Descomposición vital. Kristina M Lyons
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Don Pedro, un alumno de La Hojarasca que vivía cerca de allí con su hijo mayor y sus dos nietos, nos acompañó en nuestra caminata por la trocha empantanada que los pobladores rurales, con ayuda de las FARC-EP, abrieron en el bosque en los años ochenta para brindar una infraestructura más o menos transitable hacia la cabecera municipal. Todo el Putumayo carece de acceso al agua potable, y la comunidad de don Pedro, al igual que tantas otras zonas rurales del país, no dispone de electricidad ni saneamiento básico. Pasamos una enorme ceiba que había sido bañada en glifosato justo al lado de su predio. Con una extraña precisión, el árbol parecía haberse dividido en dos. Una parte se desintegraba lentamente, mientras que la otra parecía resistirse a la muerte y se mantenía verde y llena de vida. La ceiba había estado ahí desde que don Pedro tenía memoria, y su esperanza era que la mitad que se mantenía con vida pudiera aguantar lo suficiente como para atraer murciélagos polinizadores y repartir semillas con la brisa. La Hojarasca, nos explicaba, era parte de un proyecto más grande de desarrollo sostenible llamado San Miguel Mira hacia Colombia y el Mundo, coordinado por el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), una ONG jesuita de Bogotá. Durante los dos años en que funcionó como escuela, antes de que finalizara su ciclo de financiación y el Cinep retirara sus proyectos del Putumayo, alrededor de 200 campesinos de tres de los trece municipios del departamento se diplomaron en agricultura amazónica sostenible.5 Heraldo Vallejo, quien tenía 50 años cuando nos conocimos, fue uno de los socios intelectuales del diseño y la fundación conceptual de la finca-escuela. En particular, su propuesta seguía una metodología “campesino a campesino”, “indígena a indígena”, que buscaba multiplicar las agriculturas que luego oiría llamar de formas heterogéneas: agriculturas amazónicas, análogas, sucesionales, biológicas, místicas y de selva.
Lo que más me impactó cuando llegué por primera vez a La Hojarasca fueron las pulsaciones que generaba la escuela, su resonancia literal a fuerza de existir en medio de una ecología criminalizada. Eran manojos de vida en constante pulsación —entreverados densos de plantas diversas, hojas y raíces en descomposición, zumbidos de insectos, sonidos de animales pequeños y pájaros arropados por la selva y los quehaceres humanos— que le permitían forjar un espacio transformativo para sí misma, por más precario que fuera. Este no era un espacio donde la vida simplemente aguantaba en medio del sufrimiento social, el abandono y la contaminación; era un lugar donde se ponían en marcha otros modos de comer, de sembrar, de ver, de caminar, de intercambiar, de cultivar, de componer y, así mismo, de descomponer. La finca-escuela era una especie de estática, como lo plantea Michel Serres (2007, 95), que se hacía poderosa, no por ocupar o emanar de algún centro sino porque su germinación llenaba temporalmente su entorno. Para Serres, los actos estáticos actúan como una especie de interferencia o ruido que al desactivar ciertas conexiones y vías de comunicación también facilita otras. Así como los saltamontes en El parásito, que no paran de cantar y de llenar espacios en su contraataque frente al ruido de las motosierras que intentan desplazarlos y ocupar el bosque, las pequeñas pulsiones de energía que emanaban de la finca-escuela ahuyentaban fuerzas mucho más grandes y devastadoras. En ese momento, la vida hacía la vida más feliz. La escuela me parecía un saltamontes que resonaba y defendía para sí un espacio al interrumpir el cruel silenciamiento y los mecanismos de destrucción de una guerra contra las drogas desmoralizadora y represiva.
Sin embargo, cuando La Hojarasca dejó de recibir los fondos del Cinep se transformó en algo más. Ya no era una escuela. Volvió a ser una finca en manos de sus dueños originales, la Asociación Agroindustrial Integral Comunitaria de San Miguel, administrada por una sola familia hasta que se volvieran a conseguir recursos para una nueva ronda de estudiantes. No estaba claro si la escuela iba a poder continuar. En ese sentido, su experiencia no era muy distinta de la larga historia de iniciativas de desarrollo financiadas provisionalmente por entes externos en el Putumayo. A la escuela no la apoyaban condiciones de posibilidad fijas, sino algo más parecido a lo que Kathleen Stewart llama las “verdaderas líneas de potencialidad que un algo que va tomando forma trae a la mente y pone en marcha” (2007, 2). No obstante, marcando un fuerte contraste frente a los programas vecinos de la Usaid, los cuales llegaban como en paracaídas “desde el centro a la periferia”, La Hojarasca intentaba juntar y multiplicar una diversidad de aptitudes, deseos de aprender y modos ya existentes de relacionarse con las agriculturas amazónicas o de la selva. La finca-escuela no era un proyecto delimitado con cronogramas rígidos y presupuestos impuestos desde afuera, sino un proceso en movimiento, y como tal lograba acoger las densidades y texturas afectivas —aquellas de las que habla Stewart— del espesor relacional del presente. Este espesor es habitado por pensamientos, sentimientos, sueños, formas de ser y transformaciones materiales reales, que existen y se hacen posibles en el marco de intentos por desatarse, en la medida en que sea posible, de las definiciones dominantes, para así transformarse en algo distinto.
La Hojarasca era impulsada por los deseos de cada vez más campesinos para distanciarse, aunque no se lograra del todo, de los discursos moralizantes y la codificación estigmatizante de las categorías estatales existentes: cocalero, auxiliador de la guerrilla, beneficiario del desarrollo, mendigo, víctima, colono desarraigado y depredador, población flotante y hasta campesino del Putumayo. Esta última fue una categoría que me encontré utilizando, al igual que ellos, lo cual nos hizo notar a ambos lo difícil que es escapar de la maraña del reconocimiento codificado por el Estado. Más allá del simple hecho de denunciar o resignificar estas identidades en disputa, la visita a la finca-escuela fue mi primera lección para aprender que ese distanciamiento depende de todo un conjunto de transformaciones materiales, conceptuales y ético-políticas, en y con una ecología una ecología andino-amazónica particular.
Algunos de los campesinos que conocí ese día habían rechazado los cultivos comerciales de coca desde su llegada al Putumayo, aunque la respetan y la cultivan como medicina, como sustento, como fuerza espiritual y como un elemento constitutivo de la biodiversidad local. Otros eran cocaleros que buscaban activamente una transición que les permitiera dejar atrás la economía de la coca, cansados de la persecución estatal, la fluctuación de los precios del mercado, los crecientes costos de producción y el carácter insostenible de un sistema agrícola de monocultivos en la Amazonía.6 Con los monocultivos de coca también llegaron los agroquímicos al territorio, a finales de la década de los setenta, y se redujo la diversidad de las semillas que se siembran en él. Esto llevó a una profunda alteración y homogeneización de las variedades de semillas, plantas y árboles, así como de las recetas y prácticas alimentarias locales. La producción de alimentos tanto comerciales como de pancoger se vio desplazada. Cuando las FARC-EP impusieron un paro armado en 1998 que aisló al Putumayo del interior andino del país y bloqueó el transporte de alimentos desde los departamentos vecinos, las comunidades rurales se dieron cuenta de lo delicada que se había vuelto su situación a raíz de su creciente dependencia alimentaria, que a su vez producía dependencias económicas y políticas.
Pero como me lo explicaron los mismos campesinos de La Hojarasca, tampoco se trataba de una añoranza simple y romántica de los tiempos de antes de la coca, cuando muchas familias rurales empleaban prácticas agrícolas insostenibles que habían traído de sus lugares de origen en la región andina.