(h)amor de madre. María Fernanda Ampuero
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Como he mencionado antes, este tipo de maternidad no es completamente nueva. La díada madre-hijo surge en el siglo XII y tiene como modelo a la pareja formada por la virgen María y el niño; es una pareja que se basta sola, en la que el padre no existe y la madre existe solo en relación al hijo. Esa misma pareja se formula de manera parecida a la actual en el siglo XVIII, pero en ninguno de los dos casos puede decirse que triunfe socialmente y no deja de ser un ideal ejemplificador que pocas madres escogen y que muchas menos pueden cumplir. La situación actual en la que, verdaderamente, podemos hablar de que muchas madres se enamoran de sus bebés y construyen su identidad alrededor de esa relación, no se había producido nunca; dicha identidad maternal, en todo caso, se construye con los mismos mimbres con los que se construye el amor romántico. No había sucedido nunca que los sentimientos expresados y vividos por las madres con respecto a sus bebés se parecieran tanto a los expresados hacia la pareja. La maternidad romantizada ha pasado, además, a ocupar un lugar muy positivo en el imaginario cultural y se ha convertido en un espacio libre de cualquier posibilidad de crítica. Frente a la contingencia del amor romántico, el amor maternal ofrece la enorme ventaja de que es «científico y natural». Las madres se enamoran de sus bebés debido a las hormonas. Quién nos iba a decir que después de tantos años luchando contra la naturalización del sexismo este regresara casi indiscutido y protegido por esa justificación universal que es la apelación a la naturaleza. La oculta historia del abandono de bebés y del infanticidio (masivo en determinados momentos históricos) no arredra a las partidarias de la determinación hormonal del comportamiento femenino[9].
La complementariedad entre hombre y mujer, que es la idea subyacente del amor romántico, es ahora sustituida por el lazo madre-hijo, sin el que las mujeres no están completas. Hacía falta un otro que nos completara y el amor romántico utilizaba profusamente el mito de la media naranja, lugar que ahora cumple el bebé o el hijo/a, con muchas ventajas sobre el amor de pareja. Por ejemplo: la incondicionalidad. Las feministas denunciamos que el amor de pareja no podía ser incondicional, pero el amor maternal, en cambio, tiene la ventaja sobre aquel que no puede no serlo. Incondicional siempre por parte de la madre e incondicional por parte del bebé. En un mundo privado de certezas y en el que no existe nada duradero, y mucho menos el amor, que ya sabemos que tiene fecha de caducidad, la maternidad ofrece la ilusión de un amor que no tiene más fin que la propia vida. Además, frente a un amor fuertemente cuestionado, aparece un amor incuestionable y que aparece revestido de las características que antes atribuíamos al amor romántico: sacrificio, incondicionalidad, durabilidad, complementariedad.
Porque la maternidad intensiva viene acompañada del mandato femenino del sacrificio, necesario en todo amor que valga la pena. Si no se está dispuesta a sufrir parece que se ama menos. La posibilidad de desear ser madre y aun así pretender escapar del sacrificio conduce directamente a la maternidad perversa. La vieja idea de que si no duele no es amor, aletea debajo de la nueva reivindicación del parto sin anestesia, de la aceptación de la lactancia dolorosa, así como la puesta a disposición del bebé las 24 horas del día. La disposición al sacrificio y al dolor siempre han sido ingredientes en el amor que ofrecen las mujeres y dicha disposición ha encontrado ahora, en el nuevo amor maternal, campo abonado.
Es importante señalar que el amor que se ofrece a un hijo o hija tiene una base ética que el amor romántico no tiene. El bebé necesita, efectivamente, que le amen y que le cuiden; y ese cuidado y ese amor es su derecho y es, al mismo tiempo, obligación de los adultos. Pero, aun cuando admitimos esto, lo que criticamos es el paso de la maternidad de los 60 y 70 que, sin descuidar el bienestar de los bebés tenía como uno de sus objetivos «desmadrar» a las madres; construir maternidades cómodas, igualitarias, que no se convirtieran en una identidad femenina vinculada de nuevo a la ética del sacrificio, sino a la de la libertad. Si bien la maternidad puede significar en algunos casos necesidad de sacrificarse, este sacrificio se ha terminado convirtiendo no en algo que puede ocurrir desgraciadamente, sino en un valor en sí mismo sin el que la maternidad pierde parte de su sentido. El accionar de esa ética del sacrificio significa que buscar la propia satisfacción (sin descuidar la del bebé) se convierte en algo criticable. Por eso, porque en el amor maternal la ética del sacrificio está plenamente instalada, este amor maternal se presenta necesariamente como el amor puro sin ambivalencia alguna. Es el amor-renuncia por excelencia porque, al contrario que en el amor romántico, aquí la renuncia, toda renuncia, aparece como plenamente justificada, con lo que a más renuncia, a más sacrificio, mayor valoración social y más autovaloración subjetiva. Mejor madre se cree una cuanto más dura es la maternidad y, por el contrario, la expresión de la voluntad consciente de no sufrir, por ejemplo, o de sufrir o incomodarse lo menos posible suele ser recibida con desconfianza por lxs profesionales, lxs expertos/as e incluso la familia. Afirmar que se quiere vivir una maternidad alejada del sacrificio lo más posible es signo de una maternidad cuanto menos dudosa.
Entrega absoluta, renuncia a una misma, ética del sacrificio e incluso del dolor… dependencia mutua, el bebé se convierte en amante y en esposo. El amor-renuncia, siempre con felicidad, ayuda a construir su opuesto, la mala madre, que es la que huye del sacrificio, la que se preocupa por sí misma y que, por tanto, es egoísta. Egoísta es lo peor que puede ser una madre. Es interesante reflexionar acerca de lo que supone que preocuparse por el propio bienestar, algo que entendemos como una reivindicación del feminismo y de la crítica al amor romántico, no sea, sin embargo, ni siquiera una opción cuando hablamos de maternidad.
Nada de lo dicho hasta aquí son elucubraciones mías y hay pruebas de que existe una fuerte tendencia social a mostrar a la pareja madre/hijo (imaginamos siempre un varón) como a una pareja romántica. En la publicidad, por ejemplo, cada vez son más frecuentes los anuncios en los que no es nada sutil la equiparación de la pareja madre/hijo con la pareja romántica. Hace poco tiempo podíamos ver un anuncio de Nestle, de una serie titulada «Mamá, bienvenida a tu nueva vida», en el que claramente se hablaba del bebé como de un novio/esposo. En este anuncio, una voz en off femenina repetía las palabras rituales de una boda para señalar la entrega de la madre a este compromiso[10]: «Yo te tomo, hijo mío, como mi amor, estaré ahí siempre que me necesites, mi amor durará siempre…». Y seguía con una retahíla de obligaciones afectivas y materiales que parecían las promesas de una boda. La publicidad de alimentos infantiles o de objetos para bebés utiliza permanentemente las características del amor romántico para referirse a la relación madre-hijo/a.
En definitiva, y por terminar, creo que una parte importante de las características del amor romántico se ha trasladado a la maternidad romantizada, con la ventaja sobre aquel de que aquí no hay espacio de crítica posible. Cada vez más, en lugar de menos, las características que culturalmente definen la feminidad y, especialmente la feminidad en relación al amor romántico, parecen haberse trasladado al espacio de la maternidad con la consecuencia de que, en realidad, las mujeres siguen siendo vinculadas al Amor con mayúscula y, además, a un amor relacionado con el sacrificio, con la autorrenuncia y con la disponibilidad y no con la autonomía, necesaria en el camino de la igualdad.
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