Descomposición vital. Kristina M Lyons
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Entre los años fiscales de 2000 a 2012, el Congreso estadounidense destinó más de 8000 millones de dólares para la implementación del Plan Colombia. Cerca del 80 % de la ayuda estadounidense consistió en la provisión de armamento, equipos, infraestructura, personal y entrenamiento para las fuerzas militares y la policía colombianas, así como contratos con multinacionales estadounidenses como Monsanto, Sikorsky Aircraft y DynCorp International, todas ellas parte del complejo militar-industrial (Beittel 2012). Desde finales de la década de los setenta, las estrategias de erradicación de cultivos ilícitos en Colombia han utilizado tácticas de guerra química, incluido el uso de Paraquat, Garlon 4, Imazapyr y Tebuthiuron.1 Para el 2000, el principal componente de la política antidrogas era un programa de fumigaciones aéreas con aviones aspersores utilizados para aplicar una fórmula concentrada de glifosato —herbicida fabricado por Monsanto— en cultivos sospechosos de contener plantas de marihuana, coca y amapola.2 Debido a la volatilidad de la aspersión aérea como método de aplicación de sustancias químicas, el glifosato suele caer con regularidad en potreros, bosques, suelos, ganado, cultivos de pancoger, fuentes de agua y cuerpos humanos. Más de 1,8 millones de hectáreas de coca se han fumigado en Colombia desde 1994; en el Putumayo, 282.075 hectáreas de coca han sido asperjadas a partir de 1997.3 A pesar del fracaso generalizado de esta política para reducir la cantidad de cultivos ilícitos de coca, esta siguió ejecutándose hasta el 1 de octubre de 2015, meses después de que el gobierno aprobó una resolución nacional para suspender oficialmente las aspersiones aéreas con glifosato.4 La Resolución 006 fue expedida a la luz de un informe de la agencia de investigación sobre el cáncer de la Organización Mundial de la Salud, que clasificó el herbicida más usado en el mundo como una sustancia probablemente cancerígena. A pesar de esta suspensión, el Consejo Nacional de Estupefacientes aprobó la continuación de la aplicación manual del herbicida para la erradicación de cultivos ilícitos, y en 2019 la administración de Iván Duque propuso reiniciar las fumigaciones aéreas, lo cual ha producido nuevos debates jurídicos y científicos, manteniendo activa la controversia política en el país.
En años siguientes, a lo largo de mis múltiples regresos al Putumayo para continuar con varios proyectos de investigación, filmar un proyecto de educación popular y acompañar a las comunidades rurales durante el Paro Nacional Agrario, Étnico y Popular, lo que me impactó, más que las distintas formas de violencia y destrucción ambiental producida por la guerra contra las drogas, fue la tenacidad de la vida en medio del conflicto social y armado. Las redes de campesinos y comunidades indígenas que conocí en el Putumayo y en sus alrededores, situadas al margen de la frontera agrícola nacional y criminalizadas por la presencia de cultivos ilícitos y de grupos armados paralegales de derecha y de izquierda (conocidos como “paracos” o “narcoguerrillas”), me enseñaron que la violencia no era la única historia para contar. Me llevaron a redirigir mi sensibilidad etnográfica de aquello que caía de los aviones aspersores desde las alturas hacia los procesos proposicionales de creación de vida que se hacían realidad en medio de ecologías químicamente deterioradas. Esto no quiere decir que la muerte violenta, el desplazamiento y el despojo fueran de alguna manera menos determinantes, sino que la muerte se estaba transformando mediante el cultivo de bosques, huertas y aquellas áreas ancestrales de cultivo llamadas chagras. La sintonía de los campesinos con los ciclos de la hojarasca —las capas de hojas y tallos en descomposición que con frecuencia se utilizan como composta— me llevó a repensar las relaciones entre vida y muerte, entre la materialidad y la política, en condiciones cotidianas de conflicto. El potencial de la hojarasca para “forzar el pensamiento” en las comunidades rurales amazónicas se convirtió en el foco de mi trabajo de campo.
Así, en lugar de preguntar qué significa para las comunidades vivir en las regiones cocaleras que han sido los epicentros de la violencia perpetrada —y perpetuada— en Colombia por fuerzas geopolíticas, el libro que sigue a esta introducción se inspira en las prácticas que hacen posible la vida en medio de mundos criminalizados y químicamente asediados. ¿Cómo hace la gente para seguir, para aprender a cultivar una huerta, cuidar un bosque o cultivar alimentos cuando en cualquier momento un avión aspersor puede pasar por encima empapando ecologías enteras con herbicidas tóxicos? Más allá de los imperativos de las políticas antidrogas oficiales que exigen “erradicar la coca o ser erradicado”, ¿qué otras potencialidades emergen en comunidades rurales que responden a la guerra cultivando vida, una vida que nunca está del todo separada de la muerte? Fue durante uno de mis viajes iniciales al Putumayo cuando conocí al zootecnista y campesino Heraldo Vallejo. Conocido en la región como el “Hombre Amazónico”, Heraldo influyó profundamente en mis preguntas de investigación y en mis compromisos ético-políticos. A lo largo de la década siguiente, con Heraldo y con una red dispersa de organizaciones campesinas y agrarias alternativas construí algo parecido a lo que Kim Tallbear (2014) llama un “terreno conceptual compartido”. Con este último me refiero a nuestro intento por articular proyectos conceptuales y éticos sobrepuestos sin dejar de reconocer nuestras respectivas posiciones y comprensiones situadas. Además de nuestras diferencias como interlocutores y potenciales colaboradores.
Como Heraldo me explicaba la situación, “el problema en el Putumayo es que no sabemos dónde estamos parados. Y no tiene que ver con el conocimiento sino con la aptitud y la actitud. Contrario a lo que dice el Estado, nuestro problema no es la coca. Nuestra urgencia tiene que ver con la agricultura amazónica, el desplazamiento y empobrecimiento de las familias rurales”. Las redes campesinas y de comunidades indígenas que acompañé me enseñaron que “saber dónde uno está parado” no se refiere a conocer el suelo mediante un análisis de laboratorio de su fertilidad química, su pH o su taxonomía científica; ni siquiera se trata necesariamente de conocer algún tipo de ente estable. Por el contrario, tiene que ver con la alienación producida por operar durante décadas dentro de un sistema agrícola de monocultivos para la exportación, en el cual la coca ilegal es tan solo el caso más reciente de las actividades económicas de imposición colonial y basadas en la extracción que han dominado las relaciones territoriales modernas con la Amazonía occidental del país. Curiosamente, cuando volví a Colombia en 2008 para comenzar mi trabajo de campo de largo plazo, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) lanzó una campaña sobre recursos naturales en Bogotá llamada el “Año de los suelos en Colombia”. La campaña buscaba visibilizar los suelos como mundos vivos con servicios ecosistémicos además de funciones sociales y no solo como objetos explotables o recursos de la economía política nacional. “Pon tus pies en el suelo” fue el eslogan con el que cerró esta campaña en 2009.
Esta llamativa coincidencia me llevó a preguntar: ¿qué tanto pueden resonar o divergir estos llamados tecnocientíficos para “poner los pies en el suelo” con la invitación de Heraldo y otros campesinos a que uno aprenda “dónde está parado”? ¿De qué manera las relaciones entre el ser humano y el suelo adquieren importancia política en el complejo entramado de la política antidrogas, las agendas de desarrollo, las ciencias agroambientales y la vida cotidiana en un entorno militarizado? ¿Qué pueden enseñarnos la fecundidad conceptual y material de los suelos en conjunto —o en divergencia— con conceptos más dominantes de la tierra y el territorio? ¿Cómo guardan los suelos —esos que pueden ser o no ser vistos como un objeto llamado el “suelo”— las heridas y las huellas irreparables de la violencia, así como, las germinaciones de propuestas transformadoras y sueños alternativos desde y para los mundos rurales del país?
Este libro se escribió en un momento de transición incierta en Colombia. Algunos aspectos del conflicto social y armado de más de medio siglo llegaron a su fin con un acuerdo de paz firmado en 2016 entre el Estado y las FARC-EP. Colombia se encuentra inmersa en un proceso de justicia transicional marcado por todos los riesgos, expectativas, esperanzas, frustraciones e incertidumbres que implica todo escenario de implementación de un acuerdo de paz. Los capítulos que siguen indagan