La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona
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Kepler, al concebir la recepción visual en forma análoga a una cámara obscura, demandaba diferenciar entre imagen y pintura. El astrónomo alemán también impuso la urgencia de una explicación adecuada de cómo es que logramos ver objetos en la distribución espacial adecuada, si las pinturas recogidas en el fondo de la retina han de aparecer invertidas.
El filósofo alemán declaró que la contribución de la óptica al esclarecimiento de la percepción visual solo podía llegar hasta la formación de pinturas en la retina. Ya tendría que ser tarea de una filosofía completa de la percepción explicar cómo estas pinturas pueden convertirse después en imágenes para el sensorio.
Capítulo 6. “La síntesis francesa, o de cómo se introdujo un sujeto cuyos estados perceptuales covarían con las escenas pictóricas que recibe”. René Descartes (1596-1650), como lo deja ver en una de sus comunicaciones privadas, se sentía, a propósito de la óptica, heredero del espíritu de Kepler. La incomodidad que sentía Descartes con el modelo de explicación científica inspirado en Aristóteles condujo al filósofo a proponer un estilo anclado en el mecanicismo. El giro consistió en abandonar las vacías formas substanciales aristotélicas, que habían llevado a los escolásticos a caer en seudoexplicaciones que incurrían fácilmente en circularidad, para substituirlas por el escueto reconocimiento de extensión y movimiento como los únicos atributos a partir de los cuales podríamos dar cuenta de todas las afectaciones en el mundo físico. En la fábula del mundo, que el autor concibió para Le traité de la lumiere, se sostiene que la luz es la manifestación sensible de la presión centrífuga que todo el universo, girando en múltiples vórtices, ejerce sobre las paredes de la retina. En esta descripción, la retina aparece como una membrana sensible a la presión centrífuga que el universo, en su conjunto, ejerce en el lugar donde ella se encuentre.
La presión centrífuga en las paredes de la retina se absorbe como presión mecánica que es transmitida por los nervios hasta el centro del cerebro, en donde reposa, de acuerdo con la anatomía conocida por Descartes, la glándula pineal. Cada arreglo de presiones en la retina provoca un único arreglo de inclinaciones de la glándula pineal. El alma, al sentir, tiene maneras de aprehender el modo de inclinación de dicha glándula y cuenta con un repertorio de sensaciones que covaría con las posibilidades de inclinación mecánicamente prevista para dicha glándula.
Ahora bien, dado que la filosofía cartesiana demanda una distinción real entre substancia extensa y substancia pensante, hemos de admitir la existencia de una ruptura al parecer insalvable (un hiato de continuidad) entre descripción mecánica de la afectación de la retina y de la glándula pineal, por un lado, y la pasión sensorial propia de la percepción mental, por el otro. Si bien 1) el mecanicismo cartesiano, dados los instrumentos de control para la época, ofrece una explicación plausible de los trayectos rectilíneos presupuestos en la mediación de la pirámide visual, y 2) Descartes propuso y justificó adecuadamente una ley de la refracción que logró incorporarse como paradigmática en la tradición científica, su enfoque provoca un hiato insalvable entre descripción mecánica y descripción atada a la vida de la conciencia.
Nicolás Malebranche (1638-1715), cartesiano por vocación, revisó el tipo de causalidad que todos los sistemas de filosofía habían presupuesto hasta el momento, incluyendo el modelo cartesiano. Esta revisión lo condujo a sostener que los acontecimientos entre los cuales intentamos tender lazos causales no están unidos por ningún vínculo necesario. En ese orden de ideas, la causalidad es una ilusión que se teje entre eventos que se repiten ocasionalmente. Así las cosas, no tenemos por qué esperar ningún vínculo necesario entre afectaciones mecánicas en la retina y contemplaciones perceptuales de la conciencia. La vinculación ocasional solo puede explicarse en virtud de la presencia activa de Dios.
Malebranche salva el hiato provocado por Descartes postulando que nosotros percibimos los objetos en Dios. Mostramos, en el capítulo 6, que estas inmersiones en compromisos de naturaleza metafísica no impiden el uso instrumental de la pirámide visual, aunque arrojan serias dudas a la propuesta de ver tal pirámide como un instrumento disponible para la conciencia.
Capítulo 7. “Berkeley y la deconstrucción irlandesa, o de cómo se desvanecen castillos construidos en el aire”. George Berkeley (1685-1753), quien no tuvo reparos en presentar su modelo como la contribución de Irlanda a la filosofía, logró atar en forma consistente la influencia que recibió de John Locke (1632-1704), Descartes y Malebranche. Este ejercicio le condujo a revisar muy cuidadosamente la manera como creemos percibir la distancia, valiéndonos de pistas visuales.
Su desconfianza profunda en el modo como Locke caracterizaba las ideas abstractas llevó a Berkeley a defender un resultado sorprendente para los alcances del programa de investigación que nos ocupa. La conciencia no puede, y no tendría cómo, valerse de ángulos o de líneas rectas para la anticipación de objetos que pudiesen encontrarse a distancia de nosotros. Así las cosas, la pirámide visual contribuye a formar, en nosotros, una ilusión sin fundamento.
Si atendemos los reclamos de Berkeley, nos vemos obligados a evaluar el uso de la pirámide visual como si fuera un obstáculo epistemológico, un instrumento que, a pesar de su utilidad, induce en nosotros ficciones problemáticas. La propuesta de Berkeley ofrece un poderoso programa de investigación rival que, en virtud de la fuerza de sus argumentos, o bien obliga a abandonar el poderoso instrumento, o bien obliga a replantear su uso.
Los argumentos de Berkeley le ayudaron también a tejer su inmaterialismo y a defender, con una fuerza casi irrebatible, la tesis de la heterogeneidad. Según esta tesis, no existen los sensibles comunes postulados por Aristóteles; no tiene sentido que insistamos en presentar la información visual y la información táctil como si ellas refirieran a propiedades de objetos abstractos que, con su existencia independiente del observador, detonan causalmente dos presentaciones diversas de lo mismo. En otras palabras, la distancia que creemos percibir con pistas visuales no tiene vínculos de necesidad alguna con la distancia que atribuimos a evaluaciones táctiles. Los vínculos que podemos trazar entre distancias tangibles y distancias visuales han de ser contingentes. Hemos aprendido a asociar claves visuales con presentaciones táctiles y en virtud de la repetición exitosa de estas asociaciones hemos llegado a creer que contemplamos el mismo objeto por dos canales diferentes.
El poderoso trabajo de Berkeley sugiere, con una plausibilidad asombrosa, que la información visual pueda tenerse simplemente como recurso simbólico para anticipar afectaciones táctiles, si solo nos apoyamos en la repetición exitosa de instancias que guardan semejanza con las iniciales.
Si aceptamos los reclamos de Berkeley y reconocemos que la conciencia no puede valerse de pirámide alguna para fundamentar o justificar su forma de aprehensión visual, ¿era razonable renunciar a la posibilidad de seguir sacando provecho teórico y empírico del uso del instrumento que ayudó a formular preguntas y orientó el camino para hallar su solución?
El filósofo irlandés se animó a sugerir el problema planteado por el médico irlandés William Molyneux (1656-1698) como la plataforma para concebir un experimento crucial que habría de ofrecer las condiciones para decidir entre su sistema (atado a la tesis de la heterogeneidad) y los sistemas rivales. Molyneux preguntaba si un ciego de nacimiento, que ha llegado a tener habilidad para desenvolverse en un universo de objetos tangibles, podría llegar a reconocer propiedades asignadas a dichos objetos en el caso de que recuperara repentinamente la visión y pudiera contemplar los objetos sin