Comuneros. Miguel Martinez

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Comuneros - Miguel Martinez Mecanoclastia

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cero» de la nación española, tal como se le ha atribuido a una construcción nacional que en realidad es muy posterior, se estableció en 1492 con el «descubrimiento de América», celebrado con los fastos socialistas de 1992 como «encuentro de civilizaciones», y el fin de la «reconquista» en Granada, acompañada de la expulsión de judíos y moriscos que se negaran a ser convertidos. La revolución comunera posterior impugnaba este nuevo Estado imperial en su génesis. Es por este motivo que una parte de la tradición intelectual española, desde Menéndez Pelayo a Ortega y Gasset, reniega de la historia comunera en la medida en que pudo suponer un cortocircuito a esta construcción. No en vano, como nos recuerda Miguel Martínez, el intelectual fascista Ramiro Ledesma situaba a los comuneros como un elemento retrógrado en relación con la vocación y destino histórico imperial de España, tampoco por ello nada hay de extraño en que Manuel Azaña vindicara esa memoria para construir una alternativa republicana. República e Imperio siempre han marcado, como en la antigua Roma, una oposición fundamental. Para el autor de este libro la fecha primigenia del relato histórico español debería avanzarse de 1492, año de nacimiento de la futura base imperial, a 1520, en los orígenes de la revuelta comunera, ya que para él: «Para España, en concreto, es catastrófico seguir aferrándose al momento imperial como monumento nacional». Toman en este marco otro sentido las palabras que una crónica pone en boca del obispo Antonio de Acuña, al afirmar que los comuneros luchaban «no por conservar soberbiamente la tiranía, como esos, sino por la libertad», ya que de ellos dependía «que los pueblos de España puedan ser libres y florecientes o hayan de someterse al perpetuo escarnio de unos pocos».

      Es en este marco en el que se comprende que la represión que se cernió sobre los comuneros, tal como nos muestra este libro, fue mucho más amplia, sangrienta y prolongada de lo que se ha supuesto comúnmente. Se extendió además no solo a sus protagonistas, sino también a su rastro documental y a sus lugares de memoria; se trataba de que su simiente despareciera de la faz de las tierras de Castilla y España. Pero «igual que flores que tornan al sol su corola», la memoria comunera renació en cada nuevo momento donde parecía otra vez posible «poner el cielo patas arriba», así fuera durante las revoluciones del siglo XIX o en las sociedades secretas comuneras, como en la I República o en el morado, atribuido a los comuneros, de la bandera de la II República. En realidad, este libro no solo nos habla sobre lo que fue, lo que es, sino también sobre lo que podría haber sido, como rayo y semilla, lo que aún podría ser; nos habla de la «flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos», propia de la tradición benjaminiana que «como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada». Así, el autor apunta que «a día de hoy, la memoria comunera parecería llamada a jugar un papel importante en la articulación identitaria e institucional de la España de la plurinacionalidad, la cogobernanza y las soberanías compartidas». Y es que siendo cierto que la revolución comunera y su simiente se dieron mucho antes que cualquier construcción nacional moderna, es desde sus cenizas desde donde se articuló una lógica de construcción del Estado español. Lógica que, en este sentido, la creación del Estado liberal del siglo XIX no transformó, sino que alimentó en la posterior encarnación de la nación. Lleva razón el autor. Pensar en una articulación alternativa, y en este caso, según el autor, plurinacional, presenta un déficit enorme cuando se quiere realizar a espaldas de Castilla. Y en todo ello, la semilla comunera aún tiene mucho que decir. Guarda también razón Miguel Martínez cuando afirma que «los comuneros jugaron bien con las escalas de lo local, pero sin caer en sus trampas, construyendo siempre estructuras supramunicipales y pensando políticamente en términos peninsulares y europeos». Para la tradición republicana, democrática, igualitaria, federal-confederal y plurinacional, el diálogo con los comuneros sigue siendo un suelo fértil.

      Decía Pierre Vilar a un joven Josep Fontana, refiriéndose al trabajo de los hijos e hijas de Clío, que «no es una ciencia fría lo que queremos, pero es una ciencia». Este libro es un libro de historia, de buena historia, pero no cabe ninguna duda tampoco de que no es un texto frío en su intento de mostrar cómo la revolución comunera mantiene aún lazos ardientes con nuestro presente. Recientemente el líder del PP, Pablo Casado, en la sesión de investidura de julio de 2019, afirmaba que se encontraban «en el Parlamento de una vieja nación de cinco siglos de historia bajo las estatuas de los Reyes Católicos, delante de un escudo y la bandera que exigen respeto». Eran las mismas estatuas de las que hablaba uno de los grandes hacedores del galleguismo, Castelar, al explicar la imposibilidad federal en la II República, por acción de los juristas del Estado «vigilados por las estatuas de los Reyes Católicos». Y es cierto que esas estatuas se erigen ante toda la representación del Parlamento, pero si se fija la mirada hacia abajo y a la izquierda, podemos encontrar inscritos en la pared de esas mismas Cortes los nombres de los líderes comuneros Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado. Marcan en este sentido un hilo alternativo aún, precariamente, presente. Faltarían más nombres, muchos más, pero si de las cenizas de la revolución comunera se construyó nuestro pasado, de sus brasas, que arden todavía, se podría articular también en parte nuestro futuro.

      Xavier DOMÈNECH

      Barcelona, diciembre del 2020

       INTRODUCCIÓN

      Este libro trata de ofrecer una historia legible y manejable de la revolución comunera de 1520 al lector común de nuestro siglo. La de los comuneros fue una de las insurrecciones más importantes del Antiguo Régimen y un evento capital en la historia de España. En la primavera de 1520, las principales ciudades de Castilla se confederaron para hacer frente a los abusos de una corte corrupta que había expoliado el reino y de un monarca sobre cuya legitimidad y sobre cuyos planes existían demasiadas dudas. En ausencia del rey Carlos, una alianza cambiante entre un sector de las élites urbanas y el grueso del común ciudadano y campesino se plantó no solo frente al mal gobierno, sino también contra la alta aristocracia del reino, los grandes que habían acaparado, ilegítimamente, rentas y poder. Algunos conflictos venían de atrás y tenían que ver, entre otras cosas, con el régimen de representación y participación política en las ciudades castellanas. No era la primera vez que los castellanos se levantaban. Pero en esta ocasión, la rebelión era de unas dimensiones hasta entonces desconocidas y aspiraba a transformar la constitución política y material de Castilla. Las semillas de aquel rayo insurgente germinarían siglos después en un imaginario histórico que alimentó múltiples luchas revolucionarias durante los siglos XIX y XX.

      La propia palabra revolución, metáfora procedente de la astronomía, se utilizó por primera vez en aquellos años para referirse a los hechos de las Comunidades. Es significativo que la lengua castellana la registre mucho más tempranamente que ninguna otra europea para nombrar acontecimientos que dan la vuelta al cosmos social y tratan de fundar un nuevo orden político. Fray Antonio de Guevara escribió elocuentemente contra «tan gran revolución como aquesta» de los comuneros. El cronista imperial Alonso de Santa Cruz, que también era cosmógrafo y daría cuenta detallada de los hechos de 1520, habló de «las revoluciones que andaban en Castilla». Y algunos años después un pueblo toledano recordaba el conflicto de las Comunidades como «la guerra de las revoluciones».1

      Llamar a un suceso histórico revolución, como explica el historiador de las revoluciones Francesco Benigno, no es lo mismo que denominarlo revuelta, motín o alteración: estas serían, para la historiografía nacional-liberal, agitaciones momentáneas, rebeldías primitivas, convulsiones plebeyas destinadas a perecer. Una revolución, en cambio, da un volantazo al tiempo, instituye un orden y funda míticamente un momento histórico. Esta forma de conceptualizar un determinado pasado ofrece formas específicas de vivir nuestra relación con él. Por eso ni José Antonio Maravall ni Joseph Pérez, dos de los principales estudiosos de aquellos hechos, dudaron en considerar la de los comuneros como una revolución. Maravall, además, la insertó en un relato de la modernidad política que ha sido criticado por establecer continuidades tal vez demasiado insensibles a la diferencia de los tiempos históricos.2

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