La filosofía política de Carlos Gaviria. Iván Darío Arango
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[...] además de la persona pública, tenemos que tener en cuenta a las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir claramente los derechos respectivos que tienen los ciudadanos y el soberano, así como los deberes que tienen que cumplir los primeros en su condición de súbditos, y el derecho natural del que deben gozar por el hecho de ser hombres (1992, p. 42).
Es común encontrar que los autores liberales se muestren reticentes a este tipo de planteamientos y a la filosofía de la democracia, pues ellos sostienen que la idea de la voluntad general, o del interés común, anula las libertades individuales en favor de la participación en la soberanía colectiva. En relación con este aspecto, Constant señaló que la libertad y la democracia no son lo mismo, como si Rousseau hubiera sostenido que es la multitud reunida la indicada para gobernar, cuando la verdad es que él repitió una y otra vez que una cosa es la soberanía, cuya esfera de influencia es la actividad legislativa, y otra cosa es el gobierno.
Por su parte, la filosofía liberal de Carlos Gaviria no tiene prejuicios frente al proyecto democrático moderno, tal como puede apreciarse en el siguiente fragmento:
[...] cuando la Constituyente incluye dentro de los derechos fundamentales el libre desarrollo de la personalidad, lo que pretende es conformar una comunidad de hombres libres, y tal propósito no se persigue solamente en beneficio de este o aquel individuo, sino en beneficio de todos, es decir, en función del interés común (en el lenguaje de Rousseau), al que nuestra norma fundamental alude en su artículo 1 como interés general (Gaviria, 1995, p. 10).
Se observa con claridad que en este texto la comunidad no está concebida en términos orgánicos, como una entidad misteriosa que abarca, comprende y resuelve a los individuos negando su libertad con el pretexto de reencontrarla transfigurada en el cielo de la participación comunitaria. Por el contrario, de lo allí dicho se infiere que la voluntad general está entendida en términos jurídicos, como la entendió Rousseau, es decir, como una garantía procedimental de la rectitud de la deliberación pública. Igualmente, en el artículo de Gaviria “La tutela como instrumento de paz” se notan, tal vez de mejor forma, las conclusiones democráticas que él obtiene de sus presupuestos liberales. En este texto afirma con toda franqueza lo siguiente:
[...] de nada sirve el enriquecimiento del catálogo de derechos y libertades sin un mecanismo que permita hacerlos efectivos cada vez que una instancia oficial (u homóloga) los desconozca. Es decir, que garantice un alto grado de coincidencia entre los derechos enunciados en abstracto y los que en concreto se le adjudican a su titular (1996, p. 34).
Es cierto que, en primer término, se está refiriendo a la tutela, consagrada en el artículo 86 de la Constitución, pero también es cierto que él destaca allí mismo otros mecanismos propios de la democracia directa, que llega a considerar como la mejor garantía de la vigencia de las libertades. De manera que lo más interesante del texto de Gaviria, lo que permite entender su epistemología racionalista, consiste en su refutación del realismo jurídico, el cual:
[...] considera la norma como un hecho más, al lado de otros de carácter social, psicológico, ideológico y económico, cuya virtualidad de incidencia en el fallo no debe sobrestimarse, so pena de distorsionar la forma como el control jurídico tiene lugar (1996, p. 34).
Asimismo, nuestro célebre jurista entiende de tal manera la superioridad de los principios y las normas, que defiende el hecho de que, en casos específicos, las reglas generales ejercen una fuerza motivante sobre los funcionarios que actúan el derecho, posición que recuerda de nuevo a Rousseau y a Kant cuando sostuvieron que el derecho no se fundamenta en los hechos y que lo que se debe hacer no depende para nada de lo que se ha hecho. Es claro que dicha postura mantiene la trascendencia de lo normativo, lo que no ocurre dentro del liberalismo económico, cuya base moral consiste en consagrar el interés egoísta y en pretender obtener el bien común con la intervención de una supuesta “mano invisible”.
Ahora bien, al margen de la despenalización de la dosis personal o del homicidio piadoso consentido, e independientemente de sus observaciones sobre el liberalismo, la democracia o el carácter vinculante de las normas y de los valores, los textos de Gaviria constituyen auténticas lecciones de razonamiento lógico, imprescindibles para nosotros, tan acostumbrados a la verbosidad y a encubrir con palabras pomposas la carencia de luz y la falta de análisis.
Es importante añadir, por último, que en ninguno de los textos mencionados de Gaviria, ni en los otros que componen su obra, se hace uso de jergas de moda que ornamenten o enmascaren sus argumentos. Además, los autores son citados después de haber interiorizado y mejorado algunos de sus conceptos. No hay en sus ponencias un afán distinto al de comprender la acción humana, sin disfraces y sin máscaras, y con el profundo convencimiento de su dignidad. “Tolerancia” y “democracia” no son allí palabras vacías, gastadas en tantas predicaciones; son más bien conceptos fundados en razones sólidas. Gaviria no entiende la comunidad como un cuerpo místico o un altar ante el cual deban sacrificarse los sueños y los ideales de los hombres.
* Publicado originalmente con el título “La filosofía liberal del magistrado Carlos Gaviria” como epílogo del libro de Carlos Gaviria Sentencias. Herejías constitucionales. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2002.
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