(h)amor de madre. María Fernanda Ampuero
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A lo largo de la historia occidental, en contra de lo que habitualmente se piensa, las mujeres no han sido necesariamente esas madres abnegadas que conocemos ahora. La maternidad tiene una historia completamente desconocida y que solo nos llega velada por el anacronismo. La historia de la maternidad es, más bien, la historia de la resistencia de las mujeres a serlo a costa de sí mismas. No es el objeto de este artículo, pero las mujeres han luchado siempre por no dejarse atrapar en una maternidad que se las comía. Durante la mayor parte de la historia, las mujeres han luchado contra un ideal maternal que se les trataba de imponer; un ideal de perfección que a menudo internalizaban y a partir del cual juzgan, casi siempre con culpa, su propia maternidad. Existe el ideal y existe la empoderada imagen de la buena madre, pero no existe, ni ha existido nunca, un espacio real en el que poder hablar, expresar, hacer visible, todo el dolor, la ira, la frustración, que conlleva la experiencia de la maternidad, una experiencia que apenas nunca ha podido elegirse, ni siquiera ahora[4] puesto que no hay ningún discurso, ni representación, antimaternal, como he escrito en otras ocasiones[5]. Un espacio real que contra las representaciones maternales, hay que ir creando para tener verdaderamente capacidad de elección.
Las mujeres siguen siendo madres, y deseando serlo. Desean ser madres porque es difícil imaginar otra forma de ser mujer, porque ese espacio es personalmente empoderante y porque cura en parte la herida que las mujeres intentamos siempre llenar con el amor. Necesitamos amar y ser amadas, eso nos permite autorrealizarnos. Ser madre supone que engendramos a alguien a quien amar y que nos amará siempre; es un amor que imaginamos seguro, un amor que depende enteramente de nosotras, no como el amor romántico, tan inseguro.
Cuando comencé a trabajar en las representaciones y discursos antimaternales no monstruosos y me di cuenta de que dichos espacios no existen en esta cultura, me di cuenta también del afianzamiento de la expansión de un nuevo tipo de amor maternal relacionado con los cambios sociales que las mujeres estamos experimentando. Sabemos que desde los años 70, pero especialmente desde los 80, el trabajo maternal en los países ricos da una vuelta de tuerca y se convierte en eso que Sharon Hays ha llamado «maternidad intensiva»[6] y que, por cierto, en contra de lo que en ocasiones se aduce, es un tipo de maternidad que se ha intentado imponer únicamente en aquellos periodos históricos en los que es posible apreciar un reforzamiento de los roles tradicionales de las mujeres: en el Renacimiento europeo, y en los siglos XVIII y XIX, como respuesta a las primeras reivindicaciones feministas y a la Primera Ola del feminismo (en todo caso, nunca tan intensiva como ahora). En los 80 nace la maternidad intensiva como una manera de entender el trabajo maternal que es contraria a la práctica de la maternidad que habían extendido las feministas desde los años 60. Aquella que llegó con la Segunda Ola del feminismo era una maternidad que cuestionaba las características tradicionales de la buena madre, especialmente impuestas desde el siglo XIX, siglo de eclosión de la maternidad burguesa. Lo que el feminismo cuestionaba era el núcleo duro ideológico de esta maternidad: el sacrificio, la entrega, la disponibilidad absoluta, etc., características todas ellas de la buena maternidad contemporánea y que lo son también del amor que ofrecen las mujeres. El feminismo trató de ofrecer a las mujeres un sueño igualitario. Las décadas siguientes fueron de lucha ideológica. En los 80 llegó el neoliberalismo y, con él, la reideologización maternal.
En mi opinión, el éxito de la ideología de la maternidad intensiva (intensiva en tiempo, en esfuerzo, en sacrificio) tiene que ver con múltiples factores imposibles de analizar aquí, pero tiene también mucho que ver con que el feminismo de la Segunda Ola que, con sus indudables éxitos, no supuso para muchas mujeres el final de la discriminación. La libertad sin igualdad puede convertirse en una pesada carga. Si bien es cierto que el feminismo de la Segunda Ola consiguió cambiar el mundo en gran parte, también es verdad que es posible que la vida de muchas mujeres no sea mucho más fácil o, al menos, no tanto como deseábamos. La necesidad, no ya únicamente el deseo, de incorporarse a un mercado laboral segregado sexualmente ha resultado una experiencia no tan satisfactoria como podíamos esperar: brecha salarial, sueldos muy bajos, precarización, techo de cristal… esto es lo que esperaba a las mujeres al incorporarse al mercado laboral y, a cambio, no se ha producido el cambio necesario en la esfera privada, un reparto real del trabajo reproductivo con los hombres. En estas condiciones, contando además con el avance ideológico del neoliberalismo, era esperable que en algún momento se produjera un repliegue sobre aquellos espacios mistificados, especialmente el de la maternidad, que son más acordes con las expectativas culturales de las mujeres y que ofrecen mayores satisfacciones subjetivas. Surgen entonces nuevas maneras de vivir la maternidad, de la que quiero resaltar en este trabajo, una de ellas que me parece muy interesante por sus numerosas implicaciones. Es la maternidad romantizada, la que podemos relacionar con el amor romántico. Creo que es posible pensar que en los últimos años ha aparecido una manera de vivir la maternidad, por parte de algunas mujeres, que podría entenderse como un sustituto del amor romántico.
Sabemos que, especialmente desde hace unos años, el amor romántico se encuentra en el centro de la diana feminista. No son pocas las autoras[7] que le hacen responsable en gran parte de la construcción desigual de las relaciones, así como en la construcción de subjetividades femeninas pasivas y dependientes. Ese ser para otro, ese poner todas las esperanzas en la llegada del príncipe azul, vivir el ser objeto amoroso como una autorrealización plena y darse a ese amor completamente por encima de los propios deseos, de las propias ambiciones personales; el sacrificio que ese amor exige y que tantas veces pide; en definitiva la renuncia a una misma, ha sido denunciado como una importante fuente de opresión. Aunque el amor romántico está muy lejos de desaparecer y continúa siendo muy importante (no hay más que ver las representaciones culturales del mismo o las construcciones subjetivas de las adolescentes) lo cierto es que, socialmente, ha cambiado. Sometido a crítica y presión, se ha hecho más inestable o frágil y ha sufrido cambios. Han desaparecido o se han modificado muchas de sus más importantes características, como la obligatoriedad de la monogamia femenina, que ha sido sustituida por monogamias sucesivas, ha desaparecido también la valorización de la virginidad y de la pasividad femenina y, sobre todo, muchas mujeres no están dispuestas a entregarse totalmente al amor, a sufrir por amor, o al menos no están dispuestas a sacrificar todos sus intereses al amor de pareja. Existe una desvalorización social creciente de ese sacrificio. Por otra parte, si bien hasta hace poco tiempo una parte fundamental de la identidad femenina, como lo es la maternidad, dependía enteramente del amor heterosexual, del matrimonio, esto ha cambiado radicalmente y la maternidad está cada vez más desvinculada del amor heterosexual: madres lesbianas, madres solteras, madres adoptivas, por fecundación artificial, etc. Se han producido cambios fundamentales en la manera de vivir la maternidad que tienen que ver con la individualización y reprivatización de la vida propia del neoliberalismo. La maternidad contemporánea es exaltada por sí sola, es decir, no está ligada, como ocurría antes, al matrimonio, a la pareja y ni siquiera al amor heterosexual. Por primera vez en la historia la maternidad aparece desligada de la pareja de manera voluntaria y consciente. Si ser madre es un deseo, tiene que ser un deseo individual que no debe supeditarse a nada excepto, como cualquier deseo, al dinero. La maternidad aparece ahora muy vinculada al consumo. No solo por todos los objetos de consumo que aparecen ligados al bebé y que le convierten en objetivo de todo tipo de publicidad, sino que la misma maternidad parece estar relacionada con el poder adquisitivo en un mundo en el que ser madre cada vez se retrasa más y se complica: adopciones, vientres de alquiler, costosísimos procesos de reproducción asistida, clínicas, intermediarios, agencias… todo eso ha abierto lo que llamamos con razón el «mercado reproductivo». En este momento ser madre, o por lo menos madre de más de un hijo, depende del poder adquisitivo de la familia. Si en el pasado tener muchos hijos era cosa de pobres, ahora es al contrario, solo los ricos pueden permitírselo. En todo caso, esa maternidad es ahora más rara, más deseada, más costosa y exige mucho más sacrificio.
Mi tesis es que los valores del amor romántico, claves en la configuración de la subjetividad femenina, se han trasladado a la maternidad romantizada para, al modo gatopardiano, seguir cumpliendo la misma función. De la pareja hombre-mujer, hemos pasado a la pareja madre-bebé.