Comuneros. Miguel Martinez

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Comuneros - Miguel Martinez Mecanoclastia

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la metáfora con que Ovidio había figurado el principio (político) de los tiempos hermana momentáneamente a communards y comuneros. En la carta a Kugelmann que contiene la famosa frase, Marx comparaba la hazaña del asalto communard al Olimpo burgués con la cobardía de sus compatriotas, «siervos del cielo del Sacro Imperio Romano Germánico Prusiano». El chiste de Marx tiene la ventaja de intensificar el paralelismo entre los hechos de 1520 y los de 1871: el Sacro Imperio —que en realidad había sucumbido a Napoleón en 1806, de ahí la broma— era el mismo al que aspiraba el rey Carlos cuando sus súbditos castellanos se levantaron, enfurecidos, contra el joven monarca. De un lado, los parias de la tierra; del otro, un imperio decrépito que no tenía nada que ofrecerles. No es extraño que Marx, como veremos, se interesara no solo por los communards, sino también y muy explícitamente por los comuneros de Castilla.7

      «Mi obligación es ahora contaros el drama de un pueblo enloquecido»: no era poca cosa lo que se proponía otro humanista contemporáneo de Castrillo, Juan Maldonado (1485-1554), al comenzar una de las crónicas más brillantes de la revolución de las Comunidades, De motu Hispaniae (c. 1525). Maldonado, gran escritor latino y uno de tantos españoles que acogieron con fervor la revolución intelectual de Erasmo de Róterdam, se muestra distante con los derrotados. Pero hay momentos de inequívoca simpatía por el sueño comunero. Como tantos moderados, no podía estar de acuerdo con la locura plebeya de asaltar los cielos y darle la vuelta al cosmos social. Pero no logra ocultar su entusiasmo por el arrojo prometeico de sus compatriotas: «En este levantamiento sucedieron tantas cosas sorprendentes y dignas de recuerdo que me atreveré a decir que esta crónica va a superar a la de muchos reyes, debido tanto a la importancia de los hechos como a su novedad; es verdad que su origen, desarrollo y sucesos son los propios de las guerras civiles, pero estos son admirables y de difícil comparación».8

      Conmueve la claridad con la que Maldonado reconoce la potencia de los acontecimientos que se disponía a narrar. La historia es violenta, y la guerra civil, indeseable; pero la revolución de las Comunidades fue única, memorable y digna de admiración. La novedad comunera había hecho viejas las crónicas de los reyes, insinúa el humanista. Júpiter ya tuvo sus poetas. Ahora es el tiempo de la plebe titánica. Dé comienzo, pues, la fábula de un pueblo enloquecido que trató de volver a juntar el cielo con la tierra.

      El rey que desembarcó en Tazones, Asturias, en septiembre de 1517 para hacerse cargo de sus reinos ibéricos no era todavía el titular del Sacro Imperio, ni el rico monarca de la Nueva España y el Perú, ni el prestigioso príncipe europeo que lograría ganarse el respeto de buena parte de sus súbditos. Cuando llegó a la costa cantábrica, Carlos I era un joven de diecisiete años, nacido y criado en los distantes Países Bajos e ignorante de todas las lenguas de sus reinos peninsulares. Por los pueblos de Tierra de Campos, que en unos años crepitarán con la llama comunera, un tal Pero Cuello, «hombre de mala lengua», murmuraba que aquel ni era rey ni era nada, «que no tenía juicio natural, que no era para gobernar, que no hacía más que lo que un francés quería hacer».9 Y, sin embargo, Carlos era nieto de los añorados Isabel y Fernando, e hijo del borgoñón Felipe el Hermoso y la reina Juana, que todavía lo era, por mal nombre la Loca. Carlos de Gante, que se había proclamado rey de Castilla ilegalmente en 1516, desembarcó con mal pie y llegó rodeado de un séquito listo para sacar el máximo partido posible a su breve tour hispánico. Venían dispuestos a todo.

      La corrupción fue sistemática y escandalosa. Las cartas latinas de Pedro Mártir de Anglería (1456-1526), humanista italiano que habla desde lo más íntimo de la corte de Carlos, son tal vez el mejor testimonio para hacer memoria del saqueo y seguir la progresiva indignación de las élites del reino frente a la rapaz insolencia de los hombres que llegaron con el joven Carlos, encabezados por su privado Guillaume de Croÿ, señor de Chièvres —el francés que gobernaba por el rey, según Pero Cuello—. En Castilla se le conocía por variantes vernáculas de este nombre (Xevres, sobre todo), pero Anglería lo bautizará con una expresiva traducción: el Capro. El cabrón, pues. A Anglería, que sería también atento cronista de las noticias que llegaban del Nuevo Mundo, no se le escapaban las hazañas de estos otros conquistadores del norte, que querían convertir Castilla en sus Indias particulares.

      «Cuanto más les llena las tragaderas —dice Anglería de los flamencos—, tanto más las abren». El Capro es un «sumidero insaciable» que devora el Tesoro de Castilla: «Roe hasta los huesos los bienes del rey y de sus reinos». «Así —dice Anglería—, con toda libertad y a rienda suelta, vagarán flamencos y franceses por estos pingües pastos castellanos, y a su gusto elegirán entre el ganado menor y mayor cuanto por los ojos les entre, supuesto que la nobleza de Castilla, para salvaguardar y aumentar sus haciendas, se aviente a tan grande confusión, en connivencia con los lobos, y procuran disimular. De entre el pueblo no hay nadie capaz de oponerse a tanto despilfarro cuanto en secreto están preparando estos franceses enemigos de los españoles». Los «engullidores regios» asaltan el Tesoro que llega de las Indias antes incluso de que tome tierra.

      Vendimiadores, piratas, desolladores, perros sabuesos, usureros, cancerberos, roedores, cuervos, lobos, arpías, conquistadores, buitres, esponjas chupadoras: estas son solo algunas de las metáforas que usa Anglería, fiel servidor de la monarquía española, para referirse a la comitiva del rey Carlos a su paso por Castilla. En la camarilla flamenca también había castellanos como Pedro Ruiz de la Mota, obispo de Badajoz, o don García de Padilla. Pero la avaricia del Capro eclipsa la de los demás: «El buen Capro piensa que se le quita de su bolsillo cuanto va a parar a manos ajenas». El desuello fue, según este y otros testimonios, sistemático: «Se inventan modos de sacar los dineros que no creeríais pudieran discurrir ni Midas ni Craso», imágenes de la acumulación desmedida de riquezas. Tal fue la codicia de los flamencos que por las calles se cantaba:

       Doblón de dos caras,

       norabuena estedes,

       pues con vos no topó Xevres.

      La copla se convirtió en proverbio y perduró en la lengua: en 1627, la recogería Gonzalo Correas en su Vocabulario de refranes. Si quedaba moneda de valor en el reino de Castilla es porque logró zafarse de las garras del privado.10

      ¿De qué tipo de corrupción habla Anglería? Veamos algunos ejemplos. El arzobispado de Toledo, el más rico en rentas de toda España, le fue adjudicado a Guillaume de Croÿ, sobrino de Chièvres. Cuando murió uno de los dos contadores mayores de Hacienda en 1517, el propio Chièvres se nombró a sí mismo para el cargo, que inmediatamente vendió al duque de Béjar por 30.000 ducados. Jean Le Sauvage, otro de los lobos flamencos, revivió para sí mismo unos tributos de los antiguos reyes de Granada sobre la exportación de higos, pasas y almendras. La Chaux se adjudicó las rentas de unas minas de Fuente Ovejuna. Laurent de Gorrevod rapiñó los atrasos que se debían de la bula de Cruzada, además de recibir Yucatán y Cuba como feudos: la desproporción de la merced llamaría la atención del propio Bartolomé de las Casas, quien dijo que el rey le daba islas y penínsulas «como si le hiciera merced de alguna dehesa para meter en ella su ganado». Gorrevod fue también privilegiado con la primera licencia para traficar con esclavos a las Indias, licencia que a su vez revendió a los genoveses. El espectáculo era demasiado obsceno incluso para élites aristocráticas castellanas.11

      Casi todos los observadores de aquellos años aciagos de 1518 a 1520, incluso los más decididos enemigos de las futuras Comunidades, dejan constancia del vaciamiento de las arcas públicas por culpa de la corrupción cortesana. Las peticiones de las Cortes; las crónicas de los más acérrimos imperiales; los rumores del pueblo; las cartas de los testigos. El séquito de Carlos era percibido como una manada de hienas dispuestas a rebañar rentas y mercedes de Castilla para volver inmediatamente a Flandes, llevándose consigo al rey, para mayor escarnio. La irritante soberbia de los nobles flamencos con sus pares castellanos, además, fue fuente infinita de

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