La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona
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La identificación del tipo de color es posible gracias al reconocimiento que nos lleva a advertir que el color que adquiere el ojo (sensación bruta) guarda ciertos parecidos estructurales con otros colores que hemos percibido en otra ocasión y para los cuales ya tenemos reservado un nombre particular. Así, entonces, la discriminación completa no puede llevarse a cabo si no contamos con la memoria y si el observador no posee ya un historial importante de experiencias pasadas.
Si la mancha coloreada no coincide con ningún color observado con anterioridad, el sensorio final procederá a establecer la mayor cercanía posible con la gama de colores que ya han conquistado un claro lugar en nuestra memoria.50 En las palabras de Alhacén: “la vista lo asimilará [el color no percibido con anterioridad], entre los colores que son cercanos, a uno que ya haya sido aprehendido [con anterioridad]” (Aspectibus, II, 3.49). Alhacén anticipa, de manera brillante, la urgencia de elaborar una carta de colores para dar completa cuenta de la percepción visual. Dicha carta tendría que ofrecer un mapa que exhibe, en forma precisa, las relaciones topológicas de vecindad en el espectro completo de colores.
Dado que los programas de investigación dedicados al estudio detallado de la naturaleza del color avanzaban con una mayor lentitud comparados con el estudio general de la percepción, no es fácil dar cuenta de un acercamiento paradigmático al respecto. Tan solo hasta mediados del siglo XIX, cuando ya había reportes fisiológicos y psicológicos de mayor precisión, fue posible la existencia de las primeras cartas de colores sistemáticamente construidas.51 Al tener un instrumento así, el sensorio puede comparar cada nueva aprehensión de colores con el mapa inconsciente que le da fundamento a la carta.
Algo parecido a lo mencionado con el color ocurre con el reconocimiento del tipo de luz que ilumina al objeto. Sobre la base de un ejercicio de comparación con vivencias previas, el sensorio final puede reconocer si la luz que ilumina al objeto es luz solar, luz reflejada por la Luna o luz del fuego. En el segundo estadio existe una suerte de actitud intencional. En el ojo no se agota el fenómeno de la percepción. Casi podríamos decir que allí apenas comienza.
2. Distancia. El campo visual capturado a cada instante en la cara posterior del cristalino es un arreglo en forma de mosaico bidimensional, logrado isomórficamente en relación con la cara visible del objeto y su horizonte. Si limitamos a esto la afección que constituye la sensación bruta, no contamos con elementos suficientes para advertir la presencia de objetos externos en arreglos tridimensionales particulares; así, el isomorfismo parece perderse. De allí se desprende un argumento de los extramisionistas contra los intramisionistas:
Si la visión ocurre por medio de una forma que alcanza al ojo desde el objeto visible, […], entonces, ¿cómo es posible que el objeto visible sea percibido en su lugar por fuera del ojo cuando su forma reside ahora en el interior del ojo? (Alhacén, Aspectibus, II, 3.71).
El extramisionista está a salvo de dicha aporía, toda vez que la magnitud de la distancia se infiere de la longitud del rayo visual que, a la manera de un bastón, se extiende hasta la locación ocupada por el objeto y lo toca en el lugar efectivo en donde se encuentra.
La dificultad en sí misma exhibe uno de los mayores problemas en el marco del programa de investigación. Si nos limitamos a las herramientas que ofrece la sensación bruta, tenemos que ceder a la presión de un argumento escéptico, pues nada en la sensación bruta nos impone objeto externo alguno. El panorama cambia si admitimos que la percepción completa no se agota en la sensación bruta y que gran cantidad de propiedades percibidas atienden a un complejo proceso de reconocimiento, diferenciación y juicio.
Ptolomeo se valió de la metáfora del bastón como su guía. Descartes, muchos siglos después, también acogió sin reserva esa metáfora, aunque se valió de ella de manera diferente (véase el apartado “Mente y cuerpo: un abismo insalvable” del capítulo 6). Esta metáfora encierra la idea según la cual percibir un objeto es una forma de tocarlo sin mediación alguna, un modo de dejarse afectar directamente por el objeto. Este no estaría entonces separado de quien lo recibe, y la distancia a la que es percibido se deduce inmediatamente de la extensión del bastón, que funciona como una prótesis que se prolonga hasta tocar el objeto. La resistencia física que ejerce el objeto sobre el bastón es, de facto, la información que el observador necesita, él no tiene que realizar inferencia alguna.
Alhacén rompió radicalmente con esa expectativa argumentativa. El objeto, como veremos a continuación, se percibe como si estuviese separado del observador; esa distancia se advierte con base en un complejo esquema de argumentación y familiarización. El objeto, por decirlo de alguna manera, se va de nuestras manos. La percepción espacial deja de ser algo que se aprehende de manera intuitiva. El dominio completo de la espacialidad demanda, según Alhacén, los siguientes estadios:
1. Inferir la separación espacial del objeto; es decir, advertir que los objetos que vemos en nuestro campo visual, remiten a otros que están fuera de nosotros.
2. Cuando se trata de objetos cercanos, se busca establecer una relación de orden que determine qué objetos están más cerca y cuáles más distantes. En esta tarea, nos valemos de la manipulación de apéndices corporales (nuestros brazos, nuestras piernas, o ciertos objetos familiares, distribuidos uno a continuación del otro).
3. Inferir la distancia de objetos muy alejados, atendiendo marcos de referencia más complejos con los cuales nos familiarizamos.
4. Advertir la ubicación de los objetos más distantes que podamos concebir (objetos en el cielo), para los cuales ya no podemos fijar marcos de referencia familiares. En este caso, nos valemos de la construcción de teorías y de instrumentos técnicos, como el trasfondo, para evaluar distancias.
El reconocimiento perceptual de un objeto exterior exige atender tres variables: 1) distancia, entendida como la ausencia de contacto entre dos cuerpos; 2) dirección, y 3) magnitud de la distancia.
La presencia física de objetos externos se puede defender con argumentos semejantes al siguiente: cuando contemplamos de frente un objeto y a continuación cerramos los párpados, la imagen del objeto desaparece casi al instante. Igualmente, si empujamos el objeto y contemplamos cómo es removido del frente del campo visual, y tenemos conciencia de ello gracias al reconocimiento del esfuerzo muscular que realizamos para moverlo, podemos asociar la desaparición de la imagen con el desplazamiento del objeto. En ese orden de ideas, si la facultad de discriminación advierte que el efecto recogido en el ojo no es algo que se fije en él, puede llegar a creer que algo ocurre por fuera del ojo.
El esquema de este argumento se ha repetido en muchos capítulos de la historia de la filosofía (a manera de ejemplo: en la sexta meditación cartesiana). Así las cosas, a partir de la sensación bruta auxiliada con la discriminación y el juicio, podemos inclinarnos a reconocer que existe una distancia entre el ojo que contempla y el objeto que provoca la contemplación interior. De este modo reconoce el sensorio la ausencia de contacto entre el ojo y el objeto, es decir, la distancia (Alhacén, Aspectibus, II, 3.73). El hábito hace que en las experiencias cotidianas obviemos este complejo ejercicio de razonamiento.
Siete siglos después, Berkeley ofreció poderosos argumentos para mostrar que no es posible percibir la separación que comenta Alhacén (véase capítulo 7). A juicio de Berkeley, la distancia es una ficción del intelecto que refuerza la extraña creencia de que existen objetos externos que detonan causalmente nuestras impresiones visuales.