García Márquez. Ciro Bianchi Ross

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García Márquez - Ciro Bianchi Ross

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y poco simpático

       La mejor edad del mundo

       23 ediciones en un año

       Aquí siempre fue García

       Llegó y ya no se iría

       Regresa el hijo pródigo

       Escribía temprano en las mañanas

       Cuarenta kilogramos de cera

       No la desilusiones, ¡por Dios!

       La lección de Fidel

       A mil años luz de Europa

       Colombiano de la costa

       Ámbito de una amistad

       Dos solitarios

       Visto por Fidel

       El hombre de la máquina de escribir

       Última imagen

       En el jardín de rosa

       Grandeza y señorío

       La cultura y el tiempo

       Referencias bibliográficas

       Anexos

      Para Mayra

      La entrevista posible

      —Cómo jodes —me dijo Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura, 1982, impaciente ya y visiblemente molesto ante mi asedio constante de aquella noche en que me convertí en su sombra. Esquivo y distante, el autor de Cien años de soledad semejaba un dios ofendido.

      —Usted también fue periodista y sabe cómo son estas cosas

      —Le respondí.

      —Sí, yo también lo fui, pero si tú revisas los seis volúmenes en que se recogió mi obra periodística no encontrarás una sola entrevista. Nunca entrevisté a nadie: preferí siempre reconstruir ambientes.

      No quise entrar a discutir. Sin romperme mucho la cabeza recordaba por lo menos la entrevista que García Márquez hizo al sacerdote que vio caer la bomba atómica en Hiroshima y que está recogida en uno de esos libros a los que aludía. ¿Y qué otra cosa podría ser Relato de un náufrago (1970) sino el fruto de una larga entrevista? ¿Y La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (1986)? Pero nada de esto le dije. Estábamos en La Maison, uno de los lugares emblemáticos de La Habana de noche y me le había acercado en el intermedio de un desfile de modas que él seguía junto a su esposa Mercedes y la gran novelista brasileña Nélida Piñón. Fue precisamente con el pretexto de saludar a la autora de Sala de armas que me acerqué a su mesa.

      — Si yo tuviera que reconstruir el ambiente de hoy, tendría que hablar sobre un hombre que se pasó toda la noche hurgándose con un palillo en la boca

      —Expresé sin meditarlo mucho.

      García Márquez, Comendador de la Legión de Honor de Francia, me miró fijo a los ojos y su silencio me hizo pensar que nuestra posible conversación se iría definitivamente al diablo. Por eso apenas pude reprimir mi asombro cuando me invitó a que ocupara el único asiento libre de la mesa.

      —Te advierto que yo me comprometí con la cantante a hacer un dúo con ella al final del desfile, pero creo que es mejor que salgamos de esto de una vez… Repíteme lo que tú quieres saber.

      Corría el año de 1986. Así comenzó mi entrevista con Gabriel García Márquez. Para llegar a ella recorrí un camino de casi cinco años.

      La historia de esta historia

      Corría el mes de septiembre de 1981 y el día de la sesión de clausura del I Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América, en el Palacio de las Convenciones de La Habana, le hablé al escritor de la posibilidad de esta entrevista. Vestía un overol que lo hacía parecer un mecánico o un camionero. Sin vacilar ante mi petición ni rehuirla, me dio el nombre y el número de la habitación del hotel en que se alojaba entonces y me pidió que lo llamara sin falta. Fueron inútiles mis esfuerzos por localizarlo.

      Casi un año después se repetiría, más o menos, la misma historia, solo que en esta ocasión logré hablarle por teléfono.

      —Lo siento —manifestó—. En estos momentos hago las maletas pues estoy a punto de partir. Vuelvo a comienzos del año entrante. Búscame entonces sin falta.

      Pocas semanas después los teletipos de todo el mundo repetían que la Academia Sueca concedía a García Márquez el Premio Nobel.

      Horas antes de conocerse esa noticia, el gobierno mexicano lo condecoraba con el Águila Azteca, y el Consejo de Estado de la República de Cuba tomaba la decisión de conferirle la Orden Félix Varela, la más alta distinción cultural cubana.

      Cuando en enero de 1983 volvió a La Habana recordé sus palabras. García Márquez, como es de suponer, no guardaba de ellas la más remota memoria.

      Un día le monté una guardia de horas a la entrada de la Casa de las Américas y, para abordarlo, cuando llegó, tuve que correr detrás de él por el vestíbulo de la institución hasta que al fin pude capturarlo en el interior del ascensor.

      —Este es mi teléfono. Llámame uno de estos días.

      Lo hice y alguien me informó que el escritor no se encontraba. Hice otro intento y me dijeron que había

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