva. La relación, la constitución y la transmisión entre las formas de escritura y distintos seres, especies y elementos no humanos han venido recibiendo cada vez más atención en el trabajo de McLean (2009) sobre la poética y la materialidad; la discusión de Choy (2011) sobre las “cuatro formas de aire”; la etnografía de Kohn (2013) sobre la semiosis forestal, y las respectivas exploraciones de Myers (2015b) y Hartigan (2017) sobre el sensorio y la inteligencia de las plantas, entre otros. Concibo el acto de escribir la selva no como un modo romántico de “dar voz” a la ecología de los bosques tropicales, sino como un intento de atender y transmitir los modos de expresión y condiciones de existencia de la selva mediante géneros literarios y poéticos que mantienen las temporalidades geológicas, humanas y microbianas en tensión y simultaneidad con el lenguaje analítico de las ciencias sociales y naturales. Utilizo viñetas y formas poéticas de escritura en diferentes momentos para interrumpir la narrativa, la cual se concentra principalmente en el cultivo de la vida en medio de la muerte. Estas interrupciones responden a los actos y a las amenazas latentes de violencia que estallan en lo cotidiano y que producen zonas grises entre los periodos oficiales de guerra y los momentos transicionales que aspiran a construir la reconciliación y la paz. La violencia estructural y los conflictos territoriales eran y siguen siendo una condición desestabilizante en la vida cotidiana de la Colombia rural, además, transforman los sedimentos materiales y las memorias encarnadas que albergan y expresan las ecologías regionales, a pesar de no ser siempre de manera explícita el centro de atención de mis interlocutores.

      Notas

      1 Para un detallado recuento histórico del origen de la política de fumigaciones aéreas en Colombia, véase María Mercedes Moreno (2015).

      2 Se calcula que la mezcla de glifosato utilizada en la aspersión aérea es un 110 % más concentrada que la versión comercial producida por Monsanto, Roundup Ultra. Al igual que en otras aplicaciones industriales del glifosato en el mundo, al herbicida se le agregan otros químicos con el fin de aumentar su potencia y su adherencia a las plantas en un clima húmedo tropical, concretamente dos surfactantes: el polioxietil amina (POEA) y el Cosmo Flux 411 (Vargas Meza 1999).

      3 La Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional suministró estas estadísticas oficiales el 18 de agosto de 2015.

      4 A pesar de alto número de cultivos fumigados, las mediciones nacionales de cultivos de coca reportan un aumento sostenido. El número de hectáreas regresó al mismo nivel de 1999, año en que se intensificó la política de fumigaciones, e incluso llegó a superarlo (UNODC 2005). La Resolución 006 fue aprobada el 29 de mayo de 2016. Véase Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (2015).

      5 Un buen ejemplo de esto es la discusión metodológica de Juno Salazar Parreñas (2015) sobre la etnografía multiespecie.

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       De los espacios aéreos a la hojarasca

       Pulsaciones

      Apartándome del grupo por un momento, me detuve en silencio entre las hileras de enredaderas, árboles frutales, tubérculos y arbustos. Los girasoles que tenía a mi lado se recostaban levemente. Una brisa casi imperceptible ponía a temblar las enredaderas. Desde el suelo se elevaba el olor de cáscaras de fruta en descomposición. A lo lejos se sentía un batir de alas. Más cerca se oían el mordisqueo de las larvas en las hojas de granadilla y el zumbido de los insectos sobre los arrumes de palos y ramas y los pétalos de las flores. Aquí se sentía mucho más fresco. Segundos más tarde, el zumbido se hizo más intenso. Mis únicas palabras para describirlo: cientos de dedos índices húmedos deslizándose por los bordes de vasos con agua. La vida y sus pulsaciones, la vida marchitándose, la vida que toma su próximo aliento que también puede ser el último. Este era el sonido —o, mejor, la fuerza— que impregnaba el aire cuando me bajé por primera vez del bus en San Miguel, Putumayo, en la finca-escuela La Hojarasca, palabra que se refiere a las hojas en descomposición que se suelen usar como compostaje. Miré a mi alrededor pensando erróneamente que así podría encontrar el origen discernible del zumbido. Grupos de campesinos conversaban al lado de una mesa de madera llena de semillas, unas tan grandes como puños, otras tan pequeñas como granitos de arena. Las gallinas y los pavos merodeaban a tropiezos por los matorrales. Una familia de patos corriendo y graznando a viva voz por su almuerzo de caña picada. Los pasos humanos crujían al pisar las capas de hojas y tallos secos, un sonido bien distinto del chapoteo de las botas cuando se deslizan por el barro desnudo y arcilloso. Se oía un corte de machete, el golpe pesado de la caída de un copoazú, risas, más zumbidos, la fricción de una piedra machacando hojas de bore. Los árboles estaban llenos de nidos de mochilero, y de vez en cuando lograba escuchar el llamado de estos pájaros: el sonido del agua, la percusión de una gota de agua, ese sonido casi eléctrico en el momento exacto en que golpea una superficie y se transmuta en formas disímiles. Estaba tan cautivada por todo lo que pasaba a mi alrededor y por todo lo que esto hacía y deshacía en mi interior que no sentí otra presencia humana hasta que oí una voz a mis espaldas: “¿Cierto que la vida hace más feliz a la vida?”, preguntó la persona mientras se acercaba adonde yo estaba, en medio de la huerta que nos envolvía.

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      Foto de la autora

      Una pregunta nada sencilla. Este fue mi primer encuentro con Heraldo Vallejo y con la poderosa, pero vulnerable, fuerza de una propuesta

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