García Márquez. Ciro Bianchi Ross

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García Márquez - Ciro Bianchi Ross

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no sé por qué recordé la famosa frase de Kierkegaard, aquella que afirma que todo lo que no es enseguida es demoníaco. Y tuve razón porque García Márquez jamás llamó. Cuando volví a telefonearle ya había vuelto a México. Transcurrieron entonces más de dos años de soledad en los que el afamado narrador y periodista retornó a Cuba varias veces.

      En noviembre de 1985, durante el II Encuentro de Intelectuales, me lo topé en uno de los pasillos del Palacio de las Convenciones de La Habana, donde sesionaba la importante reunión. Iba solo, pero de prisa porque, dijo, debía reunirse con alguien para el almuerzo. Le recordé mi deseo de entrevistarlo, pareció interesarse, pareció acceder, y, enseguida, muy ceremoniosamente, sacó del bolsillo un papelito arrugado donde estaba escrito un número de teléfono.

      —Llámame sin falta —dijo.

      De nuevo comenzaba a tejerse la misma historia y yo necesitaba armarme de toda la paciencia del mundo porque en definitiva era a mí, y no a él, a quien le interesaba la entrevista.

      —Desde ahora quedo obligado a robarle el menor tiempo posible. Me conformo con dos respuestas…

      —De acuerdo, llámame.

      No lo llamé esa vez, pero la suerte estuvo de mi lado. La casualidad quiso que me lo encontrara esa misma noche en La Maison.

      —¡Ah! El hombre de las dos preguntas —dijo al verme—¿Cuáles son?

      Se las dije y preguntó si tenía la grabadora conmigo. No, no la tenía; nunca la utilizo, y saberlo pareció quitar interés al creador de Macondo. Volví a acercármele cuando concluyó el desfile de modas. Pudo evadirme y no lo hizo. Su último pretexto para desentenderse del asunto fue casi infantil.

      —Voy al sanitario y si tiene otra salida no te empatas conmigo otra vez.

      Entré con él al cuarto de baño.

      —Déjame mear —me dijo.

      Lo dejé solo. El mingitorio tenía, por suerte, una sola puerta y yo esperé frente a ella durante unos minutos que me parecieron toda la eternidad.

      —Cómo jodes —dijo al volver a verme.

      Total, yo solo quería preguntarle sobre sus proyectos e inquirir su opinión sobre su obra publicada. Un periodista no hace siempre la entrevista que quiere. Hace, mejor o peor, la entrevista posible. Y yo haría, en este caso, la que me permitían sus evasivas y su desgano. No imaginaba entonces, no podía imaginar, que treinta y dos años después yo escribiría esta crónica.

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