Libia y Túnez. Mónica Flórez Cáceres
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1 Los hechos sociales y los hechos materiales2 ostentan la misma importancia.
2 El rol de la identidad es primordial para la construcción de los intereses y las actuaciones de los agentes.
3 El hecho social y la identidad del actor corresponden al resultado de una relación mutua.
Estos tres preceptos buscan generar una explicación de la interacción entre los hechos, las estructuras, los valores y las identidades. Si bien lo que pasa en el mundo puede moldear una estructura nacional, también estará determinada por el conjunto de intereses y valores de la sociedad que sujeta, y a la inversa funciona en la misma proporción. De esto se deduce que el proceso de interacción societal es capaz de determinar la manera en la que se forma la estructura de su contrato social, en el caso del Estado de derecho. Alexander Wendt es el exponente por excelencia de esta teoría, en la que trata de demostrar que:
Las personas actúan hacia los objetos tanto como hacia las demás personas, dependiendo del valor y el sentido que este objeto o estas personas tienen para ellas. Lo que constituye/construye al mundo, a las personas y a los grupos de personas organizadas o no, son los patrones de causasefectos, las redes de sentidos y valores, y las prácticas que se pueden identificar en las interacciones. (Citado en Frasson-Quenoz, 2014, p. 97)
Por ejemplo, Wendt aplica estos preceptos al concepto soberanía, atendiendo al caso de las monarquías donde se les daba un reconocimiento divino a los reyes y, posteriormente, observa cómo a través de las circunstancias históricas el concepto fue transformándose y cambiando de sujeto; esto es, hacia los siglos XIX y XX se desplazó a la legitimidad del pueblo y, luego, a la del Estado como superestructura.
Como se verá en los capítulos subsiguientes, la historia de los países tratados no es ajena a una tradición en la que se entremezclaban razonamientos políticos, jurídicos y religiosos, ligada a los vestigios de los imperios que por centurias legitimaron la jerarquía social y política con fundamentos divinos, resultando ello sencillo y práctico a la hora de construir una identidad, a partir también de una retórica bien delimitada como lo apuntan los constructivistas críticos. De hecho, como se mencionaba, el África de hoy no puede estudiarse sin entender la manera en que la gente ha estado sometida a poderes absolutistas.
Sin ánimo de ser determinista, podría decirse que en un hilo histórico se encuentran formas que han explicado la manera en la que los africanos, incluidos tunecinos y libios, han dado valor y orden a sus estructuras políticas y sociales. En un inicio se tienen formaciones tribales independientes, luego se da el aglutinamiento de estas bajo imperios, posteriormente se llega a la época colonial3 en la que Túnez queda bajo control francés y Libia bajo control italiano y, después, a mediados del siglo XX, se dan procesos de descolonización que no significaron necesariamente la emancipación de los pueblos, sino la entrega de los cetros y las coronas a familias u oligarquías que podrían representar para los excolonizadores una manera de seguir ligados con sus antiguos territorios.
Por supuesto, en aquellas formaciones mencionadas no se vislumbra ni el más mínimo atisbo sobre la posibilidad de estructurar un Estado con las condiciones que determina el de derecho, pues la posibilidad de compartir el poder, legitimar derechos y tener un sistema de pesos y contrapesos no conviene a las cleptocracias que se han conformado en África y Medio Oriente, que en parte explica el hartazgo de la población y la explosión de las revoluciones (Anyang, 2009).
Por tanto, se vuelve a la pregunta sobre qué determina la realidad, sobre todo aquellas más conflictivas o violentas, si el hecho material o la construcción que realizan los seres humanos desde sus interacciones y la intersubjetividad que suponen, pues “el constructivismo es una metodología radicalmente democrática y, a la vez, la democracia, como sistema político —y más aún como forma de vida— exige unos métodos y hasta una epistemología constructivista” (Rubio Carracedo, 1991, p. 57), en la medida en la que todos de alguna forma u otra participan en la construcción de su entorno:
[Se presentará] una caracterización global de la metodología constructivista como aquel procedimiento que pretende la constitución de una objetividad normativa (esto es, constructa, no descriptiva) mediante la interacción lingüística y social de un grupo de discusión que delibera cooperativamente bajo condiciones selectas de competencia e imparcialidad en los interlocutores. (Rubio Carracedo, 1991, p. 65)
José Rubio Carracedo (1991) indica precisamente cómo se interconectan hechos materiales y sociales para la construcción de un cuerpo normativo, pero suponiendo que sucede en condiciones de imparcialidad y objetividad. Por tanto, interesa analizar qué ocurre en esa construcción a partir de la interacción lingüística y social, cuando el contexto está enmarcado en la conflictividad y la polarización que constriñe la interacción, como en el contexto que se estudia en este trabajo. Para Wendt, primaría la necesidad de supervivencia de todos, “si se consideran dos individuos que no han tenido contactos previos y que quieren asegurar su supervivencia, no es posible asumir que los dos van a tener un comportamiento agresivo” (citado en Frasson-Quenoz, 2014, p. 95).
En contraposición, Nicholas Onuf indica que es difícil saber exactamente qué busca cada actor en una interacción, pues si bien el discurso es la única herramienta de la que se vale el estudioso para calcular cuáles son los objetivos, de fondo no se sabrá la motivación real de una actuación, lo que podría añadir elementos válidos para entender el papel de los grupos terroristas, las colectividades políticas islámicas y seculares y las intervenciones extranjeras en Libia y Túnez: “Así, en la realidad social que la gente construye, lo que imagina posible y lo que la sociedad considera como permisible depende de la perspectiva ventajosa de cada uno, es decir, de la relación de cada uno con la práctica y no de la práctica en sí” (citado en Frasson-Quenoz, 2014, p. 97).
En este sentido, cabe incluir perspectivas de la sociología del poder y la adaptación que hace Ferrán Izquierdo (2013) para interpretar las revueltas árabes y el escenario posrevolucionario. Así, en términos generales, lo que plantea Izquierdo es que existen naturalmente sociedades jerarquizadas en las que hay un gobierno y unos gobernados o, como lo menciona él: una élite y la población, y dentro de ellos y entre ellos hay dos tipos de relaciones.
Por una parte, plantea que existen las relaciones circulares (infinitas) en las que los actores buscan acumular recursos de poder (económicos, políticos, ideológicos, coactivos, etc.) y mantienen a las élites en una posición privilegiada. Por otra, se dan las relaciones lineales, como aquellas que se estructuran cuando la población finalmente hace un proceso de concienciación sobre sus necesidades y se moviliza por ellas, y se da un reacomodamiento o una reestructuración de las élites tradicionales (Izquierdo, 2013).
Tratando de conjugar los elementos constructivistas y de la sociología del poder, se indica que en el establecimiento de relaciones entre la élite y los gobernados, y dentro de cada subgrupo, se asignan valores, ideas y normatividades que dan forma a la manera en la que establece una línea conductual. En ese sentido, en el ámbito nacional, dentro de Túnez y Libia, como se verá en el repaso histórico, las relaciones circulares que mantienen en el poder a la élite responden precisamente al valor que le dan los actores a ese poder, por el que incluso están dispuestos a luchar una guerra civil, como en el caso de Gadafi, para mantenerse como el regente.
Por su parte, las poblaciones hastiadas de esas administraciones ineficientes y cleptócratas les dan valor a sus necesidades insatisfechas, impulsando una conducta que los conduce a la movilización y la imposición de un nuevo orden o, al menos, un reacomodamiento de las élites. Sin embargo, como se dio en Túnez y Libia, al final no se dio un remplazo, sino un reacomodamiento, que no corresponde necesariamente con la satisfacción de los valores exaltados por la comunidad manifestante.
Precisamente,