El arte de la lectura en tiempos de crisis. Michèle Petit
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¿Puede la lectura sostener a esas fuerzas de vida? ¿Qué esperar de ella sin ilusiones vanas, en espacios donde la crisis es particularmente intensa, ya se trate de escenarios de guerra o de violencia reiterada, de desplazamientos de poblaciones más o menos forzosos o de quebrantos económicos acelerados?
En contextos como ésos, muchos niños, adolescentes y adultos podrían redescubrir el papel de esa actividad en la reconstrucción de sí mismos y la contribución insustituible de la literatura y del arte a la actividad psíquica. Y a la vida en pocas palabras. Esta hipótesis puede sonar paradójica en una época de mutaciones tecnológicas donde lo que más preocupa es la eventual disminución de las prácticas de lectura. Y puede parecer todavía más audaz, incluso incongruente, considerando que el gusto por la lectura y su práctica en gran medida se construyen socialmente. Pensemos en los ejemplos que dimos anteriormente: en casi todos los casos se trata de hombres y mujeres que tuvieron contacto con los libros desde su más tierna edad o que, al menos, fueron introducidos precozmente en los usos de la cultura escrita. La abuela de Sergio Pitol leía sin descanso, y si Marina Colasanti y su hermano vivieron algunos “años-biblioteca”, fue gracias a sus padres. La lectura es un arte que, más que enseñarse, se transmite, como lo han demostrado muchos estudios.19 Éstos revelan que la transmisión dentro de la familia sigue siendo lo más frecuente. Lo más común es que alguien se vuelva lector porque de niño vio a su madre o a su padre con la nariz metida en los libros, porque los oyó leer historias o porque las obras que había en casa eran temas de conversación. En ese sentido, ¿la experiencia de Jean-Paul Kauffmann, Marc Soriano o Marina Colasanti puede hacerse extensiva a categorías sociales más alejadas de lo escrito, que son las más afectadas por las transformaciones actuales?
Los trabajos que realicé anteriormente, tanto en espacios rurales como en barrios populares de la periferia urbana,20 me han llevado a pensar que, bajo ciertas condiciones, sí puede ampliarse a ellos, y que también es posible extenderla a las generaciones más jóvenes, que a menudo nos son presentadas como más renuentes a la cultura escrita que las generaciones anteriores. Estas investigaciones me enseñaron, en efecto, que la experiencia de la lectura no variaba de acuerdo con la pertenencia social o las generaciones. En particular, las personas que mis colegas y yo conocíamos durante nuestras investigaciones evocaban ampliamente, de manera espontánea y detallada, la importancia de esta actividad en la construcción o en la reconstrucción de sí mismo, aun en los casos en que los entrevistados sólo leyeran de vez en cuando. Pero estas operaciones se realizaban por medio de apropiaciones muy singulares, incluso de desvíos respecto de los textos leídos. Con un desconcertante sentido del hallazgo, cada uno de ellos “cazaba furtivamente” lo que en secreto tenía que ver con sus propios asuntos, lo cual le permitía intercalar su propia historia entre líneas: nos hallábamos ya dentro de las “artes de hacer” que estudió Michel de Certeau.21
Nuestros interlocutores se referían a algo más amplio que las acepciones académicas de la palabra “lectura”: aludían a textos que habían descubierto en un encuentro cara a cara, solitario y silencioso, pero también, a veces, a lecturas oralizadas y compartidas; tanto a libros releídos con obstinación como a otros que apenas habían hojeado, robándose una frase aquí o un fragmento allá; a los momentos de ensoñación que acompañaron o vinieron tras el intercambio con lo escrito, a los recuerdos híbridos que tenían de eso, a las transformaciones que experimentaban. Más que el desciframiento de los textos, más que la exégesis erudita, lo esencial de la lectura era, al parecer, ese trabajo del pensamiento, de la ensoñación. Esos momentos en los que se levanta la vista del libro22 y se esboza una poética discreta, en los que surgen asociaciones inesperadas.
No obstante, lo que variaba de un medio social a otro eran los obstáculos. Para unos, todo ya estaba dado por nacimiento o casi; para los otros, el alejamiento geográfico se añadía a las dificultades económicas y a las prohibiciones culturales. Si habían logrado incluso leer, era siempre gracias a mediadores específicos, al acompañamiento cálido y discreto de algún facilitador que tenía también el gusto por los libros, que había hecho deseable su apropiación.
Sorprendentes experiencias literarias compartidas
En los años posteriores a estas investigaciones, los azares del destino profesional –o más bien las artimañas del deseo que me hicieron volver al lugar en donde viví muchos años atrás– me llevaron a viajar frecuentemente por América Latina. Desde 1998 me trasladé a ese continente varias veces al año y en esos viajes conocí a un gran número de mediadores culturales con los que dialogué.23 De este modo descubrí sorprendentes experiencias literarias compartidas que han llevado a cabo diversos profesionales (maestros, bibliotecarios, psicólogos, artistas, escritores, editores, libreros, trabajadores sociales o humanitarios…) con niños o adultos expuestos a una relegación social más o menos aguda y acompañada por múltiples adversidades.
En efecto, actualmente se están implementando programas donde la lectura ocupa un lugar esencial, en diferentes regiones del mundo que viven situaciones de guerra o de violencia, crisis económicas intensas, éxodos de poblaciones o catástrofes naturales. Casi siempre, esas experiencias tienen poca difusión y son ignoradas o poco conocidas, no sólo en Europa (donde la autosuficiencia etnocéntrica impide a la gente imaginar cómo se beneficiaría si se informara acerca de lo que se ha intentado hacer en otros lugares), sino también a unos cuantos kilómetros de los lugares donde se realizan. Sin embargo están llenas de enseñanzas.
Ya sea que cuenten con el apoyo de organismos internacionales, de instituciones públicas, asociaciones o fundaciones privadas, de entrada tienen la particularidad de dirigirse a aquellos que están más alejados de los libros: niños, adolescentes, mujeres u hombres a menudo con baja escolaridad, originarios de medios pobres, marginados, y de culturas dominadas. Muchos provienen de sociedades donde es la tradición oral, mucho más que la escrita, la que durante largo tiempo les ha brindado puntos de referencia, recursos de los cuales echar mano para vincularse con unas representaciones culturales compartidas. Mitos, cuentos, leyendas, proverbios, cantos o fragmentos de canciones les permitían hasta cierto punto simbolizar emociones intensas o acontecimientos inesperados, representar conflictos, dar forma a sus paisajes interiores, insertándose al mismo tiempo en una continuidad, una transmisión. En dos palabras, construir sentido. Al menos así sucedió mientras esas sociedades conservaron una mitología viva, recompuesta o enriquecida a merced de los encuentros. Pero actualmente en muchos lugares la tradición oral se ha desarticulado y los puntos de referencia simbólicos se han desorganizado, con todos los riesgos que implica esa alteración de la “red” de la cultura. En contextos así, ¿la introducción de propuestas donde lo escrito ocupa un lugar central puede suplir a esa tradición, incluso reactivarla, o al contrario, amenaza con destruir lo que queda de ella?
Por otra parte, el análisis de esos programas y su confrontación permiten precisar las condiciones necesarias para su implementación, delimitar el papel de los mediadores, su margen de maniobra y las asociaciones necesarias para el “éxito” de esas acciones. También proporcionan pistas para identificar los procesos que se ponen en práctica y clarificar los beneficios que pueden esperarse de la lectura en esos contextos, al igual que los límites, los callejones sin salida, la posible dosis de riesgo que implican estas iniciativas.
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