Descomposición vital. Kristina M Lyons
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Los campesinos que conocí en La Hojarasca, al igual que todas las familias rurales, las redes, los colectivos y los movimientos sociales agrarios que acompañé en los años siguientes, me explicaron que para ellos tanto los monocultivos de coca como las alternativas oficiales obligan no solo a la gente, sino a todas las formas de vida con las que viven y trabajan, a volverse parte de las relaciones de producción capitalistas. En parte, su crítica a esta lógica económica es que trata el intercambio de mercancías como el principio fundacional de la sociabilidad agraria. Esta sociabilidad se basa en el supuesto de que el campesinado es simplemente una población rural pobre que no tiene la tecnología, el capital financiero, las alianzas empresariales y la ética de trabajo adecuados para convertirse en grandes productores agroindustriales. Para Nelso y María Elva, una familia campesina desplazada a Mocoa con la que construí una profunda relación, esto es lo que ellos llaman “campesinos jugando a ser capitalistas sin capital”. Este modelo económico, afirman ellos, considera la agricultura campesina como un modo de vida obsoleto. Así mismo, por su desconocimiento de las particularidades culturales, la diversidad de economías y familias campesinas, al igual que las condiciones agroecológicas del territorio amazónico, también ha convertido al Putumayo en un laboratorio para políticas públicas fallidas. Estos campesinos no rechazan todas las transacciones de mercado, sino la manera reduccionista e inevitable en que el “mercado” se ha definido exclusivamente como capitalista, basado en las exportaciones, industrializado, competitivo y basado solo en el dinero y la mercancía. Si bien los diversos modos de producción, intercambio y trabajo en la región no han sido eliminados del todo, el trueque, las mingas de trabajo comunitario y cooperativo, los mercados campesinos y otras relaciones no capitalistas o anticapitalistas se han marginalizado de manera considerable.
Ahora bien, como ya lo mencioné en la introducción, la presencia continua y los legados de 40 años de producción de monocultivos de coca no son vistos como el único o el principal “problema para resolver”. En un sentido stengeriano, la situación concreta —o, mejor aún, la selva— ha forzado una política de atención y una ética de respuesta diferentes. Al equiparar el hecho de vernos obligados por una situación con el de darle a la situación el poder de hacernos pensar, Stengers (2005a, 1985) nos invita a ampliar el alcance de nuestra comprensión de la obligación. En este sentido, la formulación de un problema nunca puede disociarse de su oikos, es decir, de un entorno o ambiente que requiere un ethos y un compromiso analítico específicos. Cuando nos sentamos a conversar en el aula al aire libre de La Hojarasca, Heraldo me explicó que, de manera históricamente contingente y diferencial, muchos habitantes rurales, tanto indígenas como no indígenas, y tanto aquellos que llegaron al Putumayo como aquellos que nacieron allí, resultaron “sin saber dónde están parados”.7 “No saber dónde está parado uno” es el resultado de formas de alienación producidas estructuralmente que aíslan a la gente de la multiplicidad de relaciones que componen y descomponen el lugar en el cual está ubicada físicamente y, por ende, del mundo del cual forman parte. Un mundo, como luego aprendería, donde el hecho de cultivar también implica procesos de ser cultivado por aquello que en los siguientes capítulos llamo ojos para ella, la selva.
Nacido en 1957, en la vereda rural El Pepino, a las afueras de Mocoa, la capital del Putumayo, Heraldo pasó la mayor parte de su niñez más hacia el sur, luego de que su abuelo convenció a la familia de irse a vivir al municipio de Puerto Asís, donde la tierra era más accesible. Trabajó cuidando ganado, limpiando potreros, vendiendo queso y leche, además de cosechar arroz y piñas, criándose “como cualquier otro campesino”, como él mismo lo dice. El dinero que se ganaba era para pagar sus gastos escolares, pues su familia no tenía cómo educar a sus cinco hijos. Aun así, tuvo que salirse del bachillerato y luego validar el año que perdió. Heraldo fue uno de los dos únicos estudiantes de su escuela rural con los medios para ir a estudiar a la universidad más cercana, en el vecino departamento de Nariño. Luego de haber pasado seis meses preso por su condición de líder estudiantil, al igual que tantos otros estudiantes de universidad pública en esos tiempos, y tras haberse graduado como zootecnista, Heraldo volvió al Putumayo a principios de los años ochenta y comenzó, como dice él, a “desaprender” las enseñanzas dominantes de las ciencias agrícolas modernas que había aprendido en la universidad.
Este proceso de desaprendizaje y reaprendizaje fue inspirado por el hecho de que Heraldo, como dice él mismo, “siempre había presenciado otras formas de hacer las cosas” por parte de sus vecinos indígenas y campesinos, y de algunos de sus familiares. Al regresar al Putumayo, justo cuando empezaba el auge de los monocultivos de coca y la implementación —y el fracasso— de los primeros proyectos de desarrollo alternativo y sustitución de cultivos, Heraldo comenzó a cuestionar la aplicabilidad de los modelos agrícolas dominantes en el Amazonas, así como las lógicas productivistas que subyacían a esos mode-los. Como lo explico en el capítulo 4, Nelso y María Elva citan el influyente trabajo del padre Alcides Jiménez, un cura católico inspirado por la teología de la liberación, quien motivó las primeras alternativas agrícolas amazónicas tras la llegada y la expansión de los monocultivos de coca. En las décadas de los ochenta y noventa, el padre Alcides era reconocido por repartir semillas amazónicas tradicionales, en vez de hostias, en las misas que celebraba en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen en Puerto Caicedo, Putumayo. Heraldo utiliza la expresión agricultura de la muerte para referirse a las prácticas extractivas que resultan cuando los campesinos se ven a sí mismos como entes externos y no como parte de las relaciones que conforman los ciclos de existencia de la selva. De manera más concreta, la agricultura de la muerte se refiere a la dependencia de insumos químicos, la introducción de semillas patentadas o transgénicas, los sistemas de monocultivo para la exportación, la titulación de tierras basada en la deforestación, las transferencias de tecnología de la Revolución Verde y las más recientes reformas neoliberales. En su conjunto, todos estos elementos son vistos como mecanismos para estrangular y hacer obsoletas las diversas prácticas y economías campesinas